– Verás, Eilert, tengo algunas preguntas que hacerte sobre los días previos al hallazgo del cadáver de Alexandra Wijkner. Cuando estuviste allí para comprobar que todo estaba en orden en la casa, antes de que ella llegase.
Patrik guardó silencio y miró a Eilert esperando su respuesta. Pero Svea se le adelantó.
– Bueno, bueno, es lo que yo digo. Pensar que algo así fuese a suceder aquí. Y que mi Eilert encontrase su cadáver. En las últimas semanas, no se ha hablado de otra cosa.
Tenía las mejillas encendidas por la excitación y Patrik tuvo que contenerse para no responder con un comentario cortante. En cambio, sonrió paciente y le dijo:
– Si me disculpa, me pregunto si existe la posibilidad de que su marido y yo hablemos a solas un rato. Es una norma policial el tomar declaración siempre sin la presencia de personas ajenas a la misma.
Aquello era una vil mentira, pero, para su satisfacción, comprobó que la mujer, pese a la gran indignación que sintió al verse despachada del centro de la emoción, aceptaba su autoridad en la materia y, en contra de su voluntad, se levantaba para marcharse. Eilert, que no podía reprimir su alegría al ver que Svea se quedaba decepcionada sin tomar parte en el festín, premió a Patrik con una risueña mirada de gratitud. Cuando su esposa salió hacia la cocina arrastrando los pies, Patrik retomó la conversación:
– Bueno, ¿dónde estábamos? ¡Ah, sí! Podrías empezar por hablarme de cuando estuviste en casa de Alexandra la semana anterior.
– ¿Qué importancia puede tener eso?
– Bueno, no puedo decírtelo aún con exactitud. Pero puede ser importante. Así que intenta recordar tantos detalles como sea posible.
Eilert reflexionó un instante en silencio, mientras aprovechaba para cargar cuidadosamente su pipa con tabaco que iba sacando de un paquete que llevaba grabadas tres anclas. Y no comenzó a hablar hasta que, con la pipa encendida, dio un par de hondas caladas:
– Veamos. La encontré el viernes. Y yo siempre iba allí los viernes para comprobar que todo estaba en orden antes de que ella llegase por la noche. Así que la última vez que estuve allí antes de su muerte fue el viernes anterior. No, un momento, el viernes de esa semana fuimos al cumpleaños del menor de mis hijos, que cumplía cuarenta, así que acudí a su casa el jueves por la noche.
– ¿Cómo viste la casa? ¿Notaste algo en particular?
Patrik apenas podía contener su ansiedad.
– ¿Algo en particular?
Eilert chupaba despacio de su pipa mientras hacía memoria.
– No, todo estaba en orden. Me di una vuelta por la casa y por el sótano, pero todo estaba bien. Y cerré con llave antes de marcharme. Ella me había dejado una llave.
Patrik se vio obligado a preguntar directamente aquello a lo que no paraba de darle vueltas.
– ¿Y la caldera? ¿Funcionaba bien? ¿Había calefacción en la casa?
– Desde luego que sí. La caldera funcionaba entonces de maravilla. Debió de estropearse después de que yo estuviese allí. Pero la verdad es que no comprendo qué puede importar cuándo se estropeó la caldera.
Eilert se sacó la pipa de la boca un momento.
– Si he de ser sincero, yo tampoco sé si tiene o no importancia. Pero te agradezco tu ayuda. Puede ser significativo para la investigación.
– Dime, por pura curiosidad, ¿por qué no me lo preguntaste por teléfono?
Patrik sonrió.
– Supongo que soy algo anticuado. Me parece que no le saco el mismo partido a la información por teléfono que hablando cara a cara con la gente. A veces me pregunto si no debería haber nacido hace cien años, antes de que llegasen todos los inventos modernos.
– Tonterías, muchacho. No te creas esa monserga de que antes todo era mejor. Frío, pobreza y trabajo del alba al anochecer no es un sueño, precisamente. Qué va. Yo, de lo moderno, utilizo todo lo que puedo. Incluso tengo un ordenador con conexión a Internet. ¿A que no te lo esperabas de un viejo como yo, eh? -dijo señalando a Patrik con la pipa.
– Bueno, tampoco puedo decir que me haya sorprendido del todo. En fin, tengo que irme.
– Espero que te sea de utilidad y que no hayas venido hasta aquí para nada.
– No, en absoluto. Me he enterado de lo que quería. Y, además, he tenido la oportunidad de probar los dulces de su esposa.
Eilert sonrió a regañadientes.
– Sí, eso sí que es verdad, buena repostera sí que es.
Se sumió luego en un silencio que parecía contener cincuenta años de privaciones. Svea que, con toda seguridad, había estado escuchando detrás de la puerta, no pudo aguantarse más y entró en la sala de estar.
– Bien, ¿habéis podido aclarar lo que necesitabais aclarar?
– Sí, gracias. Su marido se ha mostrado muy colaborador. Gracias por el café y los bollos, que estaban riquísimos.
– No hay de qué. Me alegro de que le hayan gustado. Venga, Eilert, empieza a quitar la mesa mientras yo acompaño al agente hasta la puerta.
Eilert comenzó a recoger las tazas y los platos mientras que Svea, sin parar de hablar incansablemente, acompañaba a Patrik a la salida.
– Cierre bien la puerta al salir. Es que no soporto las corrientes, ¿sabe?
Patrik lanzó un suspiro de alivio cuando la puerta se cerró y perdió de vista a la mujer. ¡Qué maruja tan horrible! Pero había conseguido la confirmación que buscaba. Ahora estaba prácticamente seguro de saber quién era el asesino de Alex Wijkner.
En el funeral de Anders no hizo tan buen tiempo como en el de Alex. El viento castigaba las partes del cuerpo que no estaban protegidas por prendas de abrigo y sonrojaba las mejillas de los asistentes. Patrik se había puesto tanta ropa como pudo, pero no fue suficiente contra el implacable frío, así que, mientras bajaban el ataúd, temblaba aterido junto a la tumba. El entierro en sí fue breve y desolador. Tan sólo habían acudido a la iglesia unas cuantas personas y Patrik se sentó discretamente algo apartado en el último banco. Vera estaba en el primero.
Incluso había dudado de si debía o no acudir al entierro, pero se decidió en el último minuto, pues pensó que era lo menos que podía hacer por Anders. Vera no había parpadeado durante todo el tiempo que él la estuvo observando, pero no por ello pensó que su dolor fuese menos intenso. Simplemente, se trataba de una mujer a la que no le gustaba mostrar públicamente sus sentimientos. Patrik la comprendía e incluso compartía su postura. En cierto modo, la admiraba. Era una mujer fuerte.
Después de finalizado el entierro, los pocos asistentes se dispersaron y se fueron cada uno en una dirección. Vera empezó a caminar despacio, con la cabeza gacha, sobre el paseo de gravilla que conducía hasta la iglesia. El gélido viento la azotaba sin piedad y la mujer se había anudado la bufanda como un pañuelo sobre la cabeza. Patrik vaciló un instante. Después de una breve lucha interna durante la que se incrementó la distancia entre los dos, tomó una decisión y se apresuró a alcanzar a Vera.
– Bonita ceremonia.
Ella sonrió con amargura.
– Sabes tan bien como yo que el entierro de Anders ha sido tan patético como la mayor parte de su vida. Pero gracias de todos modos. Has sido muy amable.
La voz de Vera desvelaba años de cansancio.
– Tal vez incluso deba estar agradecida. No hace tantos años, ni siquiera habría podido recibir sepultura en el cementerio. Le habrían asignado una porción de tierra fuera del camposanto, un lugar especial para los suicidas. Aún hay mucha gente mayor que cree que los que se quitan la vida no van al cielo.
Vera calló unos minutos y Patrik esperó a que siguiese hablando.
– Lo que hice con el suicidio de Anders, ¿tendrá consecuencias legales?