Asintió puerilmente para subrayar hasta qué punto respetaba el secreto profesional del doctor Jacobsson.
– Y tan joven como era. Desde luego que una se pregunta qué puede haber detrás de todo. Personalmente, siempre he pensado que la muchacha parecía un tanto sobreexcitada. Yo conozco a Birgit, su madre, desde hace muchos años y sé que es una mujer que tiene los nervios a flor de piel, y esas cosas, ya se sabe, son hereditarias. Y creída también se volvió, me refiero a Birgit, cuando a Karl-Erik le dieron ese buen puesto de director en Gotemburgo. A partir de entonces, Fjällbacka dejó de ser lo bastante buena. No, ya sólo contaba la gran ciudad. Pero te digo una cosa, el dinero no le da la felicidad a nadie. Si la chiquilla hubiese tenido la oportunidad de crecer aquí en lugar de desarraigarla y llevarla a la capital, seguro que no habría terminado así. Incluso me atrevería a creer que enviaron a la pobre criatura a una escuela suiza, y ya se sabe cómo son las cosas en esos sitios, son experiencias que marcan el alma para toda la vida. Antes de marcharse era la niña más alegre y desenvuelta que había por aquí. Vosotras jugabais de niñas, ¿no? Eso es, bueno, yo no tengo más remedio que pensar que…
Elna continuó su monólogo y Erica, que no veía el fin del desastre, empezó a buscar febrilmente una excusa para zafarse de la conversación, que comenzaba a cobrar un tinte cada vez más desagradable. Y vio su oportunidad en el momento en que Elna hizo una pausa para recobrar el aliento.
– Ha sido un placer hablar contigo, pero, por desgracia, debo irme ya. Comprenderás que tengo muchas cosas que hacer.
Adoptó un gesto de máximo patetismo y deseó con todas susfuerzas haber logrado tentar a Elna para que se diese por vencida y siguiese su camino.
– ¡Por supuesto, querida! ¿En qué estaré pensando? Todo esto debe de ser muy duro para ti, justo después de la tragedia que le sobrevino a tu propia familia. Te ruego que disculpes la falta de tacto de esta anciana.
A aquellas alturas, Elna se había conmovido a sí misma hasta el punto de que casi se echa a llorar, por lo que Erica asintió benevolente y se apresuró a despedirse. Con un suspiro de alivio, prosiguió su paseo hasta el súper de Eva rogando no encontrarse con más señoras ávidas de información.
Pero no la acompañó la suerte. Varios habitantes de Fjällbacka, inmisericordes, la frieron a preguntas, de modo que la joven no se atrevió a respirar tranquila hasta que no vio la fachada de su casa. Sin embargo, uno de los comentarios que había oído le hizo mella. Los padres de Alex habían llegado a Fjällbacka la noche anterior, ya tarde, y vivían en casa de la hermana de Birgit.
Erica dejó las bolsas de la compra sobre la mesa de la cocina y empezó a colocar su contenido. Pese a sus buenos propósitos, las bolsas no estaban tan llenas de alimentos sanos como ella había planeado antes de entrar en la tienda. Pero ¿cuándo, si no en un día tan penoso como aquél, podría permitirse el lujo de comprarse unas golosinas? Muy a propósito, ya le rugía el estómago, de modo que colocó en un plato dos bollos de canela, como doce puntos rojos en la ficha de El peso ideal, que se sirvió acompañados de una taza de café.
Era muy agradable sentarse a mirar el familiar paisaje que se extendía al otro lado de la ventana, pero aún no se había habituado a la tranquilidad de la casa. Cierto que había estado sola allí con anterioridad, pero no era lo mismo. Entonces había una presencia, la conciencia de que alguien podía entrar por la puerta en cualquier momento. Ahora, en cambio, era como si se hubiese esfumado el espíritu mismo de la casa.
Allí, junto a la ventana, estaba la pipa de su padre, esperando que la cargasen. El aroma aún impregnaba la cocina, pero Erica tenía la sensación de que se atenuaba cada día.
Siempre le había encantado el olor a tabaco de pipa. Cuando era pequeña, solía sentarse en el regazo de su padre, con los ojos cerrados y la cabeza contra su pecho. El humo del tabaco se infiltraba en sus ropas y su olor fue, durante su niñez, símbolo de seguridad.
La relación de Erica con su madre había sido infinitamente más compleja. No era capaz de recordar un solo momento de su niñez y adolescencia en que su madre le hubiese dado una muestra de cariño, un abrazo, una palmadita, una palabra de consuelo. Elsy Falck era una mujer dura e intransigente que mantenía un orden impecable en el hogar pero que no se permitía a sí misma la menor alegría en la vida. Era profundamente religiosa y, como tantos de los habitantes de los pueblos costeros de Bohuslän, había crecido en uno que seguía marcado por las enseñanzas del pastor Schartaus. Desde niña le había tocado aprender que la existencia era un sufrimiento sin fin y que recibiría su premio en la otra vida. Erica se preguntaba qué habría visto en Elsy su padre, hombre de carácter apacible y de excelente humor y en alguna ocasión, en un arrebato de ira adolescente, había soltado la pregunta. Su padre no se enfadó. Simplemente, se sentó y le pasó el brazo por los hombros antes de hacerle ver que no debía juzgar tan duramente a su madre. Hay personas a las que les cuesta más que a otras mostrar sus sentimientos, le explicó acariciándole las mejillas, aún encendidas por la indignación. Pero ella no lo escuchó y siguió convencida de que su padre había intentado encubrir lo que para Erica era una evidencia: su madre no la había querido jamás y ella debería arrastrar tal realidad el resto de su vida.
Tuvo el impulso de ir a visitar a los padres de Alexandra y decidió seguirlo. Era difícil perder a los padres, pero, pese a todo, así eran las leyes de la naturaleza. En cambio, perder a un hijo, debía de ser terrible. Además, Alexandra y ella fueron en su día las mejores amigas. Cierto que hacía cerca de veinticinco años, pero gran parte de sus felices recuerdos de la infancia estaban íntimamente relacionados con Alex y su familia.
La casa parecía desierta. Los tíos de Alexandra vivían en la calle de Tallgatan, a medio camino entre el centro de Fjällbacka y el camping de Sälvik. Las casas se alineaban en la cima de una colina y el manto de césped de los jardines en hilera descendía abrupto hasta la calle, por la parte que daba al mar. La puerta estaba en la partetrasera de la casa y Erica dudó un instante, antes de llamar al timbre. El sonido retumbó hasta desaparecer. No se oía nada en el interior de la casa y ya estaba a punto de darse media vuelta cuando la puerta empezó a abrirse poco a poco.
– ¿Sí?
– Hola, soy Erica Falck. Yo fui quien…
Dejó el resto de la frase en el aire. Se sentía ridicula por haberse presentado con tanta formalidad. Ulla Persson, la tía de Alex, la conocía perfectamente. Ella y su madre participaron activamente en la asociación parroquial durante muchos años y, algunos domingos, Ulla iba a su casa a tomar café.
La mujer se hizo a un lado para que Erica entrase en el vestíbulo. No había en toda la casa una sola lámpara encendida. Claro que no anochecería hasta dentro de unas horas, pero ya empezaba a caer el ocaso y las sombras se alargaban proyectadas en las paredes. Desde la habitación que quedaba justo enfrente del vestíbulo se oían apagados sollozos. Erica se quitó los zapatos y el abrigo y se sorprendió intentando moverse sin hacer el menor ruido y con delicadeza, pues el ambiente que reinaba en la casa no propiciaba otra cosa. Ulla entró en la cocina y le indicó a Erica que continuase hasta la sala de estar. Una vez dentro, cesó el llanto. En el sofá colocado ante un gran ventanal de vista panorámica, estaban sentados Birgit y Karl-Erik Carlgren, que se abrazaban con gesto desesperado. Los dos tenían el rostro ajado y bañado en llanto y Erica sintió que estaba irrumpiendo en una esfera de absoluta privacidad. Un ámbito en el que tal vez no debiera entrometerse. Sin embargo, ya era demasiado tarde para lamentaciones.
Se sentó despacio en el sofá que había enfrente, con las manos cruzadas sobre las rodillas. Nadie había pronunciado una sola palabra desde que entró en la habitación.