Fue llamando por orden a todos los números que aparecían en el detalle y no tardó en comprobar que Anders tan sólo llamaba a unos pocos. Pero uno resultaba llamativo. No aparecía en absoluto al principio de la lista, pero a partir de la primera vez era el de mayor frecuencia. Patrik marcó el número y aguardó.
Estaba a punto de colgar, tras haber dejado sonar ocho tonos, cuando saltó un contestador automático. El nombre que oyó al otro lado del hilo telefónico lo hizo sentarse como un clavo en la silla, lo que lo obligó a estirar los músculos de los muslos, pues no había reparado en que tenía las piernas indolentemente extendidas sobre la mesa. Las puso en el suelo y se masajeó el aductor derecho que su impetuoso movimiento parecía haber estirado más de lo que, por la falta de entrenamiento, podía soportar.
Patrik colgó despacio el auricular antes de que sonase la señal que indicaba que podía dejar su mensaje. Dibujó un círculo alrededor de una de las anotaciones que había hecho en el bloc y, tras unos minutos de reflexión, dibujó un círculo más. El mismo se encargaría de una de las dos tareas, pero la otra podía encargársela a Annika. Con el bloc en la mano, se encaminó a la mesa de Annika, que tecleaba enérgica ante su ordenador con las gafas en la punta de la nariz. La mujer alzó la vista y lo miró inquisitiva.
– Veamos, has venido a ofrecerme la posibilidad de hacerte cargo de alguna de mis tareas y así aligerar mi desproporcionada carga laboral, ¿no es cierto?
– Mmm, no, no era eso exactamente lo que tenía pensado.
Patrik esbozó una sonrisa.
– Ya, me lo temía.
Annika lo miró con fingida severidad.
– Bien, en ese caso, ¿cómo pensabas contribuir a mi incipiente úlcera?
– Un favor muy pequeño, insignificante.
Patrik le indicó lo pequeño que era el favor midiendo un milímetro con el índice y el pulgar.
– Bien, suéltalo.
Acercó una silla y se sentó al otro lado del escritorio de Annika. Su despacho era, pese a ser diminuto, el más agradable de toda la comisaría, sin lugar a dudas. Tenía un montón de plantas que parecían germinar a las mil maravillas, pese a que la única luz que recibían entraba por el ventanuco que daba a la entrada, lo cual debía considerarse como un milagro de orden menor. Las frías paredes de hormigón aparecían recubiertas de fotografías de las dos grandes pasiones de Annika y de su marido Lennart: sus perros y las carreras de dragracing. La pareja tenía dos labradores que los acompañaban por toda Suecia, adonde quiera que se celebrase una de esas competiciones. Lennart era el que participaba, pero Annika lo acompañaba para animarlo y eternamente dispuesta con el refrigerio y el termo de café. En general, siempre se veían con las mismas personas en las distintas carreras y, con el paso de los años, habían logrado formar un grupo tan unido que sus miembros se consideraban los mejores amigos. Había competición dos fines de semana al mes, como mínimo y, en tales casos, era imposible hacer que Annika trabajase.
Patrik leía sus notas.
– Verás, me preguntaba si no podrías ayudarme a hacer un pequeño inventario de la vida de Alexandra Wijkner. Empezando por su muerte y comprobando todos los datos que tenemos. Cuánto tiempo estuvo casada con Henrik. Cuánto tiempo estuvo viviendo en Suecia. Toda la información de sus años académicos en Francia y Suiza, etcétera, etcétera. ¿Comprendes lo que pretendo conseguir?
Annika había ido tomando nota en un bloc mientras él hablaba y le dirigió una mirada afirmativa por toda respuesta. Estaba seguro de que así se enteraría de todo lo que merecía la pena saber y, ante todo, de que así sabría si algunos de los datos que tenía no valían ni el papel en el que estaban escritos. Porque tenía que haber algo que no encajase; de eso, también estaba totalmente seguro.
– Gracias, Annika. Eres un tesoro.
Patrik empezaba a levantarse de la silla cuando un agrio «¡siéntate!» de Annika lo obligó a detenerse a medio camino y a volver a colocar el trasero sobre el asiento. Ahora comprendía por qué sus labradores estaban tan bien adiestrados.
La mujer se retrepó en la silla con una sonrisa satisfecha y Patrik supo enseguida que su primer error había consistido en acudir a su despacho personalmente, en lugar de dejarle una nota con sus instrucciones. Debería haber recordado que ella siempre adivinaba sus intenciones y que, además, su olfato para los romances era del todo sobrenatural. Así que no le quedaba más que hacer ondear la bandera blanca y capitular, retreparse como ella y aguardar la avalancha de preguntas que, sin duda alguna, se le avecinaba. Annika abrió con una introducción suave, aunque insidiosa.
– ¡Sí que pareces agotado hoy!
– Mmmm…
Pues Patrik no estaba dispuesto a transmitirle la información sin ningún esfuerzo por su parte.
– ¿Estuviste ayer en una fiesta?
Annika seguía pescando sin dejar de buscar, con ingenio maquiavélico, los puntos débiles del armamento.
– Bueno, lo que se dice una fiesta… Según se mire. A ver, ¿cómo se define una fiesta?
El joven agente abrió los brazos y también sus claros ojos azules con expresión inocente.
– Venga, Patrik, ahórrate los rodeos. Cuéntame: ¿quién es?
Pero él no contestaba, dispuesto a torturarla con su silencio. Tras unos segundos, vio centellear una chispa en los ojos de Annika.
– ¡Ajá!
El grito sonó triunfante y Annika movió el índice victoriosa.
– ¡Es ella! ¿Cómo se llama? Se llama…
Chasqueaba los dedos mientras rebuscaba febrilmente en su memoria.
– ¡Erica! ¡Erica Falck!
Aliviada, volvió a retreparse en la silla.
– Bueeeno, Patrik… ¿Y cuánto tiempo lleváis…?
No dejaba de sorprenderlo la precisión infalible con que Annika solía acertar enseguida. Y tampoco tenía sentido negar que así era. Sintió cómo un delicado rubor empezaba a extenderse desde la coronilla hasta los dedos de sus pies y ese rubor resultaba más elocuente que nada de lo que él pudiese decir. Después, fue incapaz de contener una amplia sonrisa que, para Annika, fue la confirmación absoluta de sus sospechas.
Cinco minutos más tarde, tras el temido tiroteo de preguntas, logró marcharse del despacho de Annika con la sensación de haber recibido una paliza. Aunque, bien mirado, no había sido del todo desagradable tratar el tema de Erica y, de hecho, le costó volver a la tarea que se había impuesto abordar inmediatamente. Se puso la cazadora, le dijo a Annika adonde se dirigía y salió al frío invernal de la calle, donde el suelo se iba cubriendo de gruesos copos de nieve.
Desde la ventana, Erica veía los copos deslizarse hacia tierra. Estaba sentada ante el ordenador, pero lo había apagado y llevaba ya un rato mirando la negra pantalla. A pesar de un tremendo dolor de cabeza, se había obligado a escribir diez páginas sobre Selma. El libro había dejado de provocar en ella el menor entusiasmo, pero había firmado un contrato que cumpliría dentro de dos meses. La conversación con Dan había puesto una sordina a su buen humor y ahora se preguntaba si, en aquel mismo momento, su amigo estaría contándoselo todo a Pernilla. Decidió utilizar su preocupación por Dan en algo creativo y volvió a encender el ordenador.