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Max había estado trabajando duro por bordear la mesa en dirección a Patrik y, con gesto triunfal, llegó a la meta y se agarró de la pernera de su pantalón.

– Arriba, arriba, arriba -repetía el pequeño. Patrik miró a Jenny sin saber qué hacer.

– Sí, claro, cógelo. Parece que le gustas.

Con movimientos inexpertos, Patrik tomó al niño, se lo sentó en las rodillas y le dio su llavero para que jugase con él. La cara del pequeño se iluminó como un sol y le dedicó una gran sonrisa que dejó ver sus dos dientes como dos granitos de arroz, Patrik se sorprendió a sí mismo al devolverle la sonrisa. Algo se estremeció en su pecho. Si las cosas se hubiesen desarrollado de otro modo, a estas alturas él podría tener en sus rodillas a su propio hijo. Mientras reflexionaba sobre ello, acarició la pelusilla de la cabeza del pequeño.

– ¿Qué tiempo tiene?

– Once meses. Me tiene entretenida, te lo aseguro.

El rostro de la joven se inundó de ternura al mirar a su hijo y Patrik reparó de repente en lo bonita que era, pese a su aspecto de cansancio. No podía ni imaginar lo dura que debía de ser su condición de madre soltera, y a su edad. Aquella joven debería salir a divertirse con sus amigos y vivir la vida. En cambio, dedicaba las noches a cambiar pañales y a las tareas domésticas. Como para ilustrar las tensiones que sobrellevaba, la muchacha tomó un cigarrillo de un paquete que había sobre la mesa y lo encendió. Con fruición, dio una honda calada antes de ofrecerle el paquete a Patrik. Él negó con un gesto. Tenía una opinión muy concreta sobre lo de fumar en la misma habitación que un niño, pero no era asunto suyo, sino de la madre del pequeño. Personalmente, no alcanzaba a comprender cómo nadie podía dedicarse a chupar algo que sabía tan condenadamente mal como un cigarrillo.

– ¿No pudo haberse marchado después otra vez?

– Aquí se oye hasta un alfiler que caiga en el descansillo. Todos los que vivimos aquí tenemos un control férreo sobre quién entra y sale y cuándo lo hace. Estoy totalmente segura de que Anders no volvió a salir.

Patrik comprendió que no conseguiría mucho más. Por pura curiosidad, le preguntó:

– ¿Qué pensaste al oír que Anders era sospechoso de asesinato?

– Que era un bulo.

Dio otra larga calada y expulsó el humo formando anillos. Patrik tuvo que contenerse para no hablar de los riesgos de los fumadores pasivos. Max, por su parte, seguía en su rodilla, muy ocupado en chupar su llavero. Lo sostenía entre sus manos gordezuelas y, de vez en cuando, miraba a Patrik, como para agradecerle que le hubiese prestado aquel fantástico juguete.

Jenny prosiguió:

– Desde luego que Anders es un verdadero desastre, pero no sería capaz de matar a nadie. Es un tío legal. De vez en cuando, llama a mi puerta para pedirme un cigarrillo y, esté borracho o no, siempre es legal. En alguna que otra ocasión, le he pedido que se quede con Max mientras yo iba a comprar. Pero eso sólo cuando está sobrio, claro. Si no, nunca.

La joven apagó el cigarrillo en un cenicero repleto de colillas.

– En realidad, los borrachos de por aquí no son mala gente. Pobres desgraciados que consumen su vida bebiendo juntos. Sólo se hacen daño a sí mismos.

Echó hacia atrás la cabeza para apartar el pelo de la cara y extendió el brazo otra vez en busca del paquete de tabaco. Tenía los dedos amarillentos por la nicotina y, al parecer, este cigarrillo le sabía tan bien como el primero. Patrik empezaba a notar el humo y tampoco creía que pudiese obtener más información útil. Max protestó cuando lo bajó de sus rodillas y se lo entregó a Jenny.

– Bien, gracias por tu colaboración. Seguro que volveremos a llamarte.

– Bueno, aquí estaré. No pienso irme a ninguna parte.

El cigarrillo se consumía en el cenicero y el humo empezó a ascender en dirección a Max, que cerró los ojos irritado. Seguía mordisqueando las llaves y miraba a Patrik como retándolo a quitárselas. Patrik no tenía otro remedio, así que empezó a tirar con cuidado, pero los granos de arroz que Max tenía por dientes resultaron ser mucho más fuertes de lo que él creía. Por si fuera poco, el llavero estaba a aquellas alturas por completo empapado de babas y era difícil sujetarlo sin que resbalase. Tiró, pues, algo más fuerte, a lo que el niño respondió con un gruñido de insatisfacción.

Experta en ese tipo de situaciones, Jenny logró, con un firme tirón, quitarle a Max el llavero, que le devolvió a Patrik. Max gritaba a pleno pulmón sin ocultar su disgusto ante el curso desfavorable que para él habían tomado los acontecimientos. Sujetándolo entre el pulgar y el índice, Patrik intentó secarlo discretamente en la pernera antes de guardárselo en el bolsillo.

Jenny y un Max lloroso lo acompañaron hasta la puerta. Lo último que vio antes de que ésta se cerrase fueron las grandes lágrimas que rodaban por las sonrosadas mejillas del bebé. En algún lugar de su corazón, sintió una punzada.

La casa resultaba ahora demasiado grande para él. Henrik iba de una habitación a otra. Todo lo que allí había le recordaba a Alexandra. Cada centímetro había sido objeto de sus cuidados y su amor. A veces se preguntaba si no habría sido por la casa por lo que había aceptado ser su pareja. La relación no empezó en serio para ambos hasta que no la llevó a la casa. Él, por su parte, había sido serio desde el día en que la vio en un encuentro universitario para estudiantes extranjeros. Alta y rubia, con un aura de inaccesibilidad que lo atrajo más que ninguna otra cosa en la vida. Jamás había deseado algo tan ardientemente como había deseado a Alex. Y estaba acostumbrado a conseguir lo que quería. Sus padres habían estado demasiado ocupados con sus propias vidas y no solían quedarles ganas de invertir ninguna energía en la suya.

El tiempo que no se ocupaban de la empresa, se esfumaba en infinidad de actos sociales. Galas benéficas, cócteles, cenas con conocidos del mundo de los negocios. Henrik tenía que quedarse en casa con la canguro y lo que mejor recordaba de su madre era el rastro que dejaba su perfume cuando lo besaba al marcharse, con la mente ya puesta en algún frivolo evento. En compensación, no tenía más que señalar cualquier cosa y enseguida la tenía. Nunca le habían negado nada material, aunque se lo daban con indiferencia, del mismo modo que, distraídamente, se acaricia al perro que mendiga la atención del amo.

Con Alex, Henrik se enfrentó por primera vez en su vida a algo que no podía conseguir con tan sólo pedirlo. Ella era inaccesible y difícil y, por ello, irresistible. El la había cortejado con tesón y sin descanso. Rosas, cenas, regalos y cumplidos. No regateó en esfuerzos. Y ella, aunque reacia, se había dejado cortejar y guiar hasta el inicio de una relación. No es que Alex protestase, no; jamás habría podido obligarla, pero con indiferencia. Y hasta aquel verano en que la llevó a Gotemburgo y entraron en la casa de Särö, ella no empezó a convertirse en parte activa de la pareja. Respondía a sus abrazos con una intensidad nueva y él no se había sentido más feliz en toda su vida. Se casaron aquel mismo verano, en Suecia, tan sólo un par de meses después de haberse conocido y, tras regresar a Francia para cursar el último año en la universidad, volvieron para quedarse en la casa de Särö.

Ahora, cuando recordaba aquel tiempo, cayó en la cuenta de que las únicas veces que la había visto verdaderamente feliz era cuando se dedicaba a la casa. Henrik se sentó en uno de los grandes sillones Chesterfield de la biblioteca y echó la cabeza hacia atrás con los ojos cerrados. Las imágenes de Alex pasaban por su mente como si de una vieja película en superocho se tratase. Sentía la piel refrescante y rugosa bajo los dedos y siguió con ellos el vertiginoso recorrido de una grieta que allí había pintado el tiempo.

Lo que más recordaba eran sus distintas sonrisas. Cuando encontraba para la casa algún mueble que era precisamente lo que estaba buscando, o cuando cortaba con un cuchillo un tapiz y hallaba el original debajo, aún en buen estado; entonces, su sonrisa era amplia y sincera. Cuando él la besaba en la nuca o le acariciaba la mejilla, o le decía cuánto la quería; también entonces reía, a veces. A veces, pero no siempre. Él llegó a odiar esa sonrisa lejana, ausente, indulgente. Después, Alexandra volvía el rostro mientras sus secretos se movían como serpientes bajo la superficie.