Ella volvió a sacudirlo.
– Padre, no debes hablar así. Alexis te necesita.
La calma lo invadió.
– No temas, Mamá. Hay otra visión. Salvadora. Es la primera vez que me sobreviene. Oh, qué profecía. La veo con toda claridad.
PRIMERA PARTE
1
Moscú, Época Actual
Martes, 12 de octubre
13:24
En quince segundos, la vida de Miles Lord cambió para siempre.
Primero vio el automóvil. Una ranchera Volvo azul oscuro, de un color tan profundo que parecía negro a la resplandeciente luz del mediodía. Luego se fijó en los neumáticos delanteros abriéndose camino en línea recta por entre el tráfico, en la muy transitada Nikolskaya Prospekt. Luego, la ventanilla trasera, reflectante como un espejo, descendió, y el distorsionado reflejo de los edificios circundantes quedó reemplazado por un rectángulo que el cañón de un arma perforaba.
Explotaron las balas en la pistola.
Se lanzó al suelo. Se alzaron alaridos a su alrededor mientras caía de bruces en la acera grasienta. La calle estaba llena de compradores vespertinos, turistas y trabajadores, todos ellos poniéndose a cubierto, ahora, mientras el plomo dibujaba su huella en la gastada piedra de aquellos edificios de la era estalinista.
Se dio la vuelta en el suelo y buscó con la mirada a Artemy Bely, su compañero de almuerzo. Había conocido al ruso dos días antes, tomándolo por un abogado joven y amigable, al servicio del Ministerio de Justicia. Entre compañeros, habían cenado juntos la noche anterior y habían desayunado juntos aquella misma mañana, hablando de la nueva Rusia y de los grandes cambios que se aproximaban, maravillados, uno y otro, de estar participando en la Historia. Abrió la boca para gritar, pero antes de que pudiera emitir sonido entró en erupción el pecho de Bely: su sangre y sus vísceras salpicaron el escaparate que tenía detrás.
El fuego automático llegó con un ra-ta-ta-ta constante que le recordó las antiguas películas de gángsters. El cristal del escaparate se vino abajo y cayó en añicos irregulares sobre la acera. Hecho un ovillo, el cuerpo de Bely quedó encima del suyo. De sus heridas abiertas se desprendía un olor a azufre. Se desembarazó del exánime ruso, disgustándose al comprobar que una marea roja había inundado su traje y goteaba de sus manos. Apenas si conocía a Bely. ¿No sería seropositivo?
El Volvo frenó, haciendo chirriar las ruedas. Lord miró a la izquierda.
Se abrieron las puertas del coche y salieron dos hombres, ambos con armas automáticas en la mano. Llevaban el uniforme azul y gris, con las solapas rojas, de la militsya, la policía. Ninguno de los dos, sin embargo, llevaba puesta la gorra reglamentaria, gris con visera roja. El individuo del asiento delantero tenía la frente muy inclinada, el pelo en pequeños rizos apretados y la nariz abultada de un hombre de Cromañón. El que se bajó de la parte trasera era bajo y fornido, con marcas en la cara y el pelo peinado hacia atrás. A Lord le llamó la atención su ojo derecho. La distancia entre la pupila y la ceja era muy amplia, dando lugar a una notable caída del párpado: era como si llevase un ojo cerrado y el otro abierto, y el detalle ponía una nota de emoción en un rostro, por lo demás, totalmente inexpresivo.
Párpado Gacho le dijo a Cromañón, en ruso:
– El puñetero chornye ha sobrevivido.
¿Había oído bien?
Chornye.
El equivalente ruso de negro asqueroso.
Desde su llegada a Moscú, ocho semanas atrás, no había visto más cara negra que la suya, de modo que se hizo a la idea de que estaba en apuros. Recordó algo que había leído en un libro ruso de viajes, hacía unos meses. Cualquiera que tenga la piel oscura debe dar por sentado que despertará cierto grado de curiosidad. Qué corta se quedaba la frase.
Cromañón recibió el comentario diciendo que si con la cabeza. Ambos hombres se hallaban a unos treinta metros, y Lord no pensaba esperarlos para averiguar qué querían. Se puso en pie y corrió en dirección opuesta. Un rápido vistazo por encima del hombro le permitió ver que ambos individuos se agachaban para adoptar la posición de tiro. Tenía por delante un cruce de calles, y salvó de un brinco la distancia que le faltaba, justo cuando detrás de él empezaban a sonar los disparos.
Las balas desportillaron la piedra, lanzando nubes de polvo al aire helado.
Otras personas se echaron al suelo para ponerse a salvo.
Se bajó de la acera y se encontró frente a un tolkuchki -mercado callejero- que se extendía por aquella calle hasta más allá de donde le alcanzaba la vista.
– ¡Pistoleros! ¡Corran! -vociferó en ruso.
Una bobushka que vendía muñecas lo comprendió inmediatamente y buscó refugio en el portal contiguo, anudándose un pañuelo en torno al curtido rostro. Media docena de niños, vendedores de periódicos y Pepsi-Cola, se metieron corriendo en una tienda de ultramarinos. Los vendedores abandonaron sus puestos y se dispersaron como cucarachas. La aparición de la mafiya no era insólita. Lord sabía que más de cien bandas operaban por todo Moscú. Los tiros, las puñaladas, los bombazos, se habían hecho tan normales y corrientes como un atasco de tráfico, eran un riesgo inherente al hecho de trabajar en la calle.
Se lanzó directamente a la abarrotada prospekt, pasando a centímetros de los coches, que empezaban a detenerse ante la alarma general. Bramó una bocina y un taxi frenó a muy corta distancia de Lord, que hubo de apoyar ambas ensangrentadas manos en el capó, con fuerza. El conductor seguía tocando la bocina. Lord miró hacia atrás y vio que los dos hombres doblaban la esquina. La gente se apartó, lo cual facilitaba la puntería. Se lanzó detrás del taxi, mientras las balas arrasaban la franja escaqueada del lado del conductor.
La bocina dejó de sonar.
Lord se puso en pie y vio la cara del taxista, llena de sangre, aplastada contra la ventanilla de la derecha, con un párpado levantado, el cristal manchado de color carmesí. Los individuos aquellos estaban ya a cincuenta metros, en la acera de enfrente de la congestionada prospekt. Lord observó los escaparates de ambos lados de la calzada y vio que había un salón de modas masculino, una boutique de ropa para niños, y varias tiendas de antigüedades. Tras su búsqueda de un sitio en que desaparecer, eligió el McDonald’s. Por alguna razón, los arcos dorados le transmitían seguridad.
Corrió por la acera y empujó las puertas de cristal. Varios cientos de personas se amontonaban en mesas altas y cabinas. Lord se puso en la cola. Recordó que este restaurante fue tenido, en cierto momento, por el más frecuentado del mundo.
Tenía la respiración acelerada, y un olor a hamburguesa, patatas fritas y tabaco se le metía en los pulmones con cada bocanada. Seguía con la ropa y las manos manchadas de sangre. Varias mujeres pensaron que estaba herido y rompieron a gritar. El pánico se adueñó de la joven concurrencia, y se produjo una enloquecida avalancha hacia la salida. Lord metió el hombro para incorporarse a la turbamulta, y en seguida se dio cuenta de que acababa de cometer un error. Se abrió paso por el comedor, hacia las escaleras de bajada a los servicios. Logró escabullirse de la multitud presa del pánico y bajó las escaleras de tres en tres peldaños: su mano derecha, la ensangrentada, se fue deslizando por el resbaladizo pasamanos de hierro.
– Atrás. Aléjense. Atrás -ordenaban, en ruso, profundas voces de bajo.
Ruido de disparos.
Más griterío, pasos precipitados.
Al llegar al final de la escalera se encontró ante tres puertas cerradas. Una llevaba al servicio de señoras, otra al de hombres. Abrió la tercera. Quedó ante sus ojos un amplio almacén con las paredes cubiertas de azulejos blancos, resplandecientes, similares a los que había en el resto del local. En un rincón se encontraban tres personas, apiñadas en torno a una mesa, fumando. Le llamaron la atención sus camisetas blancas: el rostro de Lenin sobre los arcos dorados de McDonald’s. Sus miradas tropezaron.