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Retiró unos hilachos invisibles del pantalón, antes de proseguir:

– Además, tampoco estaba aquí tan a menudo antes, así que no era muy frecuente. Por lo general, yo me dedicaba sólo a pintarla. Era tan hermosa.

– ¿Qué sucedió la noche que murió? ¿Una riña amorosa? ¿No quería cumplir? ¿O te enfadaste porque estaba preñada? Fue eso, ¿verdad? Estaba preñada y tú no sabías si era tuyo o del marido. Y seguro que te amenazó con hacerte la vida imposible, ¿verdad?

Mellberg se sentía muy satisfecho consigo mismo. Estaba convencido de que Anders era el asesino y, si tocaba con la suficiente firmeza las teclas adecuadas, tenía garantizada su confesión. Seguro. Después, le pedirían y le rogarían que volviese a Gotemburgo. Y él los dejaría rogar de rodillas un tiempo. Lo más probable era que lo tentasen con un ascenso y mejor sueldo si los mantenía en el candelera un tiempo. Se frotó el estómago con satisfacción manifiesta y, en ese momento, notó que Anders lo miraba con los ojos desorbitados. Estaba totalmente pálido, como si hubiese perdido toda la sangre. Y las manos le temblaban, como entre espasmos. Cuando levantó la cabeza y, por primera vez, miró a Mellberg directamente a la cara, el comisario vio que le temblaban los labios y que tenía los ojos llenos de lágrimas.

– ¡Mientes! ¡Es imposible que estuviese embarazada!

Un moco se abría camino bajo la nariz y Anders se lo limpió en la manga. Miraba a Mellberg casi suplicante.

– ¿Cómo que no podía? Los condones no son seguros al cien por cien, ¿sabes? Estaba de tres meses, así que no vengas a exhibir tus dotes de actor. Estaba preñada y tú sabes muy bien cómo sucedió. Pero si fuiste tú o si fue su marido el que se lo hizo…, bueno, eso no se sabrá nunca, ¿a que no? Es la maldición del hombre, te lo aseguro. A mí han estado a punto de dármela varias veces, pero ninguna pelandusca ha conseguido hasta ahora que le firme ningún papel -afirmó Mellberg con una sonrisa que más parecía un cacareo.

– Verás, no porque sea asunto tuyo, pero no habíamos tenido relaciones desde hacía más de cuatro meses. Y ya no quiero hablar más contigo. Llévame otra vez a la celda, porque no pienso decir una palabra más.

Anders sollozaba terriblemente y las lágrimas amenazaban con brotar a cada momento. Se retrepó en la silla con los brazos cruzados sobre el pecho y una mirada hostil clavada en Mellberg que, suspirando pesadamente, atendió su exigencia.

– Bueno, seguiremos dentro de un par de horas. Y, para que lo sepas, no me creo una mierda de lo que me dices. Piensa en ello mientras estés en la celda. La próxima vez que hablemos, quiero una confesión completa.

Se quedó un rato sentado después de que hubiesen conducido a Anders a la celda. Aquel borracho apestoso no había confesado, lo que le parecía del todo incomprensible. Sin embargo, la mejor carta, aún la tenía intacta. La última vez que habían oído a Alexandra Wijkner con vida fue el viernes 25 de enero a las siete y cuarto de la tarde, exactamente una semana antes de que la encontrasen muerta. Según Telia, había hablado con su madre durante cinco minutos y cincuenta segundos. Y eso encajaba con el marco temporal indicado por el forense. Gracias a la vecina, Dagmar Petrén, tenía testigos de que Anders Nilsson había visitado a la víctima no sólo el mismo viernes por la tarde, justo antes de las siete, sino que, además, lo habían visto entrar en la casa en varias ocasiones la semana siguiente. Y entonces, Alexandra Wijkner yacía ya muerta en la bañera.

La confesión le habría facilitado a Mellberg el trabajo de modo significativo, pero aunque Anders se mostrase duro de pelar, él tenía el convencimiento de que lograría que lo condenasen. En efecto, no sólo contaba con el testimonio de la señora Petrén, sino que, en su escritorio, tenía además el informe del registro de la casa de Alex Wijkner. Lo más interesante eran los datos obtenidos de la investigación del cuarto de baño en el que la encontraron. No sólo porque, en la sangre coagulada del suelo, identificaron la huella de una pisada que encajaba perfectamente con un par de zapatos que habían incautado en el apartamento de Anders sino que, además, habían hallado sus huellas dactilares en el cuerpo de la víctima. No tan claras como lo habrían sido de estar en una superficie lisa y dura, pero evidentes e igualmente fáciles de identificar.

No había querido quemar todos los cartuchos el mismo día, pero en el próximo interrogatorio sacaría toda la artillería. Y aplastaría a ese indeseable por cojones.

Más que ufano, se escupió en la palma de la mano y se alisó el cabello con la saliva.

La llamada telefónica vino a interrumpirla en mitad de sus anotaciones sobre la conversación mantenida con Henrik Wijkner. Erica dejó molesta el teclado y extendió el brazo en busca del teléfono.

– ¿Sí? -contestó en tono algo más irritado de lo que pretendía.

– Hola, soy Patrik. ¿Llamo en mal momento?

Erica se enderezó enseguida en la silla lamentando no haber sido más amable al responder.

– No, en absoluto, sólo estaba escribiendo, y estaba tan absorta en lo que hacía, que me he sobresaltado con el teléfono y por eso te habrá sonado un tanto…, pero no, no es mal momento en absoluto, está bien, quiero decir…

Se llevó la mano a la frente al oírse a sí misma explicarse como una quinceañera. Ya era hora de despabilar y meter las hormonas en cintura. Aquello era ridículo.

– Pues verás, estoy en Fjällbacka y pensaba que si estabas en casa, tal vez pudiera pasarme un rato.

Patrik sonaba seguro de sí mismo, viril, firme y tranquilo, y Erica se sintió más ridicula aun por haber tartamudeado como una adolescente. Se miró la vestimenta que, aquel día, se componía de un chándal algo sucio, y se pasó la mano por la cabeza para sondear el peinado. Y sí, tal y como se temía: una coleta alta y medio deshecha con mechones disparados en todas direcciones. La situación bien podía calificarse de catastrófica.

– ¿Oye? ¿Erica? ¿Estás ahí? -Patrik preguntaba extrañado.

– Sí, sí, aquí estoy. Es que me pareció que tu móvil se cortaba.

Erica se llevó la mano a la frente por segunda vez en escasos segundos. Dios del cielo, ni que fuera principiante.

– Hoooolaaaa. Erica, ¿me oyes? ¿Hola?

– Eh…, sí, claro, ven a hacerme una visita. Dame tan sólo un cuarto de hora porque…, verás, estoy terminando una parte importante del libro que quisiera dejar lista.

– Claro, desde luego. ¿Estás segura de que te va bien? De todos modos, vamos a vernos mañana, así que…

– No, por favor. En serio. Dame quince minutos y listo.

– De acuerdo, nos vemos en quince minutos.

Erica colgó despacio el auricular y respiró unos segundos profundamente, esperanzada. El corazón le latía tan fuerte que oía sus pulsiones. Patrik iba camino de su casa. Patrik iba… Dio un respingo, como si le hubiesen echado un jarro de agua fría, antes de ponerse de pie de un salto. Él llegaría dentro de un cuarto de hora y ella tenía aspecto de llevar una semana sin ducharse y sin peinarse. Echó a correr escaleras arriba, subiendo los peldaños de dos en dos, mientras se quitaba la sudadera del chándal. Ya en el dormitorio se quitó los pantalones y a punto estuvo de caerse, pues quiso hacerlo sin parar de moverse.

Fue al cuarto de baño y se lavó debajo del brazo mientras elevaba una plegaria de gratitud por haberse afeitado las axilas cuando se duchó por la mañana. Un poco de perfume rociado en las muñecas, entre los pechos y en el cuello, donde pudo sentir con los dedos sus pulsaciones. El armario recibió un trato poco delicado y, hasta que no tuvo la mayoría de la ropa sobre la cama, no se decidió por un sencillo jersey negro de Filippa K y la falda compañera, entallada y también negra, que le llegaba por los tobillos. Miró el reloj. Le quedaban diez minutos. De vuelta al cuarto de baño. Polvos compactos, máscara de pestañas, brillo de labios y una sombra de ojos de color claro. No necesitaba colorete, ya tenía la cara bastante roja. Lo que ella pretendía con el maquillaje era conseguir un aspecto limpio de rostro sin maquillar; pero cada año que pasaba necesitaba más cantidad de maquillaje para conseguirlo.