– Pernilla, sé que estáis pasando un momento muy difícil, pero Dan y tú sois una familia. Tenéis tres hijas preciosas y quince años estupendos a vuestras espaldas. No te precipites. Y no me malinterpretes del todo. No es que defienda lo que ha hecho. Y es posible que no podáis seguir juntos. Que no se le pueda perdonar. Pero espera a que todo vuelva a su cauce antes de tomar una decisión. Piénsatelo bien, antes de actuar. Sé que Dan te quiere, me lo ha dicho hoy mismo. Y también sé que está profundamente arrepentido. Me dijo que había pensado dejarla y yo lo creo.
– Yo ya no sé qué creer, Erica. Nada de aquello en lo que he creído ha resultado cierto así que, ¿en qué voy a creer ahora?
Aquella pregunta no tenía respuesta. Un silencio insoportable se interpuso entre ellas.
– ¿Cómo era?
Una vez más vislumbró Erica un fuego que, frío, ardía en el fondo de los ojos de Pernilla. No tuvo que preguntarle a quién se refería.
– Fue hace tantos años. Yo ya no la conocía.
– Era hermosa. Yo la veía por aquí los veranos. Era exactamente como yo soñaba ser. Hermosa, elegante, sofisticada. Me hacía sentir como una palurda y habría dado cualquier cosa por ser como ella. En cierto modo, comprendo a Dan. Si nos colocas juntas a Alex y a mí, es evidente quién gana.
Dijo aquello con frustración, al tiempo que tironeaba de su práctica pero anticuada vestimenta, como para ilustrar sus palabras.
– Y también a ti te he envidiado siempre. Su gran amor de juventud que se marchó a la gran ciudad y lo dejó aquí, añorándola. La escritora de Estocolmo que había conseguido ser alguien en la vida y que venía de vez en cuando a brillar con su presencia entre nosotros, simples mortales. Dan se pasaba semanas hablando de tu siguiente visita.
La amargura que rezumaba la voz de Pernilla horrorizó a Erica y, por primera vez, se avergonzó de haberla menospreciado. No se había enterado de nada. Al hacer examen de conciencia, tuvo que reconocer que hallaba cierta satisfacción en el hecho de demostrar la diferencia entre ella y Pernilla. Entre su corte de pelo de quinientas coronas en una peluquería de Stureplan y la permanente casera de Pernilla. Entre su ropa de marca comprada en la calle de Biblioteksgatan y las blusas baratas y las faldas largas de Pernilla. ¿Qué importancia tenía aquello? ¿Por qué, en momentos concretos de debilidad, se había alegrado de esas diferencias? Era ella quien había dejado a Dan. ¿Sería simplemente por satisfacer su propio ego, o sería porque, en el fondo, sentía envidia de que Pernilla y Dan tuviesen tanto más que ella? En lo más hondo de su ser, ¿no les envidiaría la familia que tenían? ¿Y no se habría arrepentido incluso de haberse marchado? ¿De no ser ella la que ahora tuviese la familia de Pernilla? ¿Habría intentado despreciar a Pernilla porque, de hecho, le tenía envidia? Era una idea despreciable, pero no podía deshacerse de ella. Se avergonzaba de ello en lo más hondo de su alma. Y, al mismo tiempo, se preguntaba hasta dónde habría llegado ella por defender lo que Pernilla tenía. ¿Hasta dónde estaba dispuesta a llegar Pernilla? Erica la observaba reflexiva.
– ¿Qué van a pensar mis hijas?
Le dio la impresión de que Pernilla no había pensado que, aparte de Dan y ella, había más personas afectadas por la situación.
– Lo sabrá todo el mundo, ¿verdad? Me refiero a lo del niño. ¿Qué van a pensar las niñas?
La sola idea parecía infundirle pánico y Erica se esforzaba por calmarla.
– La policía tiene que saber que era Dan quien se veía con Alex, pero eso no significa que todo el mundo tenga que saberlo. Vosotros decidiréis qué le contáis a las niñas. Tú aún conservas el control.
Al parecer, sus palabras tranquilizaron a Pernilla que tomó un par de tragos de café. A aquellas alturas, debía de estar frío, pero a ella no pareció importarle. Erica sintió, por primera vez, una intensa furia contra Dan. Le sorprendía que hubiese tardado tanto, pero ahora la sentía crecer en su interior. ¿Cómo podía ser tan estúpido? ¿Cómo había podido tirar por la borda lo que tenía, con o sin atracción? ¿No comprendía lo afortunado que era?
Cruzó las manos sobre la rodilla e intentó, sin palabras, comunicarle a Pernilla que estaba con ella; pero no supo si recibía o no el mensaje.
– Gracias por escucharme. De verdad que aprecio que lo hayas hecho.
Sus miradas se cruzaron. No había pasado ni una hora desde que Pernilla llamó a la puerta, pero Erica había aprendido mucho en ese tiempo, y, sobre todo, de sí misma.
– ¿Podrás arreglártelas? ¿Tienes adónde ir?
– Pienso ir a casa -dijo Pernilla con voz clara y resuelta-. No voy a permitir que ella me aleje de mi casa y de mi familia. No pienso darle esa satisfacción. Pienso irme a casa con mi marido para solucionar esto. Pero no será sin condiciones. A partir de ahora, las cosas se harán de otro modo.
Erica no pudo evitar esbozar una sonrisa, pese a lo trágico de la situación. Dan tendría que vérselas con más de un obstáculo, eso estaba claro. Pero se lo tenía merecido.
Se abrazaron brevemente junto a la puerta. Mientras Pernilla, ya sentada al volante, se alejaba de allí, Erica deseó de corazón que Dan y ella fuesen felices. Sin embargo, no podía evitar sentir cierto desasosiego. La imagen de la mirada de Pernilla, llena de odio, no abandonaba su memoria. En aquella mirada no había lugar para la compasión.
Tenía todas las fotografías extendidas ante sí sobre la mesa. Lo único que le quedaba de Anders eran las fotografías. Casi todas antiguas y amarillentas. Hacía muchos años que no había motivo para hacerle una foto. Los retratos de cuando era un bebé eran en blanco y negro y, cuando fue creciendo, pasaron a ser en color. Anders fue un niño feliz. Algo indómito, pero siempre alegre. Considerado y amable. Se había ocupado de ella y se había tomado en serio su papel de hombre de la casa. A veces, demasiado en serio, tal vez; pero ella lo dejaba hacer. Lo hizo, bien o mal. ¡Era tan difícil saberlo! Tal vez hubiese debido hacerlo todo de otro modo, o tal vez el modo no hubiese importado lo más mínimo. Quién sabe.
Vera sonrió al ver una de sus fotos favoritas. Anders en su bicicleta, orgulloso como un gallo. Ella había trabajado muchas noches y fines de semana haciendo horas extra para poder comprársela. Era una bicicleta de color azul oscuro y tenía un asiento, de esos que llamaban de gota, que según Anders era lo único que le pediría en toda su vida. Había suspirado por aquella bicicleta más que por ninguna otra cosa en el mundo y Vera no olvidaría jamás la expresión de su cara cuando se la regaló el día de su octavo cumpleaños. Paseaba en ella siempre que podía y, en aquella foto, había conseguido captarlo justo cuando pedaleaba a toda velocidad. Su cabello largo se rizaba sobre el cuello de la ajustada sudadera Adidas con sus rayas blancas en las mangas. Así era como quería recordarlo. Antes de que todo empezara a torcerse.
Vera llevaba mucho tiempo esperando aquel día. Cada llamada telefónica, cada toque en la puerta, le traía el miedo. Aquella llamada o aquel toque en la puerta podía ser el que le trajera lo que ella tanto había temido durante tanto tiempo. Y, a pesar de todo, nunca creyó del todo que ese día llegaría al fin. Iba en contra de las leyes de la naturaleza el que un hijo muriese antes que sus progenitores y quizá por eso fuese tan difícil imaginar esa posibilidad. La esperanza es lo último que se pierde y, en cierto modo, ella confiaba en que todo se arreglaría de alguna manera. Aunque fuese mediante un milagro. Pero no había milagros. Ni esperanza. Lo único que le quedaba era la desesperanza y un montón de viejas fotos amarillentas.