Patrik ya había tomado el desvío hacia Tanumshede por Grebbestad cuando recibió la llamada de Mellberg. De modo que giró hacia el campo de golf de Fjällbacka para dar la vuelta. Suspiró resignado. Ya estaba avanzada la tarde y tenía montones de cosas que hacer en la comisaría. No debería haberse quedado tanto tiempo en Fjällbacka, pero la compañía de Erica ejercía una atracción especial sobre él. Se sentía como si lo absorbiese un campo magnético tan poderoso que, para liberarse, necesitaba invertir tanta fuerza física como de voluntad. Otro suspiro. Aquello sólo podía terminar de un modo: mal. No hacía tanto que había logrado superar el dolor después de la separación de Karin y ya iba de cabeza en busca de otra fuente de dolor. Para que luego digan que no hay masoquistas. Le había costado más de un año reponerse de la separación. Había pasado incontables noches ante el televisor para, sin verlas en realidad, ver series de calidad del tipo de Texas Ranger o Misión Imposible. Incluso la teletienda le parecía mejor alternativa que tumbarse solo en la cama de matrimonio, para retorcerse, mientras las imágenes de Karin en la cama con otro hombre desfilaban por su mente como una mala telenovela. Pese a todo, la atracción que sentía al principio por Karin no podía compararse con la que ahora le inspiraba Erica. Y la lógica le susurraba malévola si, por tanto, no sería mayor la caída.
Como de costumbre, tomó demasiado deprisa las últimas curvas antes de entrar en Fjällbacka. Este caso empezaba a sacarlo de quicio. Pagó su frustración con el coche y se convirtió en un auténtico peligro público cuando tomó la última curva antes de la cuesta abajo hasta el lugar donde, en otro tiempo, se alzaba el viejo silo, ahora desaparecido. En su lugar habían construido casas y cobertizos de pesca al estilo antiguo. Los precios rondaban los dos millones de coronas y a Patrik no dejaba de sorprenderle que la gente tuviese tanto dinero como para permitirse una casa para veranear por semejante suma.
Un motociclista apareció como de la nada en medio de la curva y Patrik se vio obligado a dar un volantazo. El corazón le latía desbocado y, al final, redujo a una velocidad inferior a la permitida. Faltó poco. Una ojeada al espejo retrovisor lo confirmó en la suposición de que el motociclista seguía entero sobre su vehículo y podía proseguir su viaje.
Continuó por la carretera, sin desviarse, pasando por delante de la pista de minigolf hasta llegar al cruce de la gasolinera. Allí giró a la izquierda, en dirección a los edificios de inquilinos. Una vez más pensó en lo horrendos que eran. De color marrón y blanco y estilo años sesenta, como cubos esparcidos al sur del acceso a Fjällbacka. Se preguntó cómo se lo habría planteado el arquitecto que los diseñó. ¿Habría puesto todo su empeño en hacerlos lo más feos posible, como si se tratase de un experimento? ¿O simplemente, no le importaba lo más mínimo? Lo más probable es que fuesen resultado de la fiebre del programa millonario de los sesenta. «Viviendas para todos». Lástima que no lo hubiesen ampliado a «Bonitas viviendas para todos».
Dejó el coche en el aparcamiento y entró en el primer portal. Numero cinco. El de Anders, pero también el de la testigo Jenny Rosen. Vivían en la segunda planta. Llegó al descansillo resoplando y pensó que, últimamente, había hecho demasiado poco ejercicio y había comido demasiados dulces. Él no había sido nunca una maravilla haciendo deporte, pero jamás había llegado a aquellos extremos.
Se detuvo un instante frente a la puerta de Anders y aplicó el oído. No se oía lo más mínimo. O no estaba en casa o estaba fuera de combate.
La puerta de Jenny quedaba a la derecha, es decir, justo enfrente de la de Anders, que vivía a la izquierda según se subía. La joven había cambiado la habitual placa con el nombre por una propia, de madera, donde se leían los nombres de Jenny y Max Rosen en recargada caligrafía y decoración de rosas que se entrelazaban por todo el borde. Dedujo que estaba casada.
Jenny había llamado a la comisaría para dejar su testimonio aquella mañana, a hora bien temprana, y Patrik esperaba que aún estuviese en casa. El día anterior, cuando estuvieron llamando a las puertas de todos los vecinos de la planta, no había nadie en casa, pero habían dejado una tarjeta de visita en la que le rogaban que llamase a la comisaría cuando volviese. De ahí que no hubiesen recibido hasta hoy la información sobre la hora en que Anders llegó a su casa la tarde que murió Alex.
La campanilla del timbre resonó en el apartamento desatando enseguida el llanto enrabiado de un niño. Se oyó un ruido de pasos en el vestíbulo y, más que verlo, intuyó que alguien lo observaba por la mirilla de la puerta. Después oyó cómo quitaban la cadena de seguridad y la puerta se abrió.
– ¿Sí?
Una mujer con un niño de un año aproximadamente apareció en el umbral. Era muy delgada y tenía el cabello tintado de rubio intenso. A juzgar por las raíces, el color natural de su pelo estaba entre castaño oscuro y moreno, lo que confirmaban un par de ojos castaños muy oscuros. Iba sin maquillar, tenía aspecto de cansancio y vestía un par de pantalones de chándal raídos y con rodilleras y una camiseta con un gran logotipo de Adidas en el pecho.
– ¿Jenny Rosen?
– Sí, soy yo. ¿Qué ocurre?
– Soy Patrik Hedström, de la comisaría. Llamaste esta mañana y me gustaría hablar contigo sobre la información que nos diste.
Patrik hablaba en voz baja, para que no se oyese en el apartamento contiguo.
– Entra.
Era un apartamento pequeño, de una sola habitación, y estaba claro que allí no vivía ningún hombre. Al menos, ninguno mayor de un año. La vivienda era una explosión de rosa. Todo allí era rosa. Las alfombras, los manteles, las cortinas, las lámparas…, todo. Los lazos también parecían motivo apreciado, y los había más que de sobra en lámparas y candelabros. Los cuadros de las paredes subrayaban aun más el talante romántico de la propietaria. Rostros de mujer difuminados precedidos de bandadas de pájaros en pleno vuelo. Y, sobre la cama, un cuadro que representaba a un niño llorando.
Se sentaron en un sofá blanco de piel y, gracias a Dios, la joven no le ofreció café: ya había tenido bastante por hoy. Se sentó al niño en las rodillas, pero el pequeño no paraba de moverse, así que lo sentó en el suelo, donde empezó a dar vueltas con movimientos aún torpes.
A Patrik le llamó la atención lo joven que era la mujer. Apenas si acabaría de dejar atrás la adolescencia y no le calculaba más de dieciocho. Pero sabía que no era inusual que, en los pueblos pequeños como aquel, la gente tuviese un hijo o dos antes de cumplir los veinte siquiera. Cuando la oyó llamar Max al niño, concluyó que el padre no vivía con ellos. Lo que tampoco era inusual. Las relaciones a edad tan temprana no solían superar la prueba de un bebé.
Patrik sacó su bloc de notas.
– Veamos, fue hace dos viernes, el veinticinco, cuando viste a Anders Nilsson llegar a casa hacia las siete, ¿correcto? ¿Cómo puedes estar tan segura de la hora?
– Nunca me pierdo la emisión de mi serie favorita que empieza a las siete y justo antes, oí un gran escándalo fuera. Nada anormal, te lo aseguro. En casa de Anders siempre hay jaleo. Sus compañeros de afición van y vienen a todas las horas imaginables del día y de la noche y, de vez en cuando, viene hasta la policía. De todos modos, fui a mirar por la mirilla. Y allí estaba, borracho como una cuba e intentando meter la llave en la cerradura, pero ésta habría tenido que ser gigante para que lo hubiese conseguido, porque no atinaba. De todos modos, al final, se las arregló para abrirla y entró. Entonces oí la sintonía de mi serie favorita y me apresuré a sentarme frente al televisor.
La joven mordía nerviosa un mechón de su largo cabello. Patrik observó que se comía las uñas hasta donde era físicamente posible y que, en lo que quedaba, había restos de esmalte de color rosa chillón.