El tic tac del reloj de la cocina resonaba estridente en medio del silencio. De repente, tomó conciencia de hasta qué punto su casa estaba descuidada. No había reparado nada durante años, y se notaba. Había mantenido a raya la suciedad, pero no había logrado limpiar los residuos de la indiferencia, que parecía adherida a paredes y techo. Todo era gris, sin vida. Desaprovechado. Eso era lo que más la apesadumbraba. Que todo estaba desaprovechado, malgastado.
El alegre rostro que Anders lucía en las fotos se burlaba de ella. Era la prueba más evidente de que ella había fracasado. Su misión consistía en mantener esa sonrisa en su semblante, darle algo en lo que creer, esperanza y, ante todo, amor para el futuro. En cambio, ella se había quedado callada mientras veía cómo le arrebataban todo aquello. Había descuidado su labor de madre, una vergüenza que jamás conseguiría lavar de su conciencia.
Le sorprendió comprobar lo escasas que eran las pruebas de que Anders hubiese estado vivo. Los cuadros habían desaparecido, los pocos muebles que tenía en el apartamento acabarían en la basura, si nadie los quería. En su casa no quedaba ninguna de sus pertenencias, que él había vendido o destrozado con el uso a lo largo de los años. La única evidencia de que había existido era aquel puñado de fotografías que ella tenía sobre la mesa. Y sus recuerdos. Claro que existiría también en el recuerdo de otras personas, pero como un desgraciado borracho, no como alguien a quien añorar ni por quien llorar. Ella era la única que conservaba buenos recuerdos de él. En ocasiones, resultaba difícil dar con ellos, pero existían y, en un día como aquél, eran los únicos que le venían a la memoria. Los demás quedaban prohibidos.
Los minutos se convirtieron en horas y Vera seguía sentada ante la mesa de la cocina mirando las fotografías. Empezó a sentir rígidas las articulaciones y a sus ojos cansados les costaba distinguir los detalles de las fotos a medida que la oscuridad del invierno ahogaba la casa, pero eso daba igual. Ahora, ya estaba completa e implacablemente sola.
El timbre de la puerta retumbó en la casa. Le llevó tanto tiempo oír que alguien se movía dentro, que ya estaba a punto de volver al coche, pero, tras un rato de espera, oyó que alguien se acercaba despacio. La puerta se abrió lentamente y allí estaba Nelly, que lo miraba inquisitiva. Se asombró al ver que abría ella misma. En efecto, se había imaginado que un adusto mayordomo enfundado en reluciente librea le mostraría el camino hacia el interior de la casa. Claro que ya no habría quien tuviera mayordomos.
– Hola, soy Patrik Hedström, de la policía de Tanumshede. Quería ver a su hijo, Jan.
Patrik había llamado antes a la oficina, pero allí le habían comunicado que Jan trabajaba hoy desde casa.
La anciana no pestañeó siquiera, sino que se hizo a un lado y lo dejó pasar.
– Un momento, voy a llamarlo.
Con paso lento pero elegante, Nelly se dirigió a una puerta que resultó ocultar una escalera que conducía hacia abajo. Patrik había oído decir que Jan habitaba el piso del sótano de la lujosa casa, y concluyó que allí era donde desembocaba la escalera.
– Jan, tienes visita. La policía.
Patrik se preguntó si la débil voz quebrada de Nelly se oiría en el fondo, pero unos pasos en la escalera le confirmaron que, en efecto, así fue. Cuando Jan llegó al descansillo, madre e hijo cruzaron una mirada cómplice cargada de mensajes secretos. Después, Nelly se retiró a sus habitaciones, con un gesto de asentimiento a modo de saludo hacia Patrik, mientras Jan se le acercaba con la mano extendida y una sonrisa que dejaba ver un montón de dientes. Patrik pensó en un aligator. Un aligator sonriente.
– Hola. Soy Patrik Hedström, de la comisaría de Tanumshede.
– Jan Lorentz. Encantado.
– Estoy trabajando en la investigación del asesinato de Alex Wijkner y quisiera hacerte unas preguntas, si no te importa.
– Por supuesto. No veo cómo podría ayudar, pero ése es vuestro trabajo, no el mío, ¿verdad?
De nuevo la sonrisa de aligator. Patrik sintió que se le iban los dedos: se moría de ganas de borrar aquella sonrisa que lo sacaba de quicio.
– Si no te importa, podemos bajar a mi apartamento. Así no molestaremos a mi madre.
– Claro, ningún inconveniente.
A Patrik le resultaban extraños aquellos arreglos de vivienda. En primer lugar, no soportaba a los hombres adultos que aún vivían en casa de su madre; en segundo lugar, le costaba entender que Jan aceptase verse relegado a un oscuro sótano, mientras que la anciana vivía en la magnificencia de aquellos doscientos metros cuadrados, como mínimo. Habría sido lógico que Jan pensase que, de haber estado con ellos, a Nils no le habría tocado vivir en el sótano.
Patrik lo acompañó escaleras abajo y tuvo que admitir que, para ser un sótano, no estaba nada mal. No habían escatimado en ningún gasto y el apartamento había sido decorado por alguien que deseaba mostrar su poder adquisitivo. Por todas partes había cordones dorados, terciopelo y brocados, de las mejores marcas, seguramente; aunque, por desgracia, la falta de luz natural no le hacía justicia a tan rica decoración. Por el contrario, el conjunto recordaba ligeramente al ambiente de un burdel. Patrik sabía que Jan estaba casado y se preguntaba si sería su esposa quien había insistido en aquella decoración o si había sido él mismo. Según su propia experiencia, se inclinaba por la esposa.
Jan le indicó el camino hasta un pequeño despacho donde, además del escritorio y un ordenador había un sofá. Se sentaron cada uno en un extremo y Patrik sacó su bloc de notas del maletín. Había decidido esperar al máximo antes de mencionar la muerte de Anders Nilsson y no decirle a Jan nada al respecto hasta que fuese absolutamente necesario. La estrategia y la oportunidad eran factores importantes si quería sacarle a Jan Lorentz alguna información útil.
Miró al hombre que tenía frente a sí examinándolo. Su aspecto era, sencillamente, demasiado perfecto. La camisa y el traje no presentaban una sola arruga y el nudo de la corbata era ejemplar. Jan estaba recién afeitado, no tenía ni un cabello fuera de lugar y todo su ser irradiaba sosiego y confianza. También en este caso, la experiencia le decía a Patrik que todas las personas a las que interrogaba la policía se conducían con más o menos nerviosismo, aunque no tuviesen nada que ocultar. Una apariencia de total tranquilidad indicaba que la persona en cuestión tenía algo que ocultar: así rezaba la teoría de Patrik, de confección absolutamente casera. Y había resultado ser cierta con una frecuencia extraordinaria.
– ¡Qué lugar más agradable! -comentó Patrik pensando que no podía hacer ningún mal mostrándose educado.
– Sí, fue Lisa, mi esposa, quien eligió la decoración. Y, en mi opinión, lo hizo con bastante acierto.
Patrik miró a su alrededor observando el pequeño y oscuro despacho, decorado hasta la saciedad con cojines con lazos dorados y reluciente mármol. Un excelente ejemplo de lo que podía lograrse con poco gusto y mucho dinero.
– ¿Están ya cerca de alguna solución?
– Hemos obtenido bastante información y empezamos a forjarnos una idea de lo que pudo suceder.
No del todo cierto, pero debía intentar amedrentarlo un poco.
– ¿Conocías a Alex Wijkner? Por ejemplo, tengo entendido que tu madre acudió al funeral.
– No, en realidad, mentiría si dijera que la conocía. Claro que sabía quién era, aquí en Fjällbacka todo el mundo se conoce más o menos. Pero su familia dejó el pueblo hace muchos años. Si nos veíamos por la calle, nos saludábamos, pero poco más. En cuanto a mi madre…, no puedo responder por ella. Tendrás que preguntárselo directamente.
– Durante la investigación hemos sabido, por ejemplo, que Alex Wijkner mantenía…, ¿cómo decirlo?…, una relación con Anders Nilsson. Supongo que sabes quién es, ¿no?
Jan sonrió. Una sonrisa torcida, despreciativa.