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Un mechón de su rubio flequillo asomaba por el gorro de lana mientras grande y fuerte, como una columna de piedra maciza, miraba a Erica. Emanaba fuerza y alegría y a ella le dolió pensar que estaba a punto de quebrar su contento. Pero sabía que, si no lo hacía ella, lo haría otra persona. En el peor de los casos, la policía. E intentó convencerse de que, en realidad, aunque estaba a punto de acceder a una zona gris de sentimientos, le haría un favor. La razón principal era que ella quería saber la verdad. Necesitaba saberla.

Dan llevó el rollo de cuerda hasta la proa, lo dejó en la cubierta y volvió junto a Erica, que estaba en la popa apoyada en la falca del barco.

Erica tenía la mirada perdida en el horizonte.

«Compré mi amor por dinero, no tenía otra opción.»

Dan sonrió y completó la estrofa:

«Canta dulcemente, violin mío, canta, pese a todo, al amor.»

Erica no sonreía.

– ¿Sigue siendo Fröding tu poeta favorito?

– Siempre lo ha sido y siempre lo será. Los alumnos me dicen que están hartos de Fröding, pero yo opino que es imposible hartarse de sus poemas.

– Sí, yo aún conservo la antología que me regalaste cuando salíamos juntos.

Ahora Dan estaba de espaldas, pues había ido a cambiar de sitio unas banastas de redes que estaban en la falca opuesta. Ella siguió imperturbable.

– ¿Sueles regalar un ejemplar como ese a tus novias?

Dan interrumpió súbitamente su quehacer y se volvió hacia Erica con expresión de desconcierto.

– ¿A qué te refieres? Te lo regalé a ti y, bueno, también se lo regalé a Pernilla, aunque dudo mucho que se haya molestado en leerlo nunca.

Erica vio que se ponía nervioso, pero, decidida, se aferró con las manos enguantadas a la falca sobre la que apoyaba la espalda y lo miró fijamente a los ojos.

– ¿Y a Alex? ¿Le diste uno a ella también?

El rostro de Dan adquirió el color de la nieve que cubría el hielo a su espalda, pero Erica creyó atisbar también una expresión de alivio que desapareció enseguida.

– ¿Qué dices? ¿Alex?

Aún no parecía preparado para capitular.

– La última vez que nos vimos te conté que había estado en casa de Alex una noche de la semana pasada. Lo que no te conté fue que alguien entró mientras yo estaba allí. Alguien que subió derecho a recoger algo del dormitorio. Al principio no caía en lo que era, pero cuando comprobé en el teléfono cuál había sido el último número marcado por Alex y vi que era el de tu móvil supe enseguida qué faltaba en la habitación. Y es que yo tengo una antología idéntica en mi casa.

Dan guardaba silencio, de modo que Erica continuó:

– No fue nada difícil imaginar por qué nadie iba a tomarse la molestia de entrar en casa de Alex sólo para robar algo tan insignificante como una antología poética. Seguro que tenía escrita una dedicatoria, ¿verdad? Y esa dedicatoria señalaría directamente al amante de Alex.

– «Con todo mi amor, te entrego aquí mi pasión. Dan.»

Dan repitió aquellas palabras con la voz preñada de sentimiento. Ahora era su mirada la que se perdía en el horizonte. Se sentó súbitamente sobre una banasta que había en la cubierta y se quitó de un tirón el gorro de lana. Tenía el cabello indómito y revuelto y se pasó la mano para aplacarlo. Después, miró a Erica cara a cara.

– No podía dejar que se supiese. Nuestra relación era una locura. Una locura intensa y destructiva. Nada que pudiésemos dar a conocer para que colisionase con nuestras vidas reales. Ambos sabíamos que aquello debía terminar.

– ¿Teníais pensado veros el viernes que murió?

El rostro de Dan se tensó al recordarlo. Desde que Alex murió, debió de pensar mil veces en lo que habría ocurrido si él hubiese acudido a la cita. Quizá ella seguiría viva.

– Sí, íbamos a vernos la tarde del viernes. Pernilla iba a Munkedal con los niños, a visitar a su hermana. Yo me inventé una excusa, dije que no me sentía muy animado y que prefería quedarme en casa.

– Pero Pernilla no se fue, ¿verdad?

Tras un largo silencio, respondió:

– Sí. Sí que se fue, pero yo me quedé en casa. Apagué el móvil, pues sabía que no se atrevería a llamar al fijo. Me quedé en casa por cobardía. Sabía que no sería capaz de mirarla a los ojos y decirle que lo nuestro había terminado. Aunque estaba convencido de que ella también lo comprendía, que debía terminar tarde o temprano, no me atreví a ser quien diese el primer paso. Pensé que si me iba apartando poco a poco, ella terminaría por aburrirse y rompería conmigo. Muy masculino, ¿a que sí?

Erica sabía que aún le quedaba lo más duro, pero tenía que seguir adelante. Era mejor que lo supiese por ella.

– Ya, bueno, es sólo que ella no comprendía en absoluto que lo vuestro tenía que acabarse. Ella pensaba que juntos teníais futuro. Un futuro en el que tú dejabas a tu familia y ella dejaba a Henrik y los dos vivíais felices el resto de vuestras vidas.

Dan parecía hundirse con cada palabra; y aún faltaba lo peor.

– Dan, estaba embarazada. De ti. Lo más probable es que planease contártelo aquella noche del viernes. Había preparado una cena exquisita y había puesto a enfriar una botella de champán.

Dan no era capaz de mirarla a la cara. Intentaba fijar la vista en algún punto exterior, remoto, pero las lágrimas empezaron a brotar de sus ojos y todo se turbó en una neblina. El llanto manaba desde muy hondo y las lágrimas discurrían ya abundantes por sus mejillas. Y siguió creciendo hasta convertirse en un llanto convulso que lo obligaba a secarse la nariz con los guantes. Finalmente se rindió, abandonó su intento de limpiarse el llanto y ocultó la cabeza entre las dos manos.

Erica se acuclilló a su lado y le pasó el brazo por el hombro para consolarlo. Pero Dan apartó su brazo y ella comprendió que tenía que salir por sí mismo del infierno en el que ahora se encontraba. Así, de brazos cruzados, aguardó hasta que las lágrimas empezaron a caer más despacio y ya no parecía que le faltase el aire.

– ¿Cómo sabes que estaba embarazada?

Hablaba entrecortadamente.

– Yo estaba con Birgit y Henrik en la comisaría cuando lo contaron.

– ¿Saben que no era el hijo de Henrik?

– Bueno, al parecer, Henrik sí lo sabe. Pero Birgit no. Ella cree que era hijo suyo.

Dan asintió. Parecía consolarlo la idea de que los padres de Alex no lo supiesen.

– ¿Cómo os conocisteis?

Erica quería apartar sus pensamientos de su hijo muerto, aunque no fuese más que por un instante, para darle un respiro.

Dan sonrió con amargura.

– Un clásico. ¿Dónde se conoce la gente de nuestra edad en Fjällbacka? En el Galären, claro. Nos vimos cada uno desde un extremo del local y fue una revelación. Jamás había sentido una atracción semejante por otra mujer.

Erica experimentó una leve, muy leve punzada de celos al oír aquellas palabras. Dan prosiguió:

– Entonces no pasó nada, pero un par de fines de semana después ella me llamó al móvil. Fui a su casa. Y, luego, todo vino rodado. Robaba momentos que poder compartir con ella cuando Pernilla se iba a algún sitio. Pocas tardes y menos noches, en otras palabras, por lo general nos veíamos de día.

– ¿No temías que os viesen los vecinos cuando ibas a su casa? Ya sabes la rapidez con que se difunden aquí las noticias.

– Sí, claro que pensé en ello. Solía saltar la valla por la parte posterior y luego entraba por la puerta del sótano. Si quieres que te sea sincero, eso constituía una parte importante de la excitación. El peligro, el riesgo.

– Pero ¿no sabías lo mucho que te jugabas?

Dan le daba vueltas al gorro entre las manos mirando obstinado la cubierta del barco mientras hablaba.

– Claro que sí. En un sentido. Pero en el otro, me sentía invulnerable. Ya sabes, eso les pasa a los demás, jamás a uno mismo. ¿No es así?

– ¿Lo sabe Pernilla?