– ¿Tú puedes explicarte que Anna quiera vender esto? No sólo porque esta casa es la más bonita de todas las que existen; además, sus paredes encierran una porción de historia. Y no me refiero sólo a la de Anna y la mía, sino a las historias de aquellos que vivieron antes que nosotros. ¿Sabías que fue un capitán de barco quien la mandó construir en 1889 para vivir aquí con su familia? El capitán Wilhelm Jansson. Es una historia muy triste, la verdad. Como la de tantas otras de gentes de por aquí. Construyó la casa para habitarla con su joven esposa, Ida. Tuvieron cinco hijos en otros tantos años y, al sexto, Ida murió en el parto. En aquella época no existían los padres solteros, de modo que la hermana mayor de Jansson, que estaba soltera, se mudó a la casa para cuidar de los niños mientras él recorría los siete mares. Esta hermana, Hilda, no resultó ser la mejor elección como madrastra. Era la mujer más religiosa de toda la región, lo que no es poco, teniendo en cuenta lo religiosa que era la gente de esta zona. Los niños apenas si podían moverse sin que los acusasen de haber pecado y ella los azotaba con mano dura y devota. Hoy la habrían llamado sádica, pero en aquel tiempo era perfectamente normal y esa conducta se encubría fácilmente bajo el pretexto de la religión.
»El capitán Jansson no estaba en casa muy a menudo, por lo que no podía comprobar lo mal que lo pasaban los niños, aunque algo debía de sospechar. Pero, como suele ocurrirles a los hombres, también él pensaría que la educación de los niños era cosa de mujeres y consideraba que cumplía con sus obligaciones paternas proporcionándoles techo y alimento. Hasta que llegó a casa un día y descubrió que Märta, la pequeña, llevaba una semana con el brazo roto. Entonces armó un escándalo y echó a Hilda de su casa y, como el hombre de acción que era, se puso a buscar a una sustituta apropiada entre las mujeres solteras del pueblo. En esta ocasión, sí que eligió bien. En tan sólo dos meses, se casó con una auténtica mujer de pueblo, Lina Månsdotter, que se encargó de los niños como si fuesen suyos. Juntos tuvieron otros siete, así que esto debió de quedárseles pequeño. Y, si te fijas, verás que dejaron su huella: rasguños y agujeros y zonas más desgastadas de la casa. Por todas partes.
– ¿Cómo fue que tu padre compró la casa?
– Con el tiempo, los hermanos se dispersaron. El capitán Jansson y su querida Lina que, con los años, llegaron a amarse profundamente, fallecieron. El único que quedó en la casa fue el hijo mayor, Alian. Nunca se casó y, al envejecer, no se sintió con fuerzas para llevar la casa él solo, así que decidió venderla. Mis padres acababan de casarse y estaban buscando un hogar. Mi padre me contó que se enamoró de la casa en cuanto la vio. No dudó un instante.
»Cuando Alian vendió la propiedad a mi padre, también le dejó su historia. La de la casa, la de su familia. Según dijo, era importante para él que mi padre supiese quiénes habían desgastado con sus pies aquellos suelos de madera. Además, le dejó una serie de documentos. Cartas que el capitán Jansson había enviado desde todos los rincones del mundo, a su primera esposa, Ida, y después a Lina, la segunda. También le dejó el látigo con el que Hilda solía castigar a los niños. Sigue colgado de la pared del sótano. Anna y yo solíamos bajar de niñas para tocarlo. Habíamos oído la historia de Hilda e intentábamos imaginarnos la sensación de las duras crines del látigo al estallar contra la piel desnuda. ¡Nos daba tanta pena de aquellos pobres niños!
Erica miró a Patrik, antes de proseguir:
– ¿Comprendes por qué me duele tanto pensar en vender la casa? Si nos deshacemos de ella, jamás podremos recuperarla. Será irreversible. Me da náuseas pensar que unos turistas adinerados de la capital pisoteen estos suelos, los pulan y cambien el papel pintado por otro de Conchitas, por no hablar de la ventana panorámica, que reemplazaría al porche antes de que a mí me diese tiempo de pronunciar las palabras «pésimo gusto»… ¿Quién se iba a preocupar de conservar las anotaciones a lápiz garabateadas en el interior de la puerta de la despensa, donde Lina marcaba cuánto habían crecido los niños cada año? ¿Y quién se molestaría en leer las cartas en que el capitán Jansson intenta describir los mares del sur para sus esposas, que apenas si salieron del pueblo? Su historia desaparecería y esta casa no sería más que… una casa. Una casa cualquiera. Bonita, pero sin alma.
Se dio cuenta de que estaba hablando más de la cuenta, pero por alguna razón sentía que era importante para ella que Patrik la comprendiese. Lo miró y comprobó que él la observaba intensamente y su mirada la reconfortó por dentro. Y sucedió algo incomprensible. Un instante de compenetración absoluta y, sin saber cómo, encontró a Patrik sentado a su lado y que, tras dudar un segundo, la besaba en los labios. Al principio, sólo experimentó el sabor a vino que impregnaba los labios de ambos; pero enseguida sintió también el sabor de Patrik. Abrió con mucho cuidado la boca y enseguida sintió la lengua de él, que buscaba la suya. Una descarga eléctrica cruzó todo su cuerpo.
Minutos después, Erica no podía más y se levantó, le tomó la mano y, sin pronunciar una sola palabra, lo llevó al dormitorio. Se tumbaron en la cama besándose y acariciándose y, al cabo de un rato, Patrik empezó a desabotonarle el vestido por la espalda, con mirada inquisitiva. Ella dio su consentimiento, también mudo, desabrochando la camisa de él. De repente, cayó en la cuenta de que la ropa interior que llevaba puesta no era la que quería que Patrik viera la primera vez. Y bien sabía Dios que ni siquiera las medias que se había puesto eran las más sexy del mundo, precisamente. La cuestión era cómo librarse de ellas y de las bragas de cuello vuelto sin que Patrik las viese. Erica se incorporó bruscamente.
– Disculpa, tengo que ir al lavabo.
Salió disparada hacia el cuarto de baño. Miró febrilmente a su alrededor… y tuvo suerte, pues había sobre el cesto de la ropa sucia un montón de prendas limpias que no había tenido tiempo de guardar. Con mucho esfuerzo, se quitó las medias y las dejó junto con las bragas de abuela en el cesto de la ropa sucia. Después, se puso un par de finas braguitas de encaje blanco, muy en consonancia con el sujetador. Se bajó el vestido y aprovechó para mirarse en el espejo. Tenía el cabello alborotado y rizado, los ojos con un brillo febril. Tenía la boca más roja que de costumbre y algo hinchada por los besos y, aunque estuviese mal decirlo, su aspecto era bastante sexy. Sin las bragas acorazadas, su vientre no estaba tan liso como a ella le habría gustado, así que lo metió tanto como pudo y sacó el pecho para compensar, mientras volvía junto a Patrik, que seguía tumbado en la cama en la misma posición en que ella lo había dejado.
Fueron quitándose la ropa poco a poco y dejándola en un montón en el suelo. La primera vez no fue nada fantástico, como suele suceder en las novelas de amor, sino más bien una mezcla de intensos sentimientos y de pudorosa conciencia, más en consonancia con lo que ocurre en la vida real. Al mismo tiempo que sus cuerpos reaccionaban en explosiones en cadena al tacto del otro, eran los dos plenamente conscientes de su desnudez, inquietos por sus pequeños defectos, preocupados por si surgía algún vergonzoso sonido. Se conducían de manera torpe e insegura ante lo que le gustaría o no al otro. Con una confianza insuficiente para atreverse a formular sus preguntas en palabras; en cambio, utilizaban leves sonidos guturales para indicar qué era lo que funcionaba bien y lo que tal vez debiera mejorarse. Pero, la segunda vez, fue mucho mejor. La tercera, totalmente aceptable. La cuarta, excelente y la quinta, increíble. Se durmieron acurrucados uno contra otro, y lo último que sintió Erica antes de dormirse fue el brazo de Patrik rodeándole el pecho y sus dedos trenzados con los de ella. Se durmió con una sonrisa en los labios.