– No, tú no necesitas esa comida de conejos. Aún estás en edad de crecer.
Patrik optó por asentir en lugar de explicarle que, a los treinta y cinco, lo único que crecía era la cintura. Se levantó del banco de la cocina, pero tuvo que volverse a sentar de inmediato. Se sentía como si tuviese una tonelada de hormigón en el estómago y las náuseas le subieron como una oleada por la garganta. Tras reflexionar un poco, concluyó que no había sido muy sensato atiborrarse de tantos dulces.
Intentó cruzar la sala de estar con los ojos entrecerrados a los mil cuatrocientos cuarenta y dos enanos que relucían y despedían destellos a su paso.
La salida fue tan lenta como la entrada y tuvo que contenerse para no adelantarse a la señora Petrén, que se arrastraba hacia la puerta. Era una mujer de hierro, de eso no cabía duda. Y un testigo fidedigno, desde luego; con su testimonio, era sólo cuestión de tiempo que encontrasen un par de piezas más del rompecabezas para conseguir un auto de procesamiento en regla contra Anders Nilsson. Por ahora no tenían más que indicios, pero, aun así, parecía que el asesinato de Alex Wijkner estaba ya resuelto. Sin embargo, Patrik no se sentía del todo satisfecho. En la medida en que podía sentir otra cosa que la pesadez de los bollos, sentía también una sensación de inquietud, de que la solución fácil no siempre era la correcta.
Fue fantástico salir y poder respirar el aire libre, que le alivió un poco el mareo. Justo cuando le había dado las gracias por segunda vez y ya se había dado la vuelta para marcharse, la señora Petrén le colocó algo en la mano, antes de cerrar la puerta. Patrik miró lleno de curiosidad para ver qué era. Una bolsa del supermercado ICA abarrotada de bollos, y un enanito. Con la mano en el estómago, lanzó un hondo lamento.
– Pues verás, Anders, no se te presenta halagüeña la cosa.
– Vaya.
– «Vaya». ¿Es eso todo lo que tienes que decir? Estás hasta arriba de mierda, por si no lo has comprendido. ¿Lo entiendes?
– Yo no he hecho nada.
– ¡Mentira! No me mientas en mi cara. Sé que la mataste, así que más te vale confesar y ahorrarme complicaciones. Si me ahorras complicaciones a mí, te ahorrarás complicaciones a ti mismo. ¿Entiendes por dónde voy?
Mellberg y Anders estaban en la única sala de interrogatorios de la comisaría de Tanumshede que, a diferencia de las que aparecían en las series policiacas americanas, no tenía ninguna pared de cristal a través de la cual los colegas pudiesen seguir el interrogatorio. Lo que a Mellberg le venía de maravilla. Iba totalmente en contra del reglamento que el sujeto de un interrogatorio estuviese solo con el interrogador, pero, qué coño, con tal de que diese los resultados esperados, nadie se preocuparía de esas absurdas reglas. Además, Anders no había exigido la presencia de un abogado ni de ninguna otra persona, así que, ¿para qué iba a insistir Mellberg?
La sala era pequeña, con escaso mobiliario y las paredes estaban desnudas. Los únicos muebles eran una mesa y dos sillas, ahora ocupadas por Anders Nilsson y Bertil Mellberg. Anders estaba más bien medio tumbado, indolente, con las manos cruzadas sobre el regazo y sus largas piernas estiradas bajo la mesa. En cambio, Mellberg estaba ligeramente inclinado sobre la mesa, con la cara bastante cerca de la de Anders, en la medida de lo soportable, si se tenía en cuenta el aliento no demasiado fresco del sospechoso. Pese a todo, se había acercado lo suficiente como para que las pequeñas gotas de saliva que propulsaban los gritos de Mellberg fuesen a dar en el rostro de Anders.
Éste no se molestó en limpiárselas, sino que decidió fingir que el comisario no era más que una molesta mosca que no valía la pena ni espantar.
– Tú y yo sabemos que fuiste tú quien mató a Alexandra Wijkner. La engañaste para que se tomase los somníferos, la tumbaste en la bañera y le cortaste las venas antes de, tranquilamente, quedarte observando cómo moría desangrada. De modo que, ¿no podemos simplificar las cosas para los dos? Tú confiesas y yo firmo.
Mellberg se sentía muy satisfecho con lo que él consideraba una impresionante introducción al interrogatorio, y se sentó en la silla con las manos cruzadas sobre su enorme estómago. Y esperó. Anders no respondía. El sospechoso seguía con la cabeza ladeada de modo que el cabello ocultaba cualquier expresión de su rostro. Un estremecimiento en la comisura del labio de Mellberg reveló que la indiferencia no era lo que él pensaba que merecía su exhibición. Tras varios minutos más de silencio, golpeó la mesa con el puño con la intención de despertar a Anders de su sopor. Ninguna reacción.
– ¡Me cago en todo, maldito borracho! ¿Crees que puedes salir de ésta quedándote ahí sentado con la boca cerrada? ¡En ese caso, te diré que has ido a dar con el policía equivocado! ¡Vas a decirme la verdad aunque tengamos que pasarnos el día aquí sentados!
Las gotas de sudor manaban abundantes de las axilas de Mellberg a cada sílaba que pronunciaba.
– Estabas celoso, ¿no es cierto? Hemos encontrado los retratos que pintaste de ella y es evidente que os lo hacíais juntos. Y, para despejar cualquier duda, encontramos también las cartas que le escribías. Esas cartas empalagosas y patéticas. ¡Joder, qué basura! ¿Qué vio esa mujer en ti? Quiero decir, mírate. Estás sucio y tienes un aspecto repugnante y tan lejos de un Donjuán como se pueda imaginar. La única explicación que se me ocurre es que ella tuviese algún morbo de ese tipo. Que la excitase la mierda y los borrachos nauseabundos. ¿Se lo hacía también con los demás pellejos de Fjällbacka o sólo trabajaba a tu servicio?
Anders se levantó, raudo como una comadreja, se lanzó sobre la mesa y agarró a Mellberg por la garganta.
– ¡Hijo de puta! ¡Te voy a matar, poli de mierda!
Mellberg intentaba en vano liberarse de las manos de Anders. El rostro se le ponía cada vez más rojo y el cabello cayó de su habitual morada, quedando como un manojo sobre su oreja derecha. Anders soltó la garganta de Mellberg de pura sorpresa y el comisario pudo por fin respirar. Anders volvió a caer en la silla sin dejar de mirar a Mellberg con encono.
– ¡No vuelvas a hacerlo! ¿Me oyes? ¡Nunca vuelvas a hacerlo! -Mellberg sufrió un golpe de tos y tuvo que aclararse la garganta para recuperar la voz-. Te quedarás ahí sentado como un muerto, porque si no, te encierro en tu celda y tiro la llave al río, ¿me oyes?
Mellberg volvió a sentarse, pero mantuvo la mirada atenta fija en la de Anders y halló en ella un atisbo de temor que no había visto antes. Se percató de que su peinado, tan cuidadosamente compuesto, había sufrido un duro golpe y, con mano experta, lo alisó sobre la reluciente superficie de la coronilla, fingiendo que nada había sucedido.
– Bien, volvamos al orden. El caso es que mantenías una relación sexual con la víctima, Alexandra Wijkner, ¿no es así?
Anders murmuró algo, con la cabeza gacha.
– ¿Perdón? ¿Has dicho algo?
– He dicho que nos amábamos.
Sus palabras resonaron entre las paredes desnudas. Mellberg sonrió jocoso.
– De acuerdo, os amabais. La bella y la bestia se amaban. Muy tierno. ¿Y, cuánto tiempo os «amasteis»?
Anders volvió a murmurar una frase inaudible y Mellberg tuvo que pedirle que la repitiera.
– Desde que éramos niños.
– Ah, vaya. De acuerdo. Pero me figuro que no habéis estado revolcándoos como conejos desde que teníais cinco años, así que, permíteme que reformule la pregunta: ¿durante cuánto tiempo mantuvisteis relaciones sexuales? ¿Durante cuánto tiempo estuvo liada contigo a escondidas? ¿Durante cuánto tiempo bailasteis el tango en posición horizontal? ¿Sigo, o has conseguido comprender ya la pregunta?
Anders lo miró lleno de odio, pero hizo un esfuerzo por mantenerse tranquilo.
– No lo sé, de vez en cuando, durante varios años. En realidad no lo sé, comprenderás que no me dedicaba a marcarlo en el almanaque.