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Hoy había estado limpiando en casa de los Lorentz. Era tan grande que le llevaba todo el día. A veces, echaba de menos los viejos tiempos. Lo segura que se sentía al poder ir a trabajar siempre al mismo lugar. El estatus que representaba el hecho de ser la limpiadora de la mejor de las familias de Bohuslän. Pero eso sólo le ocurría a veces. Por lo general, se alegraba de no tener que ir allí todos los días. De no tener ya que inclinarse y hacer reverencias ante Nelly Lorentz. Aquella mujer a la que odiaba hasta la insensatez. Pese a todo, había seguido trabajando para ella, año tras año, hasta que los nuevos tiempos le dieron alcance y dejó de llevarse lo de tener criada. Se había pasado más de treinta años bajando la mirada y murmurando «sí, gracias, señora Lorentz», «desde luego, señora Lorentz», «ahora mismo, señora Lorentz», mientras reprimía las ganas de agarrar con sus fuertes manos el cuello frágil de Nelly y apretar hasta que dejase de respirar. A veces, las ganas eran tan irrefrenables que tenía que esconder las manos bajo el delantal, para que Nelly no viese cómo le temblaban.

La cafetera empezó a silbar, indicando así que el café estaba listo. Vera se levantó, con gran esfuerzo, y estiró la espalda antes de sacar una vieja taza desportillada en la que se sirvió el café. Aquella taza era la última reliquia de la vajilla de boda que les habían regalado los padres de Arvid cuando se casaron. Era de fina porcelana danesa. Fondo blanco con flores azules que no habían perdido apenas el color con el paso de los años. Y la única pieza que quedaba era aquella taza. Cuando Arvid vivía, utilizaban la vajilla sólo en las ocasiones, pero después de su muerte, ella pensó que no tenía ningún sentido distinguir entre los días de diario y los festivos. El desgaste natural había hecho que algunas piezas se rompiesen a lo largo de los años. En cuanto al resto, Anders se había encargado de quebrarlas en sus ataques de delirio, hacía ya diez años. Esa última taza era su pertenencia más querida.

Bebió disfrutando del café. Cuando ya sólo le quedaba un sorbo, lo vertió en el plato y se lo bebió con un terrón de azúcar entre los dientes a través del cual se filtraba el café. Tenía las piernas doloridas y cansadas después de haber estado limpiando todo el día, y las dejó reposar sobre una silla que colocó ante sí, para descansarlas un poco.

Tenía una casa pequeña y sencilla. Llevaba viviendo en ella casi cuarenta años, y allí pensaba vivir hasta su muerte. En realidad, no era demasiado práctica. Estaba situada en la cima de una pronunciada pendiente, por lo que, a menudo, tenía que detenerse a respirar varias veces cuando iba camino a casa. Por si fuera poco, tanto el exterior como el interior se habían ido deteriorando con el paso de los años. Estaba lo suficientemente bien situada como para que le diesen un buen pellizco si la vendía para mudarse a un apartamento, por ejemplo, pero jamás se le había ocurrido siquiera. Antes la vería pudrirse a su alrededor que abandonarla. Allí había vivido con Arvid los pocos y felices años que estuvieron casados. En la cama del dormitorio había dormido por primera vez cuando salió de la casa de sus padres. La noche de bodas. En esa misma cama habían engendrado a Anders y, cuando el embarazo estaba tan avanzado que no podía dormir más que de lado, Arvid se acurrucaba muy pegado a su espalda para acariciarle el vientre. Allí le había susurrado al oído cómo sería su vida juntos. Y le había hablado de cómo serían todos los niños que verían crecer a su alrededor. De las alegres risas que resonarían entre las paredes de aquella casa en los años venideros. Y cuando hubieran envejecido y los hijos ya hubiesen volado del nido, ellos se sentarían ante la chimenea cada uno en su mecedora y hablarían de la maravillosa vida que habían vivido juntos. Tenían entonces veintitantos años y eran incapaces de imaginar lo que los podía aguardar más allá del horizonte.

Junto a aquella misma mesa de la cocina estaba ella sentada cuando le llevaron la noticia. El agente Pohl llamó a su puerta con la gorra en la mano y, nada más verlo, supo de qué se trataba. Ella se puso el dedo en los labios para indicarle que guardara silencio cuando empezó a hablar y, con un gesto, lo invitó a entrar en la cocina. Lo siguió despacio, meneando su gran vientre de embarazada ya de nueve meses y preparó minuciosamente la cafetera. Mientras esperaban a que el café estuviese listo, ella se sentó a observar al hombre que tenía sentado a su mesa. Él, por su parte, no era capaz de sostenerle la mirada, sino que la dejó vagar por la habitación mientras que, visiblemente incómodo, se tiraba del cuello de la camisa. Ya con las dos tazas de humante café sobre la mesa, le hizo un gesto al agente para que continuase. Ella no había pronunciado una sola palabra hasta el momento. Escuchaba el sordo zumbido que resonaba en su cabeza y cuya intensidad iba en aumento. Vio moverse los labios del agente, pero ni una sola de sus palabras logró penetrar la cacofonía que inundaba su mente. No tenía que oírlo. Ya sabía que Arvid yacía en el fondo del mar, moviéndose al ritmo de las algas. Ningún discurso cambiaría aquella realidad. Ningún discurso despejaría las nubes que ahora se arremolinaban en el cielo hasta que no se veía ya más que una masa gris.

Vera suspiraba sentada a la mesa de la cocina, muchos, muchos años más tarde. Otros que también habían perdido a sus seres queridos aseguraban que su imagen iba volviéndose más difusa con los años. A ella, en cambio, le había ocurrido lo contrario y a veces lo veía ante sí con tal claridad que el dolor le aferraba el corazón con mano de hierro. El hecho de que Anders fuese la viva imagen de Arvid era a un tiempo un castigo y una bendición. Y ella sabía que, de haber vivido Arvid, la desgracia jamás les habría sobrevenido. De él manaba su fuerza y, junto a su esposo, ella habría sido tan fuerte como fuese necesario.

Vera saltó literalmente de la silla al oír el teléfono. Tan enfrascada estaba en sus viejos recuerdos que, como siempre, le disgustaba que el sonido chillón del aparato viniese a perturbarla. Tuvo que ayudarse con las manos para bajar de la silla las piernas, que se le habían dormido y, cojeando, se apresuró hasta el teléfono que estaba en el vestíbulo.

– Soy yo, mamá.

Anders balbucía y, gracias a la experiencia de tantos años, ella supo exactamente en qué estadio de la embriaguez se encontraba: aproximadamente, en el estadio intermedio hacia la pérdida de conciencia. Vera suspiró.

– Hola Anders. ¿Cómo estás?

Él pasó por alto la pregunta. Ya habían tenido incontables conversaciones de aquel tipo.

Vera se miró en el espejo del vestíbulo, con el auricular contra la oreja. Era un espejo viejo y deslucido, con manchas negras en elcristal y pensó que guardaba un gran parecido con ella misma. En efecto, tenía el cabello quebrado y gris, con algún que otro mechón aún perceptible del castaño oscuro original; repeinado hacia atrás en el peinado que ella misma solía cortarse con unas tijeras para las uñas ante el espejo del baño. No tenía sentido gastarse el dinero en la peluquería. Tenía el rostro surcado por años de preocupaciones plasmadas en pliegues y arrugas. Sus ropas, como ella misma: prácticas, aunque sin color, en tonos generalmente grises o verdes. Los muchos años de duro trabajo y su falta de interés por alimentarse habían conseguido que no tuviese la redondez que muchas otras mujeres de su edad solían lucir. Ella era musculosa y huesuda. Como una bestia del campo.

De pronto, empezó a registrar lo que Anders le decía al otro lado del hilo telefónico y, conmocionada, olvidó la imagen del espejo.

– Mamá, hay un montón de coches de la policía ahí fuera. Una jodida movilización. Seguro que vienen por mí. Tiene que ser eso. ¿Qué coño hago ahora?

Vera oyó cómo iba alzando la voz. Y cómo el pánico iba apoderándose de él con cada sílaba. Un frío mortal se extendió por el cuerpo de Vera. Volvió a mirar en el espejo y vio su imagen, su mano aferrada al auricular, los nudillos blancos.