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Erica colgó el auricular con tal violencia que el aparato cayó al suelo. Estaba tan encolerizada que le temblaba todo el cuerpo.

En Estocolmo estaba Anna, sentada en el suelo, con el auricular en la mano. Lucas estaba en el trabajo y los niños dormían, así que había aprovechado aquel rato de tranquilidad para llamar a Erica. Se trataba de una conversación que llevaba varios días posponiendo, pero Lucas no dejaba de insistir en que tenía que llamar a Erica para hablar de lo de la casa de modo que, al final, le hizo caso.

Anna se sentía destrozada en mil pedazos, cada uno de una naturaleza. Ella amaba a Erica y amaba también la casa de Fjällbacka, pero su hermana no comprendía que ella tenía que dar prioridad a su propia familia. No había nada que no estuviese dispuesta a hacer o a sacrificar por sus hijos; y si ello implicaba mantener contento a Lucas a costa de la relación con su hermana mayor, pues así sería. Emma y Adrian eran lo único que la hacía levantarse por las mañanas, seguir viviendo. Si lograse hacer feliz a Lucas, todo se arreglaría. Estaba convencida. Él se veía obligado a ser tan duro con ella porque ella era difícil y no hacía lo que él quería. Si ella le entregase ese regalo, si sacrificase por él el hogar de sus padres, él comprendería cuánto estaba dispuesta a hacer por él y por su familia y todo volvería a ser como antes.

En algún recóndito lugar de su ser, una voz le decía todo lo contrario. Pero Anna hundía la cabeza y lloraba y, con sus lágrimas, ahogaba aquella débil voz. Dejó el auricular en el suelo.

Erica apartó indignada el edredón y bajó los pies de la cama. Se arrepentía de haberle hablado a Anna tan duramente, pero su mal humor y la falta de sueño la habían hecho perder la atención por completo. Intentó llamarla otra vez, para tratar de arreglarlo en la medida de lo posible, pero comunicaba continuamente.

– ¡Mierda!

El taburete que había ante la cómoda se llevó una buena patada, pero, en lugar de sentirse mejor, Erica se dio un golpe que la tuvo andando a la pata coja, sujetándose el dedo gordo del pie con la mano y chillando un buen rato. Dudaba mucho de que un parto fuese tan doloroso como aquello. Cuando pasó el dolor, se colocó sobre la balanza, en contra del buen juicio.

Sabía que no debía hacerlo, pero la masoquista que llevaba dentro la obligaba a buscar la verdad. Se quitó la camiseta con la que había dormido, que siempre aumentaba algunos gramos, y sopesó incluso si las bragas supondrían algún incremento. Lo más probable era que no. Puso primero el pie derecho sobre la balanza, pero dejó descansar parte del peso en el izquierdo, que aún tenía en el suelo. Fue aumentando gradualmente la transmisión del peso al pie derecho y, cuando la aguja llegó a los sesenta kilos, deseó que no se moviese más. Pero no fue así. Cuando por fin puso todo su cuerpo sobre la balanza, ésta indicó inmisericorde los setenta y tres kilos que pesaba. Eso es. Más o menos lo que ella se temía, pero con un kilo de más. Había calculado dos kilos más, pero la balanza marcaba tres más desde la última vez que se había pesado, que fue la mañana en que encontró a Alex.

Después de hecho, lo de pesarse le parecía algo absolutamente innecesario. No es que no hubiese notado en la cintura del pantalón que había engordado, pero hasta el instante en que no le cabía ya ninguna duda, la negación del hecho era una grata compañía. La humedad que había en el armario o haber lavado la ropa a demasiada temperatura eran excusas que le habían servido divinamente en numerosas ocasiones a lo largo de los años. Ahora las veía absurdas y se sentía incluso tentada de cancelar la cena con Patrik. Cuando lo viese, quería sentirse sexy, guapa y delgada, en lugar de hinchada y gorda. Abatida, se miró la tripa e intentó meterla tanto como le fue posible. Era inútil. Entonces, se puso de perfil ante el espejo de cuerpo entero y probó a sacar la barriga tanto como pudo. Exacto: aquella imagen encajaba mucho mejor con la sensación que ella tenía en aquel momento.

Con un suspiro de resignación, se puso un par de pantalones de chándal con una condescendiente cinturilla de goma y la misma camiseta con la que había dormido. Se prometió a sí misma que volvería a tomarse en serio su peso a partir del lunes. No tenía ningún sentido empezar ahora, pues ya tenía planeada una cena de tres platos para aquella noche y, ya se sabe, si una quiere deslumbrar a un hombre en la cocina, la crema y la mantequilla son ingredientes imprescindibles. Los lunes siempre eran, además, un día excelente para empezar una nueva vida. Por enésima vez, se prometió a sí misma que empezaría a hacer ejercicio y a observar la dieta de El peso ideal a partir del lunes. Se convertiría en una mujer nueva. Pero no hoy.

Un problema de orden mayor era, desde luego, el que casi la mataba a cavilar desde la noche anterior. Había dado mil vueltas a las alternativas pensando qué hacer, pero sin llegar a ninguna conclusión. De pronto, se veía en poder de una información que deseaba con toda su alma no haber conocido jamás.

La cafetera empezaba ya a despedir el delicioso aroma a café recién hecho y la vida empezó a parecerle algo más agradable. Era increíble lo que podía hacer un sorbo de aquella bebida humeante. Se sirvió una taza de café solo que bebió con fruición, de pie junto a la encimera de la cocina. Ella nunca había sido muy partidaria de desayunar con abundancia y pensó que bien podía ahorrarse algunas calorías hasta la cena.

Cuando llamaron a la puerta se sorprendió tanto que se le derramó el café en la camiseta. Lanzó una maldición mientras se preguntaba quién sería a aquellas horas de la mañana. Miró el reloj de la cocina. Las ocho y media. Dejó la taza e, intrigada, fue a abrir la puerta. Quien esperaba al otro lado sobre el rellano de la escalera era Julia Carlgren, que se frotaba las manos para mitigar el frío.

– ¿Hola? -preguntó más que saludó Erica.

– Hola -respondió Julia, sin añadir más.

Erica se preguntó qué haría la hermana menor de Alex en su rellano a aquellas horas de la mañana de un martes, pero prevaleció su buena educación y la invitó a entrar.

Julia entró desenvuelta, colgó el abrigo en el perchero y echó a andar delante de Erica hacia la sala de estar.

– ¿Podrías ponerme una taza de ese café que huele tan bien?

– ¿Eh?, sí, ahora mismo.

Erica le preparó la taza en la cocina mientras alzaba los ojos al cielo sin que Julia la viese. Aquella muchacha no estaba del todo bien. Le sirvió la taza y, con la suya en la mano, invitó a Julia a sentarse en el sofá de mimbre del porche. Ambas bebieron un rato en silencio. Erica resolvió esperar. Julia tendría que contarle a qué había venido. Tras un par de minutos de tensión, la joven tomó la palabra.

– ¿Te has venido a vivir aquí?

– No, en realidad no. Vivo en Estocolmo, pero vine a arreglar un poco las cosas de la herencia.

– Sí, me lo dijeron. Lo siento.

– Gracias. Lo mismo te digo.

Julia soltó una extraña risita que Erica encontró desconcertante y fuera de lugar. Recordó el documento que había encontrado en la papelera de la casa de Nelly Lorentz y se preguntó cómo encajarían las distintas piezas.

– Imagino que estarás preguntándote qué hago aquí.

Julia miró a Erica con su peculiar mirada inalterable. Aquella joven apenas si parpadeaba.

Erica pensó una vez más en lo diametralmente opuesta que era a su hermana mayor. La piel de Julia aparecía marcada por cicatrices de acné y parecía que se hubiese cortado el pelo ella misma con unas tijeras para las uñas. Y sin espejo. Había algo insalubre en su aspecto. Una palidez enfermiza cubría su piel como una membrana grisácea. Tampoco parecía compartir con Alex el interés por la ropa. Se diría que se compraba la ropa en una tienda para señoras jubiladas y, sin llegar a parecer un disfraz, estaban tan lejos de la moda actual como pudiera imaginarse.