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¿Qué diría su padre si lo viese ahora?

El reverendo Grover Lord no era lo que se dice un entusiasta de los abogados. Se complacía en llamarlos plaga de langostas en los campos de la sociedad. El padre de Lord visitó en cierta ocasión la Casa Blanca, con un grupo de clérigos sureños invitados a salir en la foto mientras el presidente firmaba un vano intento de restaurar el rezo en las escuelas públicas. No había transcurrido un año cuando el Tribunal Supremo ya había anulado la ley por inconstitucionalidad. Plaga sin Dios, clamó el reverendo desde su pulpito.

A Grover Lord no le hizo ninguna gracia que su hijo se metiera a abogado y expresó su disgusto no contribuyendo ni con un centavo al coste de los estudios de Miles, aunque podría haberlos sufragado íntegros sin esfuerzo. Ello obligó a Lord a autofinanciarse mediante préstamos estudiantiles y trabajos nocturnos. Obtuvo buenas notas y se licenció con todos los honores. Consiguió un buen empleo y fue ascendiendo en el organigrama.

O sea: que le den mucho por donde le quepa, a Grover Lord, pensó.

El automóvil se adentró en el patio del Kremlin.

Miró con admiración lo que antaño fue el Presidium del Soviet Supremo, un compacto rectángulo neoclásico. En lo alto ya no ondeaba la bandera Roja de los bolcheviques. En su lugar, la brisa mañanera agitaba el águila bicéfala del imperio. También observó la ausencia del monumento a Lenin que en otros tiempos estuvo situado a la derecha, y recordó el alboroto que suscitó su retirada. Por una vez, Yeltsin hizo oídos sordos al desacuerdo popular y dio orden de que fundieran la efigie, para aprovechar el hierro.

Le pareció maravillosa la construcción que tenía en torno. El Kremlin era una perfecta ilustración de la inclinación rusa a los grandes tamaños. A los rusos siempre les habían encantado las plazas con capacidad para una plataforma lanzamisiles, las campanas tan enormes que luego nadie lograba subirlas al campanario, los cohetes tan poderosos que resultaban incontrolables. Cuanto más grande, mejor. No sólo mejor: espléndido.

El coche aminoró la marcha y viró a la derecha.

A la izquierda quedaban las catedrales del Arcángel San Miguel y la Anunciación; a la derecha, las de la Dormición y los Doce Apóstoles. Más edificios innecesariamente obesos. Todos se levantaron por orden de Iván III, una extravagancia que le granjeó el sobrenombre de el Grande. Lord sabía que muchos capítulos de la historia de Rusia se habían iniciado, o cerrado, en aquellas antiguas edificaciones, todas ellas rematadas en cúpulas doradas, de bulbo, y con trabajadas cruces bizantinas. Las había visitado todas, pero jamás había soñado que alguna vez penetraría en la Plaza de las Catedrales a bordo de una limosina oficial, participando en un intento de restaurar la monarquía rusa. No estaba nada mal, para el hijo de un predicador de Carolina del Sur.

– Vaya mierda -dijo Hayes.

Lord sonrió:

– Y tú que lo digas.

El automóvil se detuvo con suavidad.

Salieron al aire libre: una mañana helada de cielo azul resplandeciente y sin una nube, algo poco frecuente en el otoño ruso. Señal de buena suerte, quizá, pensó Lord, esperanzado.

Nunca había estado en el Palacio de las Facetas. No se permitía el paso a los turistas. Era uno de los pocos edificios del Kremlin que conservaba su forma original. Iván el Grande lo hizo construir en 1491, inspirándose, para dar nombre a su obra maestra, en los bloques de piedra caliza tallados en forma de diamante que cubrían el exterior.

Se abotonó el abrigo y subió en pos de Hayes la Escalera Roja ceremonial. Stalin mandó demoler la escalera original, y esta reencarnación se había hecho unos años atrás, a partir de cuadros antiguos. Por ella habían bajado los Zares para dirigirse a la Catedral de la Dormición, donde eran coronados. Y fue exactamente desde este punto desde donde contempló Napoleón el incendio que destruyó Moscú en 1812.

Se encaminaron hacia la Sala Grande.

Esa antigua estancia sólo la había visto en reproducciones graficas. Y, siempre tras los pasos de Hayes, rápidamente llegó a la conclusión de que las imágenes en modo alguno hacían justicia a aquella sala. Sabía que sus dimensiones eran de más de quinientos metros cuadrados, lo que hacía de ella la estancia más grande del siglo xv, pensada exclusivamente para impresionar a los dignatarios extranjeros. En el día de hoy las arañas daban una luz muy brillante, poniendo destellos de oro en la maciza columna central y en los ricos murales con escenas de la Biblia y de la sabia prudencia de los Zares.

Lord imaginó cómo habría sido la escena en 1613.

La casa de Ruirik, tras reinar durante setecientos años -sus figuras más notables fueron Iván el Grande e Iván el Terrible-, se había extinguido. A continuación, tres hombres intentaron ser Zares, y ninguno de ellos lo consiguió. Luego vino el Período Difícil, doce años de angustia durante los cuales hubo muchos que intentaron crear una nueva dinastía. Al final, los boyardos, hartos del caos, se plantaron en Moscú -dentro de las murallas que ahora rodeaban a Lord- y eligieron una nueva familia gobernante. Los Romanov. Pero Mijaíl, primer Zar Romanov, halló el país en un tremendo estado de agitación. Bandidos y ladrones merodeaban por los bosques. La hambruna casi general y la enfermedad hacían estragos en el país. Había cesado casi toda la actividad económica y comercial. Nadie recaudaba los impuestos, las arcas del Tesoro estaban prácticamente vacías.

Más o menos como ahora, pensó Lord, en conclusión.

Setenta años de comunismo habían dejado las mismas secuelas que doce años sin Zar.

Por el momento, imaginó que era uno de los boyardos que habían participado en la elección, luciendo finas prendas de terciopelo y brocado, con un gorro de marta cibelina, sentado en uno de los bancos de roble que se alineaban contra las paredes doradas.

Qué gran momento tenía que haber sido ése.

– Qué cosa -susurró Hayes-. Esta gente se ha tirado siglos y más siglos sin conseguir que un terreno diera dos cosechas seguidas, pero mira lo que eran capaces de construir.

Lord participaba de aquella opinión.

Una hilera de mesas colocadas en U y cubiertas de terciopelo rojo ocupaba un extremo de la sala. Lord contó diecisiete sillas de respaldo alto y vio cómo las iban ocupando los delegados, todos varones. Ninguna mujer había llegado a los diecisiete primeros puestos. No había habido elecciones regionales. Sólo un período de calificación de treinta días, pasado el cual los diecisiete que consiguieron mayoría relativa fueron nombrados miembros de la comisión. En esencia, un gigantesco concurso de popularidad, pero quizá el modo más sencillo de garantizar que ninguna facción dominara el voto.

Siguió a Hayes hasta una fila de sillas y tomó asiento con los demás dirigentes y la prensa. Había cámaras de televisión para retransmitir las reuniones en directo.

Abrió la sesión un delegado a quien el día anterior se había nombrado presidente. El hombre se aclaró la garganta y se puso a leer en ruso una declaración preparada de antemano.

– «El 16 de julio de 1918, nuestro nobilísimo Zar, Nicolás II, junto con todos los herederos de su sangre, fueron apartados de esta vida. Nuestro mandato consiste en rectificar lo ocurrido en los años subsiguientes y devolver a esta nación su Zar. El pueblo ha designado a esta comisión para que designe la persona que ha de regir el país. Esta decisión no carece de precedentes. Otro grupo de hombres se dio cita aquí, en esta misma sala, en 1613, y proclamó al primer gobernante de la estirpe Romanov, Mijaíl. Su progenie gobernó este país hasta la segunda década del siglo xx. Nos hemos reunido aquí para enmendar el yerro en que incurrimos entonces.

»Anoche nos juntamos a rezar con Adriano, Patriarca de Todas las Rusias. Él rogó a Dios que nos guiara en este empeño. Quede claro a todos los presentes que esta comisión se llevará adelante de un modo civilizado, franco e imparcial. Buscaremos el debate, porque sólo del contraste de pareceres puede salir la verdad. A partir de este momento, que todo el que desee expresar algo se acerque a la mesa para ser escuchado.»