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– Ninguna, dado lo ocurrido hoy. El problema que representa el señor Lord tendrá que esperar. Lo que debe preocuparnos ahora es qué va a ocurrir mañana.

Hayes no estaba dispuesto a cambiar de tema:

– Que conste que yo no estaba a favor de matar a Lord. Les dije a ustedes que podía manejarlo, fuese lo que fuese lo que temían de él.

– Como quiera -dijo Brezhnev -. Hemos decidido que el señor Lord es asunto suyo.

– Me alegra que estemos de acuerdo. No será problema. Pero aún no me ha explicado nadie por qué era problema.

Khrushchev dijo:

– Su ayudante está hurgando demasiado en los archivos.

– Para eso lo envié aquí. Siguiendo las instrucciones que ustedes me dieron, debo añadir.

La tarea asignada era simple. Descubrir cualquier cosa que pudiera afectar la candidatura de Baklanov al trono. Y Lord se había pasado diez horas diarias investigando, durante las últimas seis semanas, y había dado parte de todos sus hallazgos. Hayes sospechaba que algo de lo que él había trasladado al grupo había despertado la atención de Khrushchev, Brezhnev, Lenin y Stalin.

– No es necesario que lo sepa usted todo -dijo Stalin-. Ni creo que quiera usted saberlo. Baste decir que la eliminación del señor Lord nos pareció el modo más económico de tratar el asunto. El intento falló, de modo que seguiremos su criterio. Por ahora.

Esta afirmación vino acompañada de una sonrisa. A Hayes no le gustaba especialmente la condescendencia con que lo trataban. No era el chico de los recados. Era el quinto miembro de lo que en privado se denominaba Cancillería Secreta. Pero decidió no exteriorizar su enfado y cambió de tema:

– Doy por supuesto que se ha tomado la decisión de que el nuevo Zar gobierne en calidad de monarca absoluto.

– La cuestión del poder que haya de tener el Zar aún está discutiéndose -dijo Lenin.

Hayes comprendió que ciertos aspectos de lo que hacían eran únicamente rusos, y sólo los rusos podían decidir al respecto. Y mientras tales decisiones no pusieran en peligro la gigantesca contribución financiera de sus clientes, ni el considerable rendimiento que esperaba sacarle, a él qué más le daba.

– ¿Hasta qué punto podemos influir en la comisión?

– Tenemos nueve que votarán lo que les digamos, sea lo que sea -dijo Lenin -. Con los otros ocho estamos en contacto.

– Según las normas, tendrá que haber unanimidad -dijo Brezhnev.

Lenin suspiro:

– La verdad es que no entiendo cómo dejamos pasar eso.

La unanimidad fue, desde el principio, parte integral de la resolución fundacional de la Comisión del Zar. Se aprobaron ambas cosas, la idea del Zar y la comisión, pero con el control que implicaba que los diecisiete comisionados tenían que votar sí. Un voto bastaba para hacer fracasar cualquier intento de marcar las cartas.

A los otros ocho también los tendremos seguros cuando llegue el momento de votar -aclaró Stalin.

– ¿Están ustedes mismos trabajando en ese sentido? -preguntó Hayes.

– Ciertamente -dijo Stalin, echando un trago de su vaso-. Pero vamos a necesitar más fondos, señor Hayes. Estos individuos están resultando bastante caros de comprar.

El dinero occidental estaba financiando prácticamente todo lo que hacía la Cancillería Secreta, algo que Hayes no veía con buenos ojos. Era él quien sufragaba todos los gastos, pero sólo tenía voz hasta cierto punto.

– ¿Cuánto? -preguntó.

– Veinte millones de dólares.

Controló su reacción. Eso era además de los diez millones ya aportados treinta días atrás. Le habría gustado saber cuánta parte de ese dinero estaba yendo a los miembros de la comisión y cuánta a los hombres que ahora estaban con él, pero no se atrevió a preguntar.

Stalin le tendió dos tarjetas plastificadas.

– Ahí tiene usted sus credenciales de la comisión. Con ellas podrán entrar, usted y su señor Lord, en el Kremlin. También dan acceso al Palacio de las Facetas. Gozan ustedes de los mismos privilegios que los miembros de la comisión.

Se quedó impresionado. No había contado con estar presente en las sesiones de la comisión.

Khrushchev sonrió:

– Pensamos que sería mejor que asistiese usted en persona. Habrá un montón de periodistas americanos. Usted lo que tiene que hacer es pasar inadvertido e irnos informando. Ninguno de los miembros de la comisión lo conoce, ni sabe hasta dónde llegan sus relaciones. Lo que usted observe será de utilidad en nuestras discusiones venideras.

– También hemos decidido ampliar su participación -dijo Stalin.

– ¿De qué modo? -preguntó Hayes.

– Es importante que la comisión no tenga motivos de distracción durante las deliberaciones. Pondremos los medios para que la sesión sea corta, pero hay riesgo de influencias exteriores.

Ya había percibido, durante la reunión, que algo estaba incomodando a aquellos cuatro hombres. Algo que Stalin había dicho antes cuando le hizo preguntas sobre Lord. Qué trabajo les cuesta a los americanos entender hasta qué punto somos sensibles al destino, los rusos.

– ¿Qué quieren ustedes que haga?

– Lo que sea necesario, cuando lo sea. Por supuesto que cualquiera de nosotros podría echar mano de la gente a quienes representamos para solventar un problema, pero necesitamos cierto componente de desmentido. Desgraciadamente, a diferencia de lo que ocurría en la vieja Unión Soviética, los nuevos rusos no son muy buenos guardando secretos. Nuestros archivos están abiertos, la prensa es agresiva, hay una gran influencia extranjera. Usted, por otra parte, goza de credibilidad internacional. Y, además, ¿quién va a sospechar que esté metido en alguna actividad nefanda?

Stalin puso en sus labios una áspera sonrisa.

– Y ¿cómo he de manejar las situaciones que se presenten?

Stalin se sacó una tarjeta del bolsillo de la chaqueta. En ella había escrito un número de teléfono.

– Hay personas al otro lado del hilo. Si les dice usted que se tiren de cabeza al río Moscova y que se hundan para siempre, lo harán. Le sugiero que utilice tan gran lealtad con prudencia.

8

Miércoles, 13 de octubre

Lord miró las murallas púrpura del Kremlin a través de los cristales tintados del Mercedes. El reloj de la torre, desde muy alto, dio las ocho de la mañana. Taylor Hayes y él estaban siendo conducidos por la Plaza Roja adelante. El chofer era un ruso con una buena mata de pelo. A Lord le habría parecido inquietante, de no ser porque el propio Hayes se había ocupado del transporte.

La Plaza Roja estaba vacía de gente. Por respeto a los comunistas, muchos de los cuales aún merodeaban por la Duma, la plaza empedrada permanecía acordonada todos los días hasta la una de la tarde, que era cuando cerraban la tumba de Lenin a los visitantes. El gesto se le antojaba ridículo; no obstante, parecía suficiente para satisfacer el ego de quienes en un tiempo dominaron aquel país de 150 millones de habitantes.

Un centinela de uniforme, al ver la brillante pegatina naranja colocada en el parabrisas del coche, les indicó que entraran por la Puerta del Salvador. Lo emocionó entrar en el Kremlin por esa puerta. La Torre Spasskaya, allá en lo alto, había sido levantada en 1491 por Iván III, dentro de su masiva reconstrucción del Kremlin, y por esa puerta había accedido a la sede del poder cada uno de los nuevos Zares y Zarinas. Hoy en día era la entrada oficial a la Comisión del Zar.

Seguía temblando. Las imágenes de su persecución de ayer, no lejos de donde ahora estaba, desfilaron por su mente. Durante el desayuno, Hayes le había asegurado que no correrían riesgos y que se tomarían las medidas necesarias para garantizar su seguridad, y Lord daba por hecho que su jefe cumpliría en ese sentido. Confiaba en Hayes. Lo respetaba. Deseaba ansiosamente participar en lo que ocurría, pero no podía dejar de preguntarse si no estaría haciendo el tonto.