El agente echó mano de la cazadora, pero lo hizo con tal ímpetu que, sin querer, derribó el perchero donde estaba colgada. Con una precisión de lo más desafortunada, el perchero arrastró en su descenso hacia el suelo tanto el cuadro de la pared como una maceta que había en un estante, lo que originó un estrépito considerable. Patrik decidió dejarlo todo como estaba por el momento, pero cuando salió al pasillo se encontró con que había más de una cabeza asomada a la puerta. Él se limitó a saludar con la mano antes de dirigirse corriendo hacia la salida, seguido de varios pares de ojos que lo miraban curiosos.
La oficina de Asuntos Sociales quedaba a tan sólo doscientos metros de la comisaría, así que Patrik emprendió el camino a través de la nieve por la calle donde se encontraban los comercios. Al final de ésta giró a la izquierda, a la altura de la posada de Tanumshede Gestgifveri, y siguió aún unos metros. La oficina estaba en el mismo edificio que la administración municipal y, una vez dentro, Patrik subió la escalera. Tras un animado saludo a la recepcionista, una joven que había sido su compañera de clase en el instituto, entró en el despacho de la asistente social. Siv Persson no se molestó en levantarse al verlo. Sus caminos se habían cruzado muchas veces durante los años que Patrik llevaba en la Policía y los dos respetaban la profesionalidad del otro, aunque no siempre compartían las mismas opiniones sobre el modo idóneo de llevar un caso. Principalmente, porque Siv era una de las personas más buenas del mundo y, para un asistente social, tal vez no fuese lo ideal ver sólo el lado bueno de las personas. Al mismo tiempo, Patrik la admiraba, pues, pese a haberse topado con un considerable número de granujas a lo largo de los años, Siv seguía conservando inalterable su visión positiva de la naturaleza humana. En el caso de Patrik, era más bien al contrario.
– ¡Hola, Patrik! Así que has conseguido cruzar el caos nevado de ahí fuera para llegar aquí, ¿eh?
Patrik reaccionó instintivamente ante la falta de naturalidad de su tono jovial.
– Sí, por poco si necesito una moto de nieve para llegar entero.
La mujer tomó las gafas, que tenía colgadas de un cordón alrededor del cuello, y se las colocó en la punta de la nariz. A Siv le encantaban los colores vivos y hoy llevaba unas gafas rojas a juego con su vestimenta. No había cambiado de peinado desde que la conocía: un corte a lo paje a la altura de la mandíbula y un flequillo corto justo por encima de las cejas. También su cabello era de color rojo cobrizo, y el conjunto de colores fuertes hizo que Patrik se animase sólo con mirarla.
– Querías mirar uno de mis antiguos casos, ¿no? El de Jan Norin.
Su tono de voz seguía siendo muy forzado. La mujer había preparado el material antes de que él llegase y lo tenía sobre la mesa en una gruesa carpeta.
– Bueno, pues, como ves, tenemos bastantes documentos sobre ese joven. Sus padres eran drogadictos y, si no hubiesen muerto en el incendio, tendríamos que haber intervenido tarde o temprano. El chico andaba a su antojo y, prácticamente, tuvo que criarse solo. Llevaba la ropa sucia y descosida y sus compañeros del colegio se burlaban de él y le hacían el vacío, porque olía mal. Al parecer, tenía que dormir en el viejo establo y por eso iba al colegio con la misma ropa con la que se había acostado.
Siv lo miró por encima de las gafas.
– Doy por supuesto que no piensas abusar de mi confianza, sino que traerás la autorización necesaria para obtener información sobre Jan, aunque sea después de haberla obtenido.
Patrik asintió sin decir nada. Sabía que era importante seguir las reglas, pero a veces las investigaciones exigían cierta eficacia y, en esos casos, los molinos de la burocracia debían moler a posteriori. Siv y él tenían una fluida relación profesional desde hacía tiempo, pero sabía que la asistente social tenía el deber de hacerle aquella pregunta. Así que empezó a indagar:
– ¿Por qué no intervinisteis antes? ¿Cómo se permitió que la cosa llegase tan lejos? Me da la impresión de que Jan estaba abandonado desde que nació y, cuando murieron sus padres, tenía ya diez años.
Siv lanzó un profundo suspiro.
– Sí, entiendo a qué te refieres y créeme, yo también lo he pensado mil veces. Pero cuando empecé a trabajar aquí, un mes o dos antes del incendio, eran otros tiempos. Tenían que pasar muchas cosas para que el Estado interviniese limitando el derecho de los padres a educar a sus hijos como quisieran. Además, por aquel entonces, no eran pocos los que abogaban por la educación libre lo que, por desgracia, perjudicó a niños como Jan. Por otro lado, jamás hallamos indicios de maltrato físico. Aunque sea un tanto cruel, tal vez lo mejor hubiese sido que lo golpearan de modo que hubiese ido a parar al hospital. En esos casos, gracias a Dios, solíamos empezar a echarle un ojo a la situación familiar. Pero, o bien lo maltrataban procurando que nunca se notase, o «simplemente», lo descuidaban -Siv describió con los dedos el signo de las comillas al decir la palabra simplemente.
En contra de su voluntad, Patrik sintió compasión por el pequeño Jan. ¿Cómo demonios podía uno convertirse en una persona normal con una infancia así?
– Y aún no has oído lo peor. Jamás conseguimos probarlo, pero había numerosos indicios de que sus padres cobraban dinero o drogas por permitir que hombres adultos abusaran de su hijo.
Patrik se quedó atónito, boquiabierto. Aquello era mucho peor de lo que jamás habría podido imaginar.
– Ya te digo, nunca pudimos probarlo, pero ahora vemos que Jan presentaba las características que hoy se asocian a los niños que son víctimas de abusos sexuales. Entre otras cosas, tenía serios problemas de disciplina en el colegio. Los demás niños le hacían el vacío, sí, pero también le tenían miedo.
Siv abrió la carpeta y se puso a hojear los papeles hasta que dio con el documento que buscaba.
– Aquí lo tenemos. En segundo, se llevó un cuchillo a la escuela y amenazó con él a uno de los que más lo acosaban. Incluso le hizo un corte en la cara, pero la dirección del centro silenció el asunto y, por lo que veo, no sufrió castigo alguno. Se produjeron varios altercados similares en los que Jan mostró gran agresividad contra sus compañeros de clase, pero el incidente del cuchillo fue el más grave. También lo denunciaron varias veces a la dirección por comportarse de forma indebida con las niñas de la clase. Para ser tan joven, protagonizaba insinuaciones y acosos sexuales muy avanzados. Tampoco esas denuncias condujeron a ningún correctivo. Sencillamente, no se sabía cómo tratar a un niño que presentaba tales trastornos en sus relaciones con las personas de su entorno. Estoy segura de que hoy habríamos reaccionado a los signos externos y habríamos actuado de algún modo, pero debes recordar que todo esto sucedió a principios de los setenta. Aquellos eran otros tiempos.
Patrik se sentía lleno de compasión y de rabia ante la idea de que alguien pudiese tratar así a un niño.
– Después del incendio, ¿se produjeron más episodios de este tipo?
– No, y eso es lo extraño. Después del incendio, fue acogido muy pronto por la familia Lorentz y, a partir de ahí, no volvimos a oír jamás que Jan tuviese problemas. Yo misma fui a visitar a la familia un par de veces para hacer un seguimiento de la situación y te aseguro que aquel era un Jan totalmente distinto. Allí estaba, sentado, enfundado en un traje de chaqueta y repeinado, mirándome fijamente, sin pestañear siquiera, mientras contestaba educadamente a todas mis preguntas. Bastante incomprensible, la verdad. Nadie puede cambiar tanto así, de la noche al día.
Aquello alertó a Patrik. Era la primera vez que oía a Siv insinuar siquiera algo negativo sobre alguno de sus casos. Y comprendió que merecía la pena indagar más en ello. Siv quería decirle algo, pero él tendría que sonsacárselo.
– Y en cuanto al incendio…
Dejó la frase inconclusa un instante y observó que Siv se enderezaba en la silla, lo que interpretó como indicio de que iba por buen camino.
– He oído ciertos rumores al respecto.
– Yo no puedo responder de los rumores. ¿Qué es lo que has oído?
– Que fue provocado. Incluso en el informe de nuestra investigación aparece como «incendio probablemente provocado», pero nadie encontró jamás ni rastro de los autores. El incendio se originó en la planta baja de la casa. La familia Norin dormía en una habitación de la planta superior y no tuvieron la menor posibilidad de salvarse. ¿Tú sabes quién podría odiar a los Norin hasta el punto de hacer algo así?
– Sí. -Su respuesta fue tan escueta y la pronunció en voz tan baja, que Patrik no estaba seguro de haber oído bien.
Entonces la mujer la repitió más alto:
– Sí, sabemos quién odiaba a los Norin lo suficiente como para quemarlos vivos.
Patrik guardó silencio, invitándola a que siguiese hablando a su ritmo.
– Yo acompañé a la policía hasta el interior de la casa. Los primeros en llegar fueron los bomberos y uno de ellos había ido a examinar el establo, para ver si las chispas de la casa habían llegado hasta allí, con el consiguiente riesgo de un nuevo incendio. El bombero encontró a Jan en el establo y, puesto que el niño se negaba a salir de allí, nos llamaron a nosotros. Yo era nueva en el trabajo de asistente social y he de reconocer que, cuando todo pasó, pensé que había sido bastante emocionante. Jan estaba sentado al fondo del establo, con la espalda contra la pared, vigilado por un bombero que quedó muy aliviado al vernos llegar. Yo despaché a la policía y entré para, según creía yo, consolar a Jan y llevármelo de allí. El pequeño no dejaba de mover las manos, pero, como estaba oscuro, no se veía lo que estaba haciendo. Entonces me acerqué y vi que trajinaba con algo que tenía en la rodilla. Era una caja de cerillas. Con sincero entusiasmo, clasificaba las cerillas en dos montones, las usadas, con la cabeza negra, en una mitad de la caja; y las nuevas, con la cabeza roja, en la otra mitad. Su rostro expresaba la más pura alegría. Todo él lucía como con una felicidad interior. Te aseguro, Patrik, que ha sido la experiencia más desagradable de toda mi vida. Todavía veo su rostro a veces, antes de acostarme. Ya a su lado, le quité la caja de cerillas con cuidado. Entonces me miró y preguntó: «¿Están muertos ya?» Sólo eso. «¿Están muertos ya?» Después soltó una risita y se dejó conducir fuera del viejo establo. Lo último que vi antes de salir fue una manta, una linterna y un montón de ropa arrojada en un rincón. Entonces comprendí que éramos culpables de la muerte de sus padres. Tendríamos que haber actuado muchos años antes.
– ¿Se lo has contado a alguien?
– No, ¿qué iba a decir? ¿Que mató a sus padres mientras jugabacon las cerillas? No, jamás he dicho nada hasta hoy, y porque tú me has preguntado. Pero siempre sospeché que se las vería con la policía de un modo u otro. ¿En qué está metido ahora?
– No puedo decirte nada aún, pero te prometo que te informaré en cuanto pueda. Te agradezco muchísimo que me hayas confiado todo esto y te aseguro que solicitaré la autorización enseguida, para que no tengas problemas.
Se despidió y se marchó enseguida.
Ya a solas, Siv Persson quedó sentada ante su escritorio, con las gafas rojas colgando del cordón, frotándose la base de la nariz con el pulgar y el índice y los ojos cerrados.
En el mismo momento en que Patrik se vio fuera, entre los torbellinos de nieve que se formaban en la acera, sonó su móvil. Ya se le habían congelado los dedos por el intenso frío y le costó abrir la pequeña tapa del teléfono. Deseaba que fuese Erica, pero se decepcionó al ver que era el número de la comisaría el que parpadeaba en la pantalla.
– Patrik Hedström. ¡Hola, Annika! No, ya estoy en camino. Bueno, espera un poco, no tardo nada en llegar a la comisaría.
Cerró la tapa. Annika lo había conseguido una vez más. Había encontrado algo que no encajaba en el relato biográfico de Alex.