Mellberg había oído aquella frase en una serie policiaca de televisión y la había memorizado para usos futuros.
Gösta era el único que no tenía asignado ningún cometido de trabajo, de modo que Mellberg miró la pizarra y se tomó unos minutos para reflexionar.
– Gösta, tú hablarás con la familia de Alex Wijkner. Puede que sepan algo que no nos han contado. Pregúntales por amigos y enemigos, por su infancia, su personalidad, todo, cualquier cosa. Habla con los padres y con la hermana, pero procura hacerlo por separado. La experiencia me dice que así se le saca más a la gente. Ponte de acuerdo con Molin, que es el que hablará con el marido.
Gösta se hundió bajo el peso de la carga de un cometido concreto y suspiró con resignación. No porque aquello fuese a quitarle tiempo para jugar al golf, ya que estaban en pleno invierno, pero durante los últimos años había perdido la costumbre de tener que cumplir ningún objetivo laboral real. Había perfeccionado el arte de parecer ocupado mientras hacía solitarios en el ordenador para matar el tiempo. La carga que suponía tener que mostrar unos resultados concretos doblegaba sus hombros. Se acabó la paz. Lo más probable era que ni siquiera les pagasen las horas extra. Se daría por satisfecho con que le compensasen el gasto de gasolina de los viajes de ida y vuelta de Gotemburgo.
Mellberg dio una palmada antes de apremiarlos a que pusiesen manos a la obra.
– Venga, poneos en marcha. No podemos quedarnos sentados si queremos resolver esto. Doy por hecho que trabajaréis más que nunca y, por lo que se refiere al tiempo libre, ya podréis dedicaros a él cuando hayamos resuelto el caso. Hasta entonces, yo seré el amo de vuestras horas y dispondré de ellas como quiera. Vamos.
Puede que alguien tuviese algo en contra de que lo echasen de allí como a un niño perezoso, pero nadie dijo una palabra al respecto. Al contrario, todos se levantaron y tomaron las sillas que habían ocupado hasta el momento en una mano y el bloc y el bolígrafo en la otra. Tan sólo Ernst Lundgren se quedó rezagado. Pero, en contra de lo habitual, Mellberg no estaba receptivo a las lisonjas y lo despachó también a él.
Había sido un día enriquecedor. Claro que el que su principal candidato como sospechoso del asesinato de Wijkner resultase un callejón sin salida suponía un borrón en su hoja de servicios, pero el hecho de que uno más uno diese como resultado mucho más de dos lo compensaba con creces. Un asesinato era un suceso, dos asesinatos eran una noticia sensacional para un distrito tan pequeño. Si, hasta el momento, estaba seguro de obtener un billete de ida al centro de los sucesos tan pronto como hubiese resuelto el caso Wijkner, ahora tenía le certeza más absoluta de que, ante una perfecta resolución global de los asesinatos, le rogarían y suplicarían que volviese. Con tan halagüeñas perspectivas de futuro a su alcance, Bertil Mellberg se retrepó en la silla, extendió el brazo como solía hacia el tercer cajón, sacó una chocolatina y se la metió entera en la boca. Luego, con las manos cruzadas apoyadas en la nuca, cerró los ojos y decidió que se había ganado un sueñecito. Después de todo, ya era casi la hora del almuerzo.
Había intentado dormir un par de horas, desde que se fue Patrik. Pero le costaba conciliar el sueño. El torbellino de sentimientos que luchaban por prevalecer en su pecho la obligaba a revolverse en la cama con una sonrisa pertinaz que le hacía estirar la comisura de los labios. Debería ser delito sentirse así de feliz. La sensación de bienestar era tan intensa que no sabía qué hacer consigo misma. Se tumbó de lado, con la mejilla derecha apoyada en las manos.
Todo le parecía estupendo. El asesinato de Alex, el libro que su editor esperaba impaciente y al que no conseguía imprimirle ritmo, el dolor por la muerte de sus padres y, cómo no, por la venta de su casa de la infancia, todo le parecía ahora más fácil de sobrellevar. No porque los problemas hubiesen desaparecido, sino porque por primera vez tenía el convencimiento de que su mundo no estaba a punto de desbordarse y de que podía enfrentarse a cualquier dificultad que se le presentase en el camino.
Y pensar que un solo día, veinticuatro simples horas, pudiese marcar tal diferencia. Ayer, a la misma hora, se despertó con el pecho encogido. Despertó a una soledad que no se veía capaz de ignorar. Ahora, en cambio, casi podía sentir físicamente las caricias de Patrik sobre su piel. Físicamente no era, en realidad, la palabra más precisa, o más bien era una palabra demasiado limitada.
Todo su ser sentía que el estado de pareja había venido a sustituir a su soledad y que el silencio del dormitorio, que antes se le antojaba amenazador e infinito, era ahora indicio de sosiego. Por supuesto que ya lo echaba de menos, pero la tranquilizaba la certeza de que, donde quiera que él estuviese, la tenía en su pensamiento.
Erica se imaginó con un cepillo de barrer mental con el que retiraba las antiguas telarañas de los rincones y el polvo que se había acumulado sobre su razón. Pero la nueva clarividencia también la hacía reparar en la imposibilidad de rehuir aquello a lo que llevaba días dándole vueltas.
Desde que la verdad sobre quién era el padre del hijo que Alex esperaba se le evidenció como un mensaje a fuego grabado en el cielo, había temido el enfrentamiento a que aquello la conduciría. Y seguía sin verse muy animada, pero la renovada energía que la invadía la capacitaba para abordar el problema en lugar de postergarlo, como había hecho hasta el momento. Sabía lo que tenía que hacer.
Se quedó un buen rato bajo la ducha de agua hirviente. Todo parecía ofrecerle un nuevo comienzo aquella mañana y deseaba emprenderlo con limpieza. Después de la ducha le echó un vistazo al termómetro, se abrigó bien y elevó una plegaria para que el coche arrancase, pese al frío. Y así fue, al primer intento.
Mientras conducía, Erica fue pensando cómo sacaría el tema en la conversación. Practicó un par de introducciones, a cual más patética, y al final resolvió que lo mejor sería improvisar. No tenía ninguna prueba contundente, pero el nudo en el estómago le decía que estaba en lo cierto. Por una fracción de segundo se planteó llamar a Patrik para contarle sus sospechas, pero enseguida desechó la idea, convencida de que debía comprobarlo antes ella misma. Había demasiadas cosas en juego.
El camino hasta su destino no era largo, pero a ella se le hizo eterno. Cuando por fin entró en el aparcamiento que había al pie del hotel Badhotellet, vio que Dan la saludaba sonriente desde el barco. Tal y como suponía, allí estaba. Erica le devolvió el saludo, pero no la sonrisa. Cerró el coche y, con las manos en los bolsillos de su anorak marrón claro, fue descendiendo hasta el barco de Dan. Hacía un día brumoso y gris, pero el aire era fresco, así que respiró hondo un par de veces para disipar las últimas nubes que, en su cabeza, había originado el abundante vino del día anterior.
– Hola, Erica.
– Hola.
Dan siguió trabajando en su barco, aunque parecía contento de tener compañía. Erica miró algo nerviosa a su alrededor, por si veía a Pernilla, pues aún le preocupaba el modo en que la esposa de Dan la había mirado la última vez. Aunque, a la luz de la verdad, ahora la comprendía mucho mejor.
Por primera vez, Erica se dio cuenta de lo hermoso que era el viejo pesquero. Dan lo había heredado de su padre y lo había cuidado con mucho cariño. Llevaba la pesca en la sangre y lo apesadumbraba que ya no se pudiese vivir de ella. Cierto que le gustaba su papel de maestro en la escuela de Tanum, pero la pesca era su verdadera vocación. Siempre tenía a punto una sonrisa cuando trajinaba en el barco. No le importaba trabajar duro y combatía el frío del invierno con la ropa adecuada. Se echó al hombro un pesado rollo de cuerda antes de volverse hacia Erica:
– ¿Qué pasa hoy? ¿Cómo es que vienes sin comida? ¿No habrás pensado convertirlo en una costumbre?