«No importa», se dijo. Su presencia en palacio era poco menos que interesante. Cuando llegara la trataría como si fuera una mosca en la pared: una pequeña molestia, nada más. Sería invisible para él. Ya no la desearía. Ya no.
Sadik regresó a la mesa y concentró toda la atención en la pantalla del ordenador. Pero en lugar de números vio el cuerpo de una mujer, y sintió cómo ardía la parte más recóndita de su ser.
Cleo entró en el vestíbulo de palacio, que tenía el tamaño de un campo de fútbol. Todo estaba tal y como lo recordaba: enorme, lujoso y lleno de gatos. La mayor parte del edificio tenía más de cien años, y aunque la mayoría de las estancias estaban reformadas Cleo tenía la sensación de estar pisando un trozo de historia. Caminaba con Zara por el pasillo que llevaba hacia el ala este de palacio. Detrás iban dos sirvientes con su equipaje. Zara seguía hablando de los preparativos de su boda.
De pronto Cleo se detuvo y se dio la vuelta. Se abrió una puerta y un hombre alto salió por ella. Caminaba con decisión, como si supiera perfectamente a dónde iba. Como si supiera que ella estaba allí.
Sadik.
Cleo se quedó sin respiración. Parecía que el corazón se le fuera a salir del pecho, sentía correr la adrenalina por las venas. Trató de mantener la calma, pero le resultaba imposible. Todos los nervios de su cuerpo estaban en estado de alerta. No podía oír ni ver a nadie que no fuera él.
Se sentía invadida por una insoportable combinación de alegría y dolor. Alegría de volver a verlo y dolor por todo lo que lo había echado de menos.
Él se acercó muy despacio, con cautela, como si ella fuera una presa que hubiera estado observando. Aquel hombre era imposible, pensó Cleo. Era imposible que fuera tan alto, tan guapo, tan experto en la cama.
La última vez que ella había estado allí el deseo había ocupado el lugar de la razón. Esperaba que aquellos meses hubieran servido para darle un poco más de sentido común, pero obviamente había esperado en vano. Su primer impulso fue arrojarse a sus brazos y suplicarle que la tomara allí mismo contra la pared, delante de todo el mundo. Su segundo impulso fue salir corriendo.
Sadik se paró delante de ella. Llevaba un traje hecho a medida que probablemente le habría costado más de lo que Cleo ganaba en dos meses. Y no tenía ninguna duda de que los zapatos valían el equivalente a su sueldo anual. No tenía nada en común con aquel hombre, y olvidarse de ello sólo serviría para romperle el corazón.
– Hola, Cleo -dijo él con aquella voz sensual y profunda que se le metía en los huesos.
– Hola, Sadik. Me alegro de verte -respondió ella tratando de sonreír con naturalidad pero sin conseguirlo.
Los ojos oscuros del príncipe se clavaron primero en su cabeza. Frunció ligeramente el ceño al observar su cabello corto peinado de punta. Luego le recorrió con la mirada el rostro y el cuerpo, deteniéndose en los pechos y en las caderas.
Cleo no cumplía con el ideal de la figura perfecta, a menos que se considerara como tal los cuadros de Rubens. Pero el príncipe Sadik le había dejado muy claro que encontraba deseable todos y cada uno de los rincones de su cuerpo. Incluso en aquel momento, al mirarla, expresaba sin palabras el placer que le producían sus curvas. El deseo de Sadik la hizo derretirse. Estaba deseando pedirle que retomaran su historia en el punto en que la habían dejado. Pero el poco sentido común que le quedaba la obligó a mantenerse en silencio.
Sadik movió inconscientemente la mandíbula, dando prueba de la tensión que pretendía ocultar y saludó a Zara con la cabeza antes de girar sobre sus talones y marcharse por donde había venido. Cleo se quedó con la sensación de que sólo había querido hacer una comprobación, tal vez verificar que su pasión seguía viva. Y lo estaba. Lo que Cleo no tenía muy claro era si aquello le parecería al Príncipe una buena noticia.
Capítulo 2
CLEO dio otra vuelta en la cama y se giró para mirar el reloj. Estaba tan cansada por la tarde que se había retirado a su dormitorio para echarse una siesta, y ahora era incapaz de conciliar el sueño. Era casi medianoche, y se sentía más inquieta que cansada. Tal vez se sentiría mejor si saliera a respirar un poco el aire. Se levantó y abrió las puertas del balcón que había en su alcoba. Nada más salir sintió el aire fresco del otoño y aspiró con fuerza el aroma de las flores del jardín y del mar que se adivinaba algo más allá. Podía escuchar los sonidos de las criaturas nocturnas acompañado por el vaivén de las olas. Aquello era como un sueño, pensó con una sonrisa. Pero había descubierto que los sueños a veces no terminaban felizmente. La última vez que había estado sola de noche en aquel balcón había soñado con un príncipe con el que compartir aquel momento. Pero ahora ya sabía que los príncipes eran unos tipos estupendos…vistos desde fuera.
Un sonido extraño le llamó la atención. Cleo se giró y distinguió a alguien moviéndose entre las sombras. El corazón le dio un vuelco. No por miedo, sino porque había reconocido a aquel hombre sin necesidad de verle la cara.
Sadik caminó hacia ella guiado por la luz de la lamparita que había justo a la izquierda de la puerta del dormitorio de Cleo. No dijo ni una palabra. Tanto mejor, porque ella tenía la garganta seca.
Llevaba puestos unos pantalones vaqueros y camisa de polo. Aquel atuendo no tenía nada de raro, pero Sadik era un príncipe y Cleo nunca lo había visto de otra manera que no fuera con traje de chaqueta o esmoquin. O desnudo. Pero mejor sería borrar aquella imagen de la cabeza, pensó.
Sadik se detuvo a menos de un metro de ella. Su expresión no reflejaba nada en concreto, pero Cleo tuvo la impresión de que no se alegraba de verla. Medía al menos dos metros, lo que significaba que le resultaba muy fácil mirarla por encima del hombro.
Cleo sintió el deseo momentáneo de dar un paso atrás. Pero en su lugar hizo lo que mejor se le daba: Decir lo que pensaba.
– Tengo que decir que surges de la oscuridad mejor que nadie -dijo apoyándose contra la barandilla-. ¿Es algo innato en los hombres altos o se trata más bien de una habilidad propia de príncipes?
– Veo que todavía no has aprendido a contener tu lengua -respondió él mirándola con los ojos entornados-. Como mujer que eres, deberías saberlo ya.
– Sadik, tienes que renovarte -aseguró Cleo poniendo los ojos en blanco -. Estamos en un nuevo milenio. Las mujeres tenemos cerebro y lo utilizamos. ¿O todavía no te has enterado?
– Soy el príncipe Sadik de Bahania -dijo entonces él con cierta agresividad-. No puedes hablarme de ese modo. Tienes que aprender cuál es tu sitio.
– La última vez que miré mi sitio estaba tres metros más allá -respondió Cleo señalando su dormitorio con la mano-. Así que lo conozco perfectamente y debo decir que es precioso.
Sadik dio medio paso hacia delante, colocándose demasiado cerca para el gusto de Cleo. La miró fijamente y emitió una especie de gruñido surgido desde lo más profundo de su garganta. Cleo no podía creerlo. Sintió cómo un escalofrío le recorría la espina dorsal y se estremeció. Por un lado le complacía saber que todavía lo excitaba, pero por otra parte al estar tan cerca de él le resultaba difícil pensar y respirar a la vez.
Sadik seguía mirándola y ella le aguantó la mirada. De ninguna manera iba a hacerle saber cuánto daño le había hecho. Que habían pasado ciento veinte noches desde que lo vio por última vez y que al menos había pasado setenta de ellas llorando.
Tenía que conseguir que Sadik no supiera nunca cuánto le había importado. Y desde luego que no se enterara de que estaba embarazada.
– ¿Cuándo piensas disculparte por haberte ido de mi cama? -le preguntó.
Aquella pregunta la pilló por sorpresa. Cleo se lo quedó mirando fijamente durante unos segundos mientras aquellas palabras le daban vueltas en la cabeza. ¿Acaso estaba loco?