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En contados momentos de claridad, veía todo aquello con cierto humor o, al menos, cierta ironía. El hecho de que él hubiese nacido con una insaciable necesidad de belleza, al tiempo que estaba condenado a una vida de repugnancia y fealdad. Tal vez su destino estuviese ya escrito en las estrellas desde que nació; o tal vez fuese a reescribirse aquel funesto día.

Si tan sólo no hubiera existido ese «si»… Habían sido muchas las ocasiones en que había dirigido su pensamiento en torno a aquel «si». Había jugado con la idea de cómo habría sido su vida, «si…». Quién sabe si no habría tenido una buena vida de hombre honrado, con una familia, un hogar y el arte como fuente de felicidad, en lugar de un manantial de desesperación. Niños jugando en el jardín, ante su estudio, mientras de la cocina le llegaban suculentos aromas. Un idilio a lo Carl Larsson elevado al cuadrado, con irisaciones en rosa en los bordes de la fantasía. Y Alex siempre estaba en medio del cuadro. Siempre en el centro, con él como un satélite en constante movimiento a su alrededor.

Aquellas ensoñaciones le reconfortaban el alma, pero, de repente, la cálida imagen quedaba sustituida por otra más fría, de tonos azulados y gélidos. Conocía bien esta otra imagen. Durante muchas noches, había podido estudiarla con detenimiento, por lo que ahora conocía hasta el más mínimo detalle. La sangre era lo que más lo asustaba. Aquella sustancia roja, en vivo contraste con el azul. La muerte también estaba allí, como siempre. Alerta en los alrededores y frotándose las manos con fruición. La muerte que esperaba que él diese su pincelada, hiciese algo, cualquier cosa. Lo único que él podía hacer era fingir que no la veía, ignorar su presencia, hasta que desapareciera. Y entonces, quizá la imagen recuperase su resplandor rosado. Quizá Alex pudiese volver a sonreírle con aquella sonrisa suya que le destrozaba las entrañas. Pero la muerte era un compañero de demasiados años, como para permitir que lo ignorasen. Hacía ya mucho tiempo que se conocían, aunque su relación no se volvía más agradable con los años. Incluso en los más dulces momentos que él y Alex habían compartido, se había colado la muerte entre ellos, persistente, tenaz.

El silencio de la celda lo tranquilizaba. Oía en la distancia el ruido de la gente en movimiento, pero lo suficientemente lejos como para poder quedar adscritos a otro mundo. Se vio arrancado de sus fantasías al oír cada vez más próximo uno de los ruidos. Eran pasos que avanzaban por el pasillo, directos a su objetivo: la puerta de su celda. Forcejeo con la cerradura antes de que se abriese la puerta y el pequeño y obeso comisario se asomase al interior. Anders bajó las piernas de la camilla, agotado, y puso los pies en el suelo. Hora del interrogatorio. Cuanto antes acabasen, tanto mejor.

Los moratones habían empezado a palidecer lo suficiente como para poder ocultarlos bajo una buena capa de polvos compactos. Anna observó su rostro en el espejo. Era un rostro estropeado, ajado. Sin el maquillaje, distinguía perfectamente las líneas azuladas bajo la piel. Uno de los ojos estaba aún algo enrojecido. Su rubio cabello había perdido el brillo, parecía sin vida y necesitaba un corte. No había caído en pedir hora en la peluquería, nunca se sentía con la suficiente energía. Invertía todas sus fuerzas en atender las necesidades diarias de los niños y procurar mantenerse en pie ella misma. ¿Cómo había llegado a aquella situación?

Se peinó hacia atrás, con el cabello recogido en una cola de caballo bien tirante, antes de vestirse con esfuerzo, intentando no moverse demasiado para evitar el dolor en las costillas. Él solía poner mucho cuidado en golpearla sólo en aquellos lugares del cuerpo donde las señales quedasen ocultas por la ropa; pero eso era antes. Los últimos seis meses había dejado de ser tan cauto y la había agredido en la cara varias veces.

Pese a todo, lo peor no eran los golpes. Era tener que vivir siempre a la sombra de los azotes, vivir a la espera de la próxima vez, el próximo puñetazo. Su crueldad era terrible, pues él era bien consciente de su miedo y jugaba con él. Alzaba la mano para asestarle un golpe, pero luego la dejaba caer despacio convirtiendo el gesto en una caricia acompañada de una sonrisa. A veces le pegaba sin motivo aparente. Así, sin más. Aunque por lo general, no necesitaba ningún motivo, sino que, en medio de una discusión sobre lo que iban a comprar para la cena o sobre qué programa de televisión iban a ver, el puño de Lucas salía disparado contra su estómago, su cabeza, su espalda, o cualquier otro lugar que se le antojase. Después, sin perder el hilo ni por un instante, seguía con la conversación como si nada hubiese sucedido, mientras ella yacía en el suelo hipando para recuperar la respiración. Era el poder lo que le causaba tanta satisfacción.

La ropa de Lucas estaba esparcida por todos los rincones del dormitorio, así que ella empezó a recogerla despacio, una prenda tras otra, antes de colgarlas en perchas o dejarlas en el cesto de la ropa sucia. Una vez que el dormitorio estuvo de nuevo en perfecto orden, fue a ver qué hacían los niños. Adrian dormía tranquilo, descansando boca arriba con el chupe en la boca. Emma estaba jugando en silencio, sentada en la cama, y Anna se quedó un instante en el umbral, observándola. Se parecía tanto a Lucas. El mismo rostro decidido y duro y los mismos ojos de un azul helado. La misma tozudez.

Emma era una de las razones por las que no podía dejar de amar a Lucas. Dejar de amarlo a él la haría sentirse como si rechazase una parte de Emma. Lucas era una parte de su hija y, por tanto, una parte de ella misma. Además, era un buen padre para sus hijos. Adrian era demasiado pequeño para comprender nada aún, pero Emma adoraba a su padre y Anna no podía robárselo. ¿Cómo podría llevarse a los niños lejos de la mitad de su seguridad en la vida, destruir todo aquello que era familiar e importante para ellos? A cambio procuraba tener la fuerza suficiente por ellos también, para que lograsen salir de aquello. Aunque, al principio no era así. Todo podría volver a ser como antes. Sólo tenía que ser fuerte. Él le había dicho que, en realidad, no quería pegarle, que era por su bien, para que no hiciese lo que, de lo contrario, haría. Si pudiera esforzarse un poco más, ser mejor esposa. Ella no lo comprendía, le decía él. Si lograse dar con aquello que lo hacía feliz, si fuese capaz de hacer las cosas bien, para que él no tuviese que sentirse tan decepcionado a todas horas.

Erica no comprendía nada. Erica, con su independencia y su soledad. Su valor y sus tremendos y agobiantes desvelos por ella. Anna percibía el desprecio en la voz de Erica, lo que la indignaba hasta la locura. ¿Qué sabía ella de la responsabilidad de sacar adelante un matrimonio y una familia? Llevar sobre los hombros una responsabilidad tan inmensa que apenas si le permitía mantenerse en pie. La única persona por la que Erica tenía que preocuparse era ella misma. Su hermana siempre había sido tan sabihonda. Su exagerada preocupación maternal por ella había amenazado con sofocarla en más de una ocasión. Por todas partes la perseguían los ojos inquietos y vigilantes de Erica, cuando ella sólo deseaba que la dejase en paz. ¿Qué más daba que su madre no se hubiese ocupado de ellas? Al menos, habían tenido a su padre. Uno de dos, no era tan mala proporción. La diferencia entre ellas dos era que Anna lo aceptaba, en tanto que Erica se empecinaba en buscar una explicación. Casi siempre, Erica intentaba encontrar la explicación en sí misma. De ahí que siempre se esforzase tanto. Anna, por su parte, había elegido no esforzarse en absoluto. Era más fácil no andar cavilando tanto, seguir la corriente y pasar cada día como se presentase. Por eso abrigaba tanto resentimiento contra Erica. Ella se preocupaba, se implicaba, se deshacía en mimos con ella, y eso hacía mucho más difícil cerrar los ojos a la realidad y a su entorno. Salir de casa de sus padres fue una liberación y después, al conocer a Lucas poco más tarde, creyó que había encontrado al único ser capaz de amarla tal y como era y, ante todo, respetar sus necesidades de libertad.