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– ¿Tienes alguna foto de Alex?

– ¿Perdón?

Erica quedó perpleja ante aquella pregunta tan concreta.

– ¿Una foto? Sí, creo que tengo algunas. Bastantes, incluso. A mi padre le encantaba la fotografía y siempre estaba haciendo instantáneas cuando éramos pequeñas. Como Alex venía con mucha frecuencia, seguro que aparece en más de una.

– ¿Podría verlas?

Julia miraba a Erica como intimidándola, como reprochándole que no hubiese ido ya a buscarlas. Llena de gratitud, Erica aprovechó la oportunidad para escapar por un instante a la persistente mirada de Julia.

Las fotos estaban en un arca que había en el desván. Aún no había tenido tiempo de empezar a hacer limpieza allí arriba, pero sabía perfectamente dónde estaba el arca. Todas las fotografías de la familia estaban allí y ella había pensado ya con horror en el día en que empezase a revisarlas. Gran parte de ellas estaban sueltas, pero las que buscaba estaban en álbumes. Los hojeó por orden hasta que, en el tercero, encontró las que buscaba. También en el cuarto álbum había instantáneas de Alex, de modo que, con ambos en la mano, bajó con cuidado las escaleras del desván.

Julia seguía sentada en la misma posición en que la había dejado. Erica se preguntó si se habría movido un ápice mientras ella estaba en el desván.

– Aquí están las que pueden interesarte.

Erica resopló al tiempo que dejaba los gruesos álbumes en la mesa entre una nube de polvo.

Julia se lanzó ansiosa sobre el primer álbum y Erica se sentó a su lado en el sofá para poder explicarle las fotos.

– ¿Cuándo fue esto?

Julia señalaba la primera fotografía que encontró de Alex, en la segunda página.

– Déjame ver. Esto debe de ser en… 1974. Sí, creo que sí. Tendríamos nueve años, más o menos.

Erica pasó el dedo sobre la foto con un hondo sentimiento de añoranza. Hacía tanto tiempo… Ella y Alex estaban desnudas en el jardín un caluroso día de verano y, si no recordaba mal, estaban desnudas porque habían estado corriendo y chillando y jugando a escapar al chorro de la manguera del jardín. Lo que más llamaba la atención de la imagen era que Alex llevaba guantes de lana.

– ¿Por qué llevaba guantes? Parece que esto es en junio, más o menos.

Julia miraba atónita a Erica, que se echó a reír al recordar el episodio.

– A tu hermana le encantaban aquellos guantes y se empeñaba en llevarlos siempre, no sólo todo el invierno, sino también la mayor parte del verano. Era terca como una mula y nadie fue capaz de convencerla de que se quitase aquellos asquerosos guantes.

– Sí, ella sabía lo que quería, ¿verdad?

Julia miraba la foto con una expresión que casi podría calificarse de ternura. En un segundo, el atisbo de ese sentimiento desapareció por completo y la joven pasó impaciente la página.

A Erica, aquellas fotos le parecían reliquias de otra época. Hacía tanto tiempo y habían sucedido tantas cosas desde entonces. A veces sentía como si los años de la infancia compartidos con Alex no hubiesen sido más que un sueño.

– Eramos como hermanas. Pasábamos todo el tiempo juntas y a menudo incluso dormíamos juntas. Solíamos preguntar lo que había para cenar en nuestras casas para quedarnos a cenar en la que servirían la cena más rica.

– En otras palabras, solíais comer aquí, en tu casa.

Por primera vez, una sonrisa asomó a los labios de Julia.

– Sí, bueno, digamos lo que digamos de tu madre, no creo que pudiese ganarse la vida como cocinera…

Una foto en particular captó la atención de Erica, que empezó a acariciarla. Era una instantánea buenísima. Alex estaba sentada en la popa de la barca de Tore y todo su rostro sonreía. El rubio cabello al viento, flotando alrededor de la cara y, a su espalda, se extendía la hermosa silueta de Fjällbacka. Seguro que iban a salir en barca a las rocas para pasar el día bañándose y tomando el sol. Hubo muchos días así. Como de costumbre, su madre no podía acompañarlas. Se quedaba en casa con la excusa de tener que hacer un montón de tareas sin importancia. Siempre igual. Erica podía contar con los dedos de una mano las excursiones en las que Elsy había participado. Sonrió al ver una foto de Anna, de ese mismo día. Como de costumbre, aparecía haciendo el tonto y, en esta fotografía, se la veía colgada por la borda haciendo mohines.

– ¡Tu hermana!

– Sí, mi hermana Anna.

La respuesta de Erica fue breve y su tono indicaba que no quería seguir hablando de ese tema. Julia entendió el mensaje y siguió pasando las hojas del álbum con sus dedos cortos y gruesos. Tenía las uñas mordidas y, en algunos dedos, había llegado a hacerse heridas. Erica se obligó a apartar la vista de los dedos maltratados de Julia y se centró en las fotos.

Hacia el final del primer álbum, de repente, Alex ya no estaba en las imágenes. Era un fuerte contraste, de figurar en todas las páginas anteriores a no aparecer en ninguna. Julia dejó los álbumes en la mesa, uno encima de otro, y se echó hacia atrás en el sofá, con la taza de café entre las manos.

– ¿No quieres otro café? Ése se te habrá enfriado ya.

Julia miró la taza y comprendió que Erica tenía razón.

– Sí, gracias, si hay.

Le dio la taza a Erica, que agradeció poder moverse un poco. El sofá de mimbre era muy bonito, pero al cabo de un rato ni la espalda ni el trasero lo consideraban nada cómodo. La espalda de Julia parecía opinar lo mismo, pues la joven se levantó y acompañó a Erica a la cocina.

– Fue un funeral muy bonito. Y a vuestra casa también acudieron muchos amigos.

Erica estaba de espaldas a Julia, sirviendo el café. Un murmullo indescifrable fue todo lo que obtuvo por respuesta. De modo que decidió ser un poco más osada.

– Me dio la impresión de que tú y Nelly Lorentz os conocíais bien. ¿Cómo entablasteis amistad?

Erica contuvo la respiración. El papel que había encontrado en la papelera en casa de Nelly aumentaba su curiosidad por la respuesta de Julia.

– Mi padre trabajaba para ella.

Julia pareció haber respondido sin querer y se llevó la mano a la boca en un acto reflejo, antes de añadir nerviosa:

– Bueno, aunque eso fue mucho antes de que tú nacieras.

Erica siguió sonsacándole.

– Yo también estuve trabajando los veranos en la fábrica de conservas, cuando era estudiante.

Las respuestas seguían surgiendo a regañadientes y Julia sólo dejaba de morderse las uñas para hablar.

– Pues dio la impresión de que os lleváis muy bien.

– Sí, supongo que Nelly ve en mí algo que ninguna otra persona es capaz de ver.

Dijo aquellas palabras con una sonrisa amarga y contenida. Erica sintió, de pronto, una gran simpatía por Julia. Su vida de patito feo debía de ser muy dura. No dijo nada y, tras unos minutos, el silencio obligó a Julia a continuar.

– Siempre pasábamos los veranos aquí y, cuando terminé tercero de secundaria, Nelly llamó a mi padre y le preguntó si no me gustaría ganarme un dinero extra trabajando en la oficina. Estaba claro que no podía perder la oportunidad y, a partir de entonces, trabajé para ellos todos los veranos, hasta que empecé magisterio.

Erica comprendió que aquella respuesta omitía la mayor parte de la información. No podía ser de otro modo. Pero también comprendió que no le sacaría a Julia mucho más acerca de su relación con Nelly. Volvieron al sofá de mimbre del porche y tomaron en silencio unos sorbos de café. Ambas miraban absortas la capa de hielo que se extendía hasta el horizonte.

– Para ti debió de ser muy duro que mis padres se mudasen con Alex.

Fue Julia quien tomó la palabra en primer lugar.

– Sí y no. Para entonces, ya no jugábamos nunca juntas así que, no fue agradable, pero tampoco tan dramático como lo habría sido cuando era mi mejor amiga.