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Sonrió con amargura, mientras retiraba los platos del desayuno de Lucas. A aquellas alturas, apenas si sabía cómo se escribía la palabra libertad. Su vida se reducía a las habitaciones de aquel apartamento. Los niños eran lo único que la animaban a seguir respirando; los niños y la esperanza de que, si encontraba la fórmula adecuada, las palabras mágicas, todo volvería a ser como antes.

Con movimientos morosos, fue poniendo la tapadera al tarro de la mantequilla, puso el queso en una bolsa de plástico, metió los platos en el lavavajillas y limpió la mesa. Cuando todo estaba reluciente, se sentó en una silla de la cocina y miró a su alrededor. Lo único que se oía era el parloteo infantil de Emma que le llegaba desde el dormitorio y, por unos minutos, Anna se permitió el lujo de disfrutar de algo de paz y tranquilidad. La cocina era grande y amplia, en una elegante combinación de madera y acero. No habían escatimado lo más mínimo a la hora de decorar la casa, así que las marcas dominantes eran Philip Starck y Poggenpohl. A Anna le habría gustado una cocina más acogedora, con más muebles, pero cuando se mudaron al precioso piso de cinco habitaciones de Östermalm, tuvo mucho cuidado en no dar su opinión.

Las preocupaciones de Erica con respecto a la casa de Fjällbacka era algo que no tenía fuerzas para afrontar. Anna no podía permitirse el lujo de ser sentimental y el dinero de la casa podría suponer un volver a empezar para Lucas y ella. Sabía que no estaba contento con su trabajo en Suecia y que quería regresar a Londres, donde consideraba que se encontraban el pulso adecuado y las posibilidades de hacer carrera. Estocolmo era para él un remanso, un retroceso en su carrera. Y, aunque ganaba bastante dinero, incluso mucho en su actual puesto, con el que obtuvieran de la casa de Fjällbacka y el que ya tenían ahorrado, podrían adquirir una magnífica vivienda en Londres. Aquello era importante para Lucas y, por tanto, también lo era para ella. Erica se las arreglaría de todos modos. Ella sólo tenía que pensar en sí misma, ella tenía trabajo y un apartamento en Estocolmo y la casa de Fjällbacka sólo sería para ella un lugar de recreo veraniego. El dinero también le vendría bien, los escritores no ganaban mucho y Anna sabía que Erica pasaba temporadas realmente apretadas. En su momento, comprendería que aquello era lo mejor. Para las dos.

Adrian dejó oír su voz chillona en el dormitorio, con lo que el tiempo de descanso tocó a su fin. De todos modos, no tenía sentido pasar el rato lamentándose. Los moratones desaparecerían, como siempre, y mañana sería un nuevo día.

Patrik se sentía inexplicablemente ágil y subió los peldaños de la escalera de Dagmar Petrén de dos en dos. Aunque, ya en el último piso, se vio obligado a detenerse para respirar un instante, con ambas manos apoyadas en las rodillas. Estaba claro que ya no tenía veinte años. Y desde luego, tampoco los tenía la mujer que le abrió la puerta. No había visto nada tan pequeño y arrugado desde la última vez que abrió una bolsa de ciruelas pasas. Encorvada, con la espalda vencida, la anciana apenas si le llegaba más arriba de la cintura y Patrik temió que se quebrase en pedazos al menor soplo de aire. Sin embargo, los ojos que se alzaban para mirarlo eran claros y despiertos, como los de una jovencita.

– No te quedes ahí resoplando, muchacho. Entra y tómate un café.

Lo sorprendió la potencia de su voz y se sintió de pronto como un escolar, de modo que, obediente, la siguió hacia el interior. Contuvo un fuerte impulso de hacerle una reverencia y avanzó luchando por mantener el paso de caracol necesario para no adelantar a la señora Petrén. Ya al otro lado de la puerta, se paró en seco. En toda su vida había visto tantos enanitos vestidos de Papá Noel. Por todas partes, sobre todas las superficies disponibles, había varias figuras. Enanos grandes, enanos pequeños, enanos jóvenes, enanos viejos, enanos que guiñaban y enanos tristones. Sintió como si el cerebro se acelerase al máximo para procesar todas las impresiones sensoriales que lo impactaban. Se sorprendió a sí mismo con la boca abierta e hizo acopio de toda su voluntad para volver a cerrarla.

– ¿Qué le parece, señor? ¿No es hermoso?

Patrik no sabía qué responder y tardó un rato en poder balbucir una respuesta:

– Sin duda. Precioso.

Miró angustiado a la señora Petrén para ver si ella se había percatado de que el tono de su voz no se correspondía exactamente con sus palabras. Ante su asombro, ella dejó escapar una risa traviesa que subrayaba el brillo de sus ojos.

– No se preocupe. Ya entiendo que no es exactamente de su gusto, pero la vejez conlleva sus obligaciones, ¿comprende?

– ¿Obligaciones?

– Claro, la gente espera cierta excentricidad para que sigas siendo interesante. De lo contrario, no eres más que una pobre vieja y eso no lo quiere nadie, ¿comprende?

– Pero ¿por qué enanos, precisamente?

Patrik seguía sin comprender mientras la señora Petrén le hablaba como si fuese un niño.

– Pues sí, lo mejor de los enanos vestidos de Papá Noel, ve usted, es que una sólo tiene que sacarlos una vez al año. El resto del año esto está tan despejado como no puede ni imaginar. Además, tiene la ventaja de que, en Navidad, vienen montones de niños a mi casa. Y, para una anciana que no recibe muchas visitas que digamos, es un gozo para el alma que los pequeños vengan deseosos de ver los enanos.

– Pero ¿durante cuánto tiempo los tiene usted expuestos? Después de todo, ahora estamos a mediados de marzo.

– Bueno, empiezo a sacarlos en octubre y luego empiezo a quitarlos hacia el mes de abril. Pero comprenderá usted que me lleva una semana o incluso dos tanto lo uno como lo otro.

A Patrik no le costaba lo más mínimo comprender que le llevase tanto tiempo. Intentó hacer un cálculo aproximado en su cabeza, pero el cerebro no se había recuperado aún de la conmoción del espectáculo y tuvo que dirigirle la pregunta a la señora Petrén.

– ¿Y cuántos enanitos tiene usted, señora Petrén?

La anciana no dudó en responder, rápida y pronta:

– Mil cuatrocientos cuarenta y tres. No, perdón, mil cuatrocientos cuarenta y dos. Tuve la mala suerte de romper uno ayer. Y, por cierto, uno de los más bonitos -aseguró apenada la señora Petrén.

Pero no tardó en recobrar el ánimo haciendo que el sol reluciese de nuevo en su mirada. Con una fuerza sorprendente, agarró la manga de la chaqueta de Patrik y prácticamente lo arrastró a la cocina donde, en contraste con la sala de estar, no había un solo enanito. Patrik se alisó discretamente la chaqueta con la sensación de que la mujer lo habría agarrado de la oreja, si hubiese alcanzado.

– Nos sentaremos aquí. Una termina por cansarse de verse siempre rodeada de cientos de enanos. Aquí, en la cocina, están proscritos.

Patrik se sentó en el duro banco de madera, después de que la mujer hubiese rechazado firmemente todos sus ofrecimientos de ayuda con el café. Tras haberse preparado ante la idea de tener que degustar un café aguado, Patrik volvió a quedar boquiabierto por segunda vez en un breve espacio de tiempo, al contemplar la enorme e hipermoderna cafetera de reluciente acero que se alzaba en la encimera de la cocina.

– ¿Qué le apetece? ¿Capuchino? ¿Café con leche? ¿Tal vez un expreso doble?… Sí, parece que es lo que necesita.

Patrik no pudo más que asentir mientras que la señora Petrén parecía disfrutar ante su perplejidad.

– ¿Qué se esperaba? ¿Una vieja cafetera del 43 y granos de café molidos a mano? Pues no, sólo porque una sea vieja no significa que renuncie a las cosas buenas de la vida. Esto me lo regaló mi hijo por Navidad, hace un par de años, y le aseguro que no para. A veces tengo hasta cola de las mujeres del barrio que vienen a tomarse una taza.

La anciana le dio una palmadita mimosa a la máquina, que ya empezaba a chisporrotear, mientras batía la leche hasta convertirla en espuma.