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– Pero ¿no habéis hecho ya un registro en su casa?

– Sí, pero puede que no nos fijásemos en lo que debíamos. Sólo quiero comprobar una cosa. Venga, vamos.

Dijo las últimas palabras ya en la puerta, camino de la calle, así que Erica se puso una cazadora y salió tras él a toda prisa.

La casa parecía pequeña y desvencijada. No comprendía en absoluto que hubiese gente capaz de vivir de aquel modo. Que pudiesen arrastrar una existencia tan triste y gris, tan… pobre. Pero así era el orden de las cosas en este mundo. Tenía que haber ricos y pobres. Y ella se sentía agradecida por haber tenido la suerte de pertenecer a la primera categoría, en lugar de a la segunda. Ella no habría servido para ser pobre. Una mujer como ella, nacida para vestirse de pieles y cubrirse de diamantes.

La mujer que le abrió la puerta cuando llamó no habría visto en su vida un diamante de verdad. Toda ella era de un color pardusco. Nelly miró con repugnancia la deshilachada rebeca de Vera, así como las manos resecas y estropeadas con las que cruzaba la prenda sobre el pecho. Vera no dijo nada; se quedó en silencio en el umbral y, después de mirar nerviosa a su alrededor, Nelly se vio obligada a preguntarle:

– Bueno, ¿me vas a invitar a pasar o quieres que nos quedemos aquí todo el día? A ninguna de las dos nos interesa que me vean aquí, ¿no?

Vera seguía sin decir nada, pero retrocedió unos pasos hacia el vestíbulo, para que Nelly pudiese entrar.

– Tú y yo tenemos que hablar, ¿no es cierto?

Nelly se quitó con elegancia los guantes que siempre llevaba cuando salía y miró con asco a su alrededor. El vestíbulo, la sala de estar, la cocina y un pequeño dormitorio. Vera iba tras ella con la cabeza gacha. Las habitaciones eran oscuras y tristes. El papel de las paredes había visto sin duda días mejores. Nadie se había preocupado de retirar el suelo de linóleo para dejar ver el parqué que había debajo, como la mayoría de los propietarios de las casas antiguas habían hecho ya. En cambio, todo estaba reluciente y reinaba el orden más absoluto. Ni un rincón sucio, sólo una deprimente desesperanza que se respiraba por todas partes, de arriba abajo.

Nelly se sentó despacio en el borde del viejo sillón de la sala. Como si fuese ella quien habitaba aquella casa, le indicó a Vera que tomase asiento en el sofá. Vera obedeció y, como ella, se sentó también en el borde. Parecía tranquila, salvo por las manos, que retorcía sin parar sobre las rodillas.

– Es importante que sigamos guardando silencio. Lo comprendes, ¿verdad?

Nelly hablaba con voz exigente. Vera asintió, siempre con la mirada clavada en las rodillas.

– La verdad es que no puedo decir que lamente lo de Alex. Recibió lo que se merecía. Supongo que estás de acuerdo conmigo. Esa zorra habría terminado mal tarde o temprano. Yo ya lo sabía.

Vera reaccionó ante la forma en que Nelly se había expresado mirándola fugazmente, aunque seguía sin decir nada. Nelly sentía un gran desprecio por aquella criatura simple y triste que no parecía tener el más mínimo rastro de voluntad propia. Típico de la clase trabajadora, aquello de andar siempre inclinados. No es que ella considerase que debía ser de otro modo, pero no podía dejar de sentir desprecio por esa gente sin clase, sin estilo. Lo que más la irritaba era depender de Vera Nilsson. Pero, costase lo que costase, no le quedaba otro remedio que asegurarse el silencio de Vera. Ya lo había conseguido antes y volvería a conseguirlo ahora.

– Lástima que las cosas hayan ido como han ido, pero ahora es más importante que nunca no precipitarse. Todo debe seguir como hasta el momento. No podemos cambiar el pasado y no hay razón alguna para sacar a relucir un montón de habladurías.

Nelly abrió el bolso y sacó un sobre blanco que dejó sobre la mesa.

– Esto te llenará un poco el monedero. Venga, cógelo.

Nelly empujó el sobre hacia ella. Vera no lo tomó, pero se quedó mirándolo.

– Siento que a Anders le haya ido como le ha ido. Aunque puede que incluso sea lo mejor que podía pasarle. Quiero decir que en la cárcel no le será fácil beber alcohol.

Nelly comprendió enseguida que había ido demasiado lejos. Vera se levantó despacio del sofá y, con un dedo tembloroso, señaló hacia la puerta.

– ¡Fuera!

– Pero, querida Vera, no te lo tomes…

– ¡Fuera de mi casa! Anders no irá a la cárcel y tú puedes coger tu asqueroso dinero e irte al infierno, vieja repugnante. Yo sé bien de dónde has salido tú y no importa cuánto intentes disimularlo con caros perfumes. El olor a mierda se huele a la legua.

Nelly retrocedió horrorizada al ver el odio desnudo reflejado en los ojos de Vera, que tenía los puños cerrados, la espalda recta y los ojos clavados en los de Nelly. Todo su cuerpo parecía temblar acausa de la ira acumulada durante años. Nada quedaba ya de la sumisión que le había mostrado antes y Nelly empezaba a sentirse muy incómoda con la situación. Vaya manera de reaccionar. Ella sólo le había dicho las cosas como eran. Uno debía estar preparado para digerir la verdad. La dama se apresuró en dirección a la puerta.

– ¡Lárgate de aquí y no vuelvas nunca!

Vera prácticamente la echó de la casa y, justo antes de cerrar la puerta de un golpe, tiró el sobre a la calle. Nelly se vio obligada a agacharse y recogerlo. Cincuenta mil coronas no era cantidad como para dejarla tirada en el suelo, por más que se sintió humillada al comprobar que los vecinos la vieron a través de las cortinas mientras rebuscaba entre la grava. ¡Qué mujer tan desagradecida! Bien, ya se mostraría más sumisa cuando empezase a necesitar dinero y nadie quisiese contratarla como limpiadora. Su trabajo en la residencia de los Lorentz se había acabado para siempre, desde luego. Y no sería tarea difícil hacer que se le terminasen los demás trabajos también. Nelly procuraría que Vera tuviese que arrastrarse a la oficina de servicios sociales antes de que hubiese acabado con ella. Nadie insultaba a Nelly Lorentz impunemente.

Se sentía como si caminase a través del agua. Las articulaciones pesadas y rígidas después de haber pasado la noche en la camilla del calabozo, y la cabeza como llena de algodón por la falta de alcohol. Anders echó un vistazo a su apartamento. El suelo estaba sucio de las pisadas de la policía, pero a él no le importaba demasiado. Un poco de mugre en las esquinas no le había molestado nunca.

Sacó del frigorífico un paquete de seis cervezas y se echó boca arriba en el colchón de la sala de estar. Apoyado en el codo izquierdo, abrió la cerveza con la mano derecha y empezó a beber con avidez, a largos tragos, hasta que no quedó ni una gota en la lata, que salió volando en un amplio arco a través de la sala para caer con un golpe metálico en el rincón opuesto. Una vez aplacado el deseo más acuciante, se tumbó del todo en el colchón con las manos cruzadas en la nuca. Los ojos clavados en el techo, la mirada errabunda, se permitió por un instante perderse en los recuerdos de tiempos ya pretéritos. Tan sólo en el pasado hallaba su espíritu algo de sosiego. Entre esos breves momentos que se permitía para rememorar escenas de épocas mejores, el dolor le destrozaba el corazón con insoportable fiereza. Lo maravillaba que un periodo de tiempo pudiese percibirse a la vez tan lejano y tan próximo.

Siempre brillaba el sol en sus recuerdos. El asfalto estaba caliente bajo sus pies descalzos y sus labios sentían el perpetuo sabor salado a agua del mar. Curiosamente, nunca recordaba más que los veranos. Ningún invierno. Ningún día gris. Ni tampoco lluvia. Sólo el sol radiante en un claro cielo azul y una leve brisa que cortaba el reluciente espejo del mar.

Alex con ligeros vestidos veraniegos que envolvían sus piernas. El rubio cabello, que ella se negaba a cortarse y que le llegaba por debajo de la cintura. A veces incluso recordaba su olor con tal intensidad que le cosquilleaba la nariz y le despertaba el deseo. Fresas, agua salada, champú Timotei. En ocasiones mezclado con un ligero olor a sudor, en absoluto desagradable, si habían ido en bicicleta a la carrera, como locos, o si habían trepado por una montaña hasta que las articulaciones casi dejaban de responder. Entonces se tumbaban cuan largos eran en la cima del monte Vedde, por ejemplo, con los pies apuntando hacia el mar y las manos cruzadas sobre el vientre. Alex en medio, entre los dos, con el cabello extendido y mirando al cielo. En contadas y preciosas ocasiones, ella les tomaba una mano a cada uno y, por un instante, era como si fuesen una sola persona en lugar de tres.