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Si se veía obligada a aceptar la venta de la casa, ¿tendría alguna posibilidad de quedarse en Fjällbacka? No quería mudarse a casa de Patrik hasta que la solidez de su relación se hubiese sometido a la prueba del paso de bastante tiempo y, así las cosas, no le quedaba más alternativa que encontrar otra vivienda en Fjällbacka.

El problema era que esa alternativa no le atraía lo más mínimo. La principal razón era que, si vendían la casa, ella preferiría cortar todos sus lazos con Fjällbacka a visitarla y ver a gente extraña disponiendo de su casa de toda la vida. Tampoco se hacía a la idea de alquilar un apartamento, pues se sentiría muy extraña. Notó que la alegría iba esfumándose a medida que se amontonaban los puntos negativos. Seguro que tendría solución, pero no podía por menos de admitir que, aunque no era tanto como un vejestorio, los años que llevaba viviendo sola habían dejado su huella y ya no era tan flexible como antes. Tras seria consideración, había llegado a la conclusión de que estaba dispuesta a renunciar a su vida en Estocolmo, pero sólo si podía quedarse en el ambiente familiar de su casa de toda la vida. De lo contrario, su universo tendría que experimentar demasiados cambios y, enamorada o no, no se veía con fuerzas para ello.

Cabía la posibilidad de que la muerte de sus padres la hubiese hecho menos proclive a aceptar grandes cambios. Ese cambio, su pérdida, sería más que suficiente por muchos años y ahora no aspiraba más que a sumirse en una existencia segura y predecible. De tener miedo a las ataduras había pasado a no desear otra cosa que incluir a Patrik como una parte de esa vida segura y predecible. Quería poder planear su vida con todos los pasos habituales: convivir, prometerse, casarse, tener hijos y, después, una larga serie de días normales y corrientes, uno tras otro, hasta que llegase aquel en que se mirasen el uno al otro para descubrir que habían envejecido juntos. No le parecía mucho pedir.

Por primera vez sintió una punzada de dolor al pensar en Alex. Como si no hubiese comprendido hasta ahora que la vida de Alex había terminado irremediablemente. Aunque sus caminos no se hubiesen cruzado en muchos años, Erica había pensado en ella de vez en cuando, siempre sabiendo que su vida seguía adelante, paralela a la suya propia. Ahora, en cambio, ella era la única de las dos que tenía un futuro, que podría vivir el infortunio y la felicidad que los años le trajesen. Ahora y para el resto de su vida, cada vez que pensara en Alex lo haría recordando la imagen de su lívido cadáver en la bañera. La sangre en los azulejos y el cabello como un halo de santidad congelado. Tal vez ésa fuese la razón por la que había decidido empezar a escribir un libro sobre ella. Sería un modo de revivir los años en que fueron muy amigas y, al mismo tiempo, de conocer a la Alex en la que se convirtió después de que se separasen.

Lo que más preocupada la tenía últimamente era que el material le parecía algo inconsistente. Era como si estuviese mirando una figura tridimensional, pero sólo desde un lado. Los otros, tan importantes como el lado visible para hacerse una idea de la forma de la figura, no había podido verlos aún. Y había llegado a la conclusión de que debía observar más a las personas que había alrededor, no sólo a los protagonistas, sino a todos los que representaban papeles secundarios en torno a Alex. Pensó en primer lugar en algo que intuyó con la perspicacia de un niño pero que nunca llegó a entender.

El año antes de que Alex se mudase, se había producido un suceso que nadie le contó jamás. Tan pronto como ella se acercaba a un grupo de mayores, callaban los cuchicheos. Tenía la sensación de que estuviesen protegiéndola de alguna información y ahora sentía que necesitaba desesperadamente averiguar de qué se trataba. El problema era que no tenía ni idea de por dónde empezar. Lo único que recordaba de las ocasiones en que intentó escuchar a hurtadillas las conversaciones que, entre susurros, mantenían los mayores, era la palabra «escuela», que mencionaban a todas horas. No era gran cosa, pero no había más. Erica sabía que el profesor que ella y Alex habían tenido en primaria seguía viviendo en Fjällbacka, y tanto daba empezar por ahí como por cualquier otro lado.

El viento había arreciado y, pese a lo abrigado de su ropa, empezaba a notar el frío. Y pensó que era hora de empezar a moverse. Echó un último vistazo a Fjällbacka, que yacía protegida por la gran montaña que se alzaba a su espalda. Aquel panorama, bañado en verano por una luz dorada, aparecía ahora yermo y gris, pero a Erica no le parecía menos hermoso. En verano hacía pensar en un hormiguero donde se desarrollaba una actividad constante. Ahora, en cambio, el pueblecito irradiaba una dulce paz, como si de una ciudad dormida se tratase. Sin embargo, ella sabía que la impresión de calma era engañosa. Bajo la superficie latían también las distintas manifestaciones de la maldad humana representadas igual que en cualquier otro lugar del mundo habitado por el hombre. Había tenido la oportunidad de comprobarlo en parte en Estocolmo, pero Erica se temía que en Fjällbacka fuese aún más peligroso. El odio, la envidia, la codicia y la venganza, todo quedaba oculto bajo una gran tapadera creada por el qué dirán. La maldad, la mezquindad y la inquina fermentaban tranquilamente bajo una superficie que siempre aparecía reluciente. Allí sentada sobre las rocas de Badholmen, al contemplar el pueblecito cubierto por la nieve, Erica se preguntó cuántos secretos no guardarían sus casas.

Se estremeció y, con las manos hundidas en los bolsillos, emprendió el regreso al centro.

La vida se había ido convirtiendo en algo más amenazante cada año. Cada día descubría un nuevo peligro. Todo empezó el día en que tomó plena conciencia de todos los bacilos y bacterias que, en miríadas, circulaban a su alrededor. Para él, suponía un reto cada vez que tenía que tocar algo y si, al final, no le quedaba más remedio, veía ejércitos enteros de bacterias abalanzándose sobre él y amenazando con contagiarle infinidad de enfermedades, conocidas o no, que seguramente terminarían por causarle una muerte larga y dolorosa. Por otro lado, el entorno en sí se había convertido en una amenaza. Las grandes superficies comportaban sus riesgos, al igual que las pequeñas conllevaban los suyos. Cuando estaba con un grupo de gente, notaba que el sudor empezaba a manar enseguida de los poros de todos y la respiración se hacía más rápida y superficial. La solución a este problema era bien sencilla. El único entorno que podía controlar, al menos parcialmente, era su propia casa y se dio cuenta muy pronto de que, en realidad, podía vivir sin salir nunca más de ella.

Hacía ya ocho años desde la última vez que estuvo fuera y, desde entonces, había inhibido con tal eficacia toda posible añoranza de poder ver el mundo exterior que ya dudaba de su existencia. Se sentía satisfecho con su vida y no veía razón alguna para modificarla en lo más mínimo.

Axel Wennerström dedicaba su tiempo a una serie de medidas rutinarias sólidamente implantadas. Todos los días seguía el mismo esquema, y aquél no iba a ser diferente. Se levantó a las siete, desayunó y limpió toda la cocina con productos de gran poder desinfectante con el fin de eliminar las posibles bacterias que lo que había ingerido en el desayuno hubiese podido propagar en su camino desde el frigorífico hasta la mesa. Después, invertía las horas siguientes en quitar el polvo, fregar y ordenar el resto de la casa. A la una de la tarde, por fin, podía permitirse una pausa y sentarse a leer el periódico en el porche. Había acordado con Signe, el cartero, que le entregaría el diario todas las mañanas en una bolsa de plástico, con objeto de, en la medida de lo posible, rehuir la imagen de todas las manos sucias de la gente que lo había tocado antes de que llegase a su buzón.