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– No pasa nada, Anders. Tú espérame allí. Ya voy.

– Vale, pero date prisa, joder. No es como las otras veces, cuando viene la pasma, mamá, entonces viene sólo un coche. Y ahora hay tres y con las luces puestas y las sirenas… Joder…

– Anders, escúchame. Respira hondo y tranquilízate un poco. Voy a colgar y llegaré a tu casa lo antes posible.

Oyó que había conseguido tranquilizarlo ligeramente, pero, en cuanto hubo colgado, se enfundó el abrigo y salió correteando por la puerta, sin detenerse a cerrar siquiera.

Atravesó a la carrera el aparcamiento que había tras la vieja parada de taxis y atajó por detrás de la entrada al almacén del comercio de Evas Livs. Se vio obligada a aminorar la marcha después de recorrido un trecho y tardó cerca de diez minutos en llegar al barrio de bloques de alquiler donde vivía Anders.

Llegó justo a tiempo de ver cómo dos hombres bastante corpulentos se lo llevaban esposado. En su pecho empezó a originarse un grito que ella reprimió al ver a todos los vecinos asomados a las ventanas como buitres curiosos. No tenía la menor intención de ofrecerles ningún espectáculo, salvo el que ya habían presenciado hasta ese momento. El orgullo era lo único que le quedaba. Vera detestaba las habladurías que, como un chicle pegajoso, tejían en torno a ella y a Anders. Circulaban de casa en casa y, ahora, se encrestarían con renovada fuerza. Bien sabía ella lo que decían: «pobre Vera, primero se le ahoga el marido y luego su hijo se da a la bebida. Con lo de buena ley que es ella…». Sí señor, ella sabía perfectamente lo que decían. Pero también sabía que haría cuanto estuviese en su mano por limitar las consecuencias del daño ya hecho. Lo único que tenía que hacer ahora era no venirse abajo. Si lo hacía, todo se derrumbaría como un castillo de naipes. Vera se dirigió al policía más cercano, una mujer menuda y rubia que, a sus ojos, no terminaba de encajar en el estricto uniforme. Vera no se había acostumbrado aún al orden de los nuevos tiempos en que, al parecer, las mujeres podían trabajar en cualquier cosa.

– Soy la madre de Anders Nilsson. ¿Qué es lo que pasa? ¿Adonde se lo llevan?

– Lo siento, pero no puedo darte información. Tendrás que acudir a la comisaría de policía de Tanumshede. Allí lo llevaremos arrestado.

Su corazón se hundía en el abismo según hablaba la agente. En efecto, comprendió que no se trataba, en esta ocasión, de ninguna bronca entre borrachos. Los coches de la policía fueron marchándose uno tras otro. En el último de ellos pudo ver a Anders, sentado entre dos agentes. Su hijo se volvió cuando se alejaron y se quedó mirándola hasta que el vehículo se perdió de vista.

Patrik vio pasar el coche en el que iba Anders Nilsson en dirección a Tanumshede. La movilización masiva de la policía había sido a su juicio algo exagerada, pero Mellberg quería que hubiera show, como así fue. Así, habían reclamado refuerzos de Uddevalla como apoyo en el momento de la detención. Según Patrik, aquello resultó exclusivamente en que, de los seis agentes presentes, cuatro, como mínimo, perdieron el tiempo.

En el aparcamiento había una mujer que seguía la partida de los coches con la mirada.

– Es la madre del autor del delito -aclaró Lena Waltin, ayudante de la policía de Uddevalla, que se había quedado con Patrik para proceder al registro del domicilio de Anders Nilsson.

– Tú deberías saberlo, Lena: no es autor del delito hasta que no se lo haya juzgado y condenado. Hasta ese momento, es tan inocente como todos nosotros.

– Y una mierda. Puedo apostarme el salario de todo un año a que es culpable.

– Sí estás tan segura, bien podrías apostar algo más en lugar de esa miseria.

– Ja, ja, muy gracioso. Bromear con un policía sobre su sueldo denota un humor macabro, mecachis.

Patrik no pudo menos que asentir.

– Cierto, por lo que al salario respecta, no hay grandes esperanzas. ¿Subimos?

Vio que la madre de Anders seguía mirando hacia los coches, pese a que hacía ya un buen rato que los habían perdido de vista. Le daba muchísima pena la mujer y, por un instante, consideró la posibilidad de acercarse a ella y brindarle algunas palabras de consuelo. Pero Lena le dio un tirón del brazo y le señaló el portal con un movimiento de cabeza. Patrik suspiró, se encogió de hombros y la acompañó al interior para ejecutar la orden de registro.

Tantearon la puerta de Anders Nilsson, que no estaba cerrada con llave, de modo que pudieron entrar sin problemas en el vestíbulo. Patrik miró a su alrededor y no pudo ahogar un suspiro, el segundo en tan poco tiempo. El apartamento se encontraba en un estado lamentable y se preguntó cómo conseguirían encontrar algo de valor en aquel desastre. Avanzaron por el vestíbulo pisando botellas vacías e intentando ver desde allí la sala de estar y la cocina.

– ¡Joder! -Lena movía la cabeza llena de repugnancia.

Se pusieron unos finos guantes de látex que sacaron del bolsillo. En virtud de un acuerdo tácito, Patrik comenzó por la sala de estar, mientras que Lena se encargaba de la cocina.

La sala de estar de Anders Nilsson le producía una sensación esquizofrénica. Sucia, llena de basura y con una ausencia casi total de muebles y de objetos personales, tenía el aspecto del clásico agujero del drogadicto. Algo que Patrik había visto bastantes veces a lo largo de su vida laboral. No obstante, jamás había estado en ninguna casa de drogadictos cuyas paredes estuviesen recubiertas de obras de arte. Los cuadros estaban colgados tan cerca los unos de los otros que, literalmente, cubrían cada centímetro de pared, desde un metro del suelo hasta el techo. Aquella explosión de color hirió los ojos de Patrik, que tuvo que contener el impulso de cubrírselos con la mano para protegerlos. Eran cuadros de arte abstracto, pintados exclusivamente en colores cálidos. A Patrik le sentó aquella visión como una patada en el estómago. Era una sensación tan física que le costó trabajo mantenerse derecho y tuvo que obligarse a apartar la vista de los cuadros, que parecían querer saltar de las paredes para estrellarse contra él.

Con sumo cuidado, empezó a mirar entre las cosas de Anders. No había mucho. Por un instante, sintió una enorme gratitud por la vida tan privilegiada que él llevaba, en comparación con aquélla. Sus propios problemas se le antojaron de pronto insignificantes. Lo fascinaba que la voluntad de supervivencia del ser humano fuese tan fuerte, pese a que no había allí rastro de la menor calidad de vida; aun así, uno siempre elegía seguir adelante, día tras día, año tras año. ¿Tendría Anders Nilsson algún motivo de alegría en su vida? ¿Experimentaría alguna vez los sentimientos que hacían que mereciese la pena vivir la vida: alegría, esperanza, felicidad, gozo, o serían sus días simples tramos de transporte hasta la próxima parada en el alcohol?

Patrik miró a conciencia todo lo que había en la sala de estar. Tanteó el colchón para comprobar si había algo dentro, sacó los cajones del único mueble que había y miró debajo de cada uno, descolgó los cuadros, uno tras otro, para echar un vistazo por detrás. Nada. Absolutamente nada que despertase su interés. Fue a la cocina para ver si Lena había tenido más suerte.

– ¡Menuda pocilga! ¿Cómo coño puede nadie vivir así?

Con una expresión de asco, la colega revisaba el contenido de una bolsa de basura que había vaciado sobre un periódico.

– ¿Has encontrado algo interesante? -quiso saber Patrik.

– Sí y no. Unas facturas que había en la basura. El detalle de llamadas de la factura del teléfono puede ser interesante. Por lo demás, sólo parece haber mierda. -Se quitó los guantes de látex, que emitieron un chasquido-. ¿A ti qué te parece? ¿Nos damos por satisfechos por ahora?

Patrik miró el reloj. Llevaban dos horas allí dentro y ya había oscurecido.

– Pues sí, no parece que vayamos a llegar mucho más lejos hoy. ¿Cómo te vas a casa? ¿Necesitas que te lleve?