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– No, me traje el coche, así que no hace falta. Pero gracias.

Sintieron un gran alivio cuando abandonaron el apartamento y cerraron la puerta con llave, para no dejarla abierta, como la encontraron.

Cuando salieron al aparcamiento, las farolas estaban encendidas. Mientras estaban dentro, había empezado a nevar levemente, por lo que ambos tuvieron que limpiar la nieve de la luna delantera. Cuando Patrik se dirigía a la estación de servicio OKQ8, sintió de repente que la sensación que lo había estado perturbando todo el día emergía a su conciencia. En la tranquilidad que reinaba mientras conducía, se vio obligado a admitir que había algo anómalo en la detención de Anders Nilsson. No confiaba en que Mellberg hubiese formulado las preguntas adecuadas durante su conversación con los testigos, que había conducido a que detuviesen a Anders para interrogarlo. Quizá fuese conveniente que él mismo revisase el asunto. En medio del cruce, junto a la estación de servicio, tomó una decisión. Giró completamente el volante para cambiar de dirección y, en lugar de doblar hacia Tanumshede siguió recto rumbo al centro de Fjällbacka, con la esperanza de que Dagmar Petrén estuviese en casa.

Pensaba en las manos de Patrik. Las manos y las muñecas era lo primero en lo que se fijaba en un hombre. En su opinión, las manos podían ser increíblemente sexys. No debían ser pequeñas, pero tampoco de esas manazas grandes como la tapa del retrete. De un tamaño medio y nervudas, sin vello, ágiles y flexibles. Las manos de Patrik eran así, exactamente.

Erica se obligó a dejar de soñar despierta. Era, como mínimo, totalmente infructuoso pensar en algo que, por el momento, no eramás que un leve temblor localizado en el estómago. Por otro lado, tampoco estaba segura de cuánto tiempo se quedaría en la región. Si la casa se vendía, nada la retendría allí, mientras que su apartamento de Estocolmo estaría esperándola, al igual que la vida que tenía en la capital con sus amigos. El tiempo que estaba pasando en Fjällbacka no sería más que un breve paréntesis en su vida y, en ese sentido, sería claramente estúpido construir románticos castillos en el aire con un viejo amigo de la infancia.

Contempló el ocaso, que empezaba a extenderse por el horizonte, pese a que no eran más de las tres, y lanzó un profundo suspiro. Se había acurrucado en un amplio jersey de lana que su padre solía ponerse cuando salía al mar y el tiempo estaba frío, y se calentó las manos metiéndolas en las largas mangas que luego enrolló en los extremos. En aquellos momentos, sentía cierta compasión de sí misma. No tenía gran cosa de la que alegrarse estos días. La muerte de Alex, las discusiones por la casa, Lucas, el libro que no avanzaba; todo contribuía al gran peso que sentía en su pecho. Además, era consciente de que aún le quedaban muchas cosas a las que enfrentarse después de la muerte de sus padres, tanto en el plano práctico como en el sentimental. Últimamente no había tenido fuerzas para seguir haciendo limpieza, de modo que la casa estaba llena de cajas de cartón y de bolsas de basura a medio llenar. Y también en su interior quedaban espacios medio vacíos, con cabos sueltos y madejas de sentimientos sin devanar.

Además, se había pasado la tarde reflexionando sobre la escena protagonizada por Dan y Pernilla. Simplemente, no lograba entenderlo. Tantos años hacía que no había ningún tipo de roce entre ella y Pernilla y que todo estaba aclarado entre ellas. O, al menos, eso creía Erica. Pero entonces ¿por qué habría reaccionado Pernilla de aquel modo? Estaba pensando en llamar a Dan, pero no se atrevía, por si era Pernilla quien respondía al teléfono. No se veía capaz de enfrentarse a más conflictos por el momento, así que decidió no seguir pensando en ello, dejarlo por ahora y confiar en que Pernilla se hubiese levantado con el pie equivocado aquella mañana y que todo estuviese resuelto la próxima vez que se vieran. Pese a todo, el asunto seguía atormentándola. No había sido un ataque transitorio por parte de Pernilla, sino algo más profundo. Pero, por más que lo intentaba, le resultaba imposible comprender de qué se trataba.

El retraso con el libro la estresaba muchísimo, de modo que resolvió descargar un poco su conciencia sentándose a escribir un rato. Se sentó, pues, ante el ordenador del despacho y comprendió enseguida que, para poder trabajar, tendría que sacar las manos del calor del jersey. Al principio, iba muy despacio, pero al cabo de un rato, notó que no sólo entraba en calor, sino que iba lanzada. Envidiaba a los escritores que sabían mantener una estricta disciplina en su trabajo. Ella, en cambio, tenía que obligarse a sentarse a escribir cada vez que lo hacía. Y no por pereza, sino por un terror, profundamente arraigado, ante la idea de haber perdido la capacidad creadora desde la vez anterior. El miedo a verse con los dedos sobre el teclado y los ojos clavados en la pantalla y que no sucediese lo más mínimo. Sólo existiría vacío y ausencia de palabras y ella sabría que jamás volvería a poder plasmar una sola frase en el papel. Cada vez que esto no sucedía, sentía un alivio indecible. En esta ocasión, sus dedos volaban sobre el teclado y, en tan sólo una hora, llevaba ya más de dos páginas. Después de haber escrito tres páginas más, consideró que se merecía un premio y que bien podía permitirse dedicarle un tiempo al libro de Alex.

La celda le resultaba familiar. No era la primera vez que estaba allí. Noches de borrachera con vomitonas en el suelo de la celda eran el pan de cada día en los peores períodos. Pero esta vez era diferente. Esta vez iba en serio.

Se tumbó de lado en la dura camilla, se acurrucó en posición fetal y apoyó la cabeza en las manos, para evitar la sensación del plástico pegado a la cara. Violentos temblores le sacudían el cuerpo de vez en cuando, como consecuencia de una combinación del frío que hacía en la celda y de la falta de alcohol.

Sólo le habían dicho que era sospechoso del asesinato de Alex. Después, lo metieron a empellones en la celda y le dijeron que esperase allí hasta que fuesen a buscarlo. Pero ¿qué pensaban que podría hacer en aquella sórdida celda, sino esperar? ¿Dar clases de dibujo? Anders sonrió con amargura para sus adentros.

Las ideas iban y venían con dificultad por su cabeza; no había nada en lo que fijar la vista. Las paredes eran de color verde claro y estaban construidas de hormigón, ya desgastado, con grandes manchas grisáceas allí donde la pintura se había descascarillado. Las pintó mentalmente en vivos colores. Una pincelada de rojo por aquí, otra de amarillo por allá. Decididos trazos que no tardaron en engullir el triste y desgastado color verdoso. Para su mirada interior, la habitación no tardó en convertirse en una crujiente cacofonía cromática y, entonces, pudo empezar a centrarse en las ideas.

Alex estaba muerta. No era aquélla una idea de la que pudiese evadirse con un acto de voluntad, sino un hecho insoslayable. Estaba muerta y, con ella, el futuro de Anders.

Pronto vendrían a buscarlo. Tironeando y empujándole con mano dura, burlándose de él, destrozándolo, hasta que tuviesen la verdad desnuda ante sí. No podía detenerlos. Ni siquiera sabía si quería hacerlo. Había tantas cosas de las que ya no estaba seguro. No porque hubiese estado seguro de muchas cosas con anterioridad. Pocas cosas tenían la fuerza suficiente como para atravesar las conciliadoras neblinas del alcohol. Sólo Alex. Sólo la certeza de que ella, en alguna parte, respiraba el mismo aire que él, pensaba los mismos pensamientos, sentía el mismo dolor. Era el único sentimiento con la fuerza suficiente como para pasar inadvertido infiltrándose, reptando, sobrevolando, rodeando las nieblas traidoras que hacían todo lo posible por mantener todos los recuerdos en una misericordiosa oscuridad.

Empezaban a dormírsele las piernas, tumbado como estaba en la camilla, pero decidió obviar las señales que el cuerpo le enviaba y, tozudo, se negó a cambiar de posición. Si se movía, podía perder el control sobre los colores que cubrían las paredes y verse nuevamente mirando aquella fea sordidez.