– Pistoleros. Quítense de en medio -les dijo Lord, en ruso.
Sin decir palabra, los tres se apartaron de la mesa y echaron a correr hacia el fondo de la muy iluminada habitación. El que llevaba la delantera abrió de golpe una puerta, y todos ellos desaparecieron en el exterior. Lord se detuvo un instante a cerrar la puerta por la que había entrado y echar el cerrojo por dentro; luego, fue en pos de los huidos.
Se encontró de pronto a la fría intemperie de la tarde, en un callejón situado a espaldas del edificio de muchas plantas que albergaba el local. No le habría sorprendido mucho encontrarse, allí instalados, unos cuantos gitanos, o veteranos de guerra, con sus medallas puestas. No había rincón oculto ni escondrijo de Moscú que no sirviera de refugio a algún grupo social en situación de desamparo.
Los edificios del entorno -hechos de piedra groseramente tallada estaban todos sucios, ennegrecidos por décadas de escapes automovilísticos incontrolados. Lord se preguntaba a menudo cuál sería su efecto en los pulmones. Intentó situarse. Se encontraba unos cien metros al norte de la Plaza Roja. ¿Dónde estaba la estación de metro más cercana? Podría ser su mejor medio de fuga. En las estaciones siempre había policías. Pero es que eran precisamente policías quienes le iban detrás. ¿O no lo eran? En algún sitio había leído que la mafiya utilizaba con cierta frecuencia algún uniforme de las fuerzas de seguridad. Durante la mayor parte del tiempo las calles estaban atestadas de policías -demasiados-, todos ellos con porras y con armas automáticas. Pero hoy no había visto ninguno.
Del interior del edificio le llegó un ruido sordo.
Giró la cabeza en todas direcciones.
Estaban forzando la puerta del otro extremo del almacén, la que daba a los cuartos de baño. Echó a correr en dirección a la calle principal, justo cuando empezaron a oírse tiros en el interior.
Al llegar a la acera torció a la derecha, a toda la velocidad que le permitía el traje. Se llevó la mano al cuello de la camisa, se lo desabrochó y se aflojó la corbata. Ahora, al menos, podía respirar. Solo faltaban unos instantes para que sus perseguidores doblasen la esquina. Viró rápidamente a la derecha y saltó por encima de una cerca de tela metálica que le llegaba a la cadera y que rodeaba uno e los innumerables aparcamientos que salpican el anillo interior de Moscú.
Pasó al trote corto y proyectó la mirada a izquierda y derecha. El aparcamiento estaba lleno de Ladas, Chaikas y Volgas. Algún que otro Ford. Varios automóviles de fabricación alemana. Casi todos ellos llenos de porquería y de golpes, por mala conducción propia y ajena. Miró atrás. Los dos hombres habían surgido de detrás de la esquina, a unos doscientos metros, y ahora se acercaban a él a toda prisa.
Corrió sobre la hierba del aparcamiento, hacia el centro. A su derecha, las balas rebotaban en los automóviles. Se metió a toda prisa detrás de un Mitsubishi de color oscuro y se asomó a mirar por la parte del parachoques trasero. Los dos hombres estaban situados al otro lado de la cerca. Cromañón con la pistola al frente, quieto; Párpado Gancho corriendo aún hacia la cerca.
Oyó el acelerón de un motor de coche.
Salía humo por el tubo de escape. Encendidas las luces de freno.
Era un Lada color crema que estaba aparcado en el lado opuesto del carril central. Salió rápidamente de su espacio. Lord vio miedo en el rostro del conductor. Seguramente había oído los disparos y había decidido largarse cuanto antes. Párpado Gacho saltó la valla.
Lord salió corriendo de su escondite y saltó sobre el capó del Lada, agarrándose con ambas manos a los limpiaparabrisas. Menos mal que aquel automóvil los tenía. Muchos conductores los guardaban en la guantera cuando dejaban el coche aparcado, para que no se los robasen. El conductor del Lada lo miró con sorpresa, pero siguió llevando el coche hacia el bullicioso bulevar. Por la ventanilla trasera, Lord vio que Párpado Gacho estaba a unos cincuenta metros, agachándose para disparar, mientras Cromañón franqueaba la valla. Recordando lo ocurrido al taxista, pensó que no era justo meter al conductor del Lada en el lío. En cuanto llegaron a la avenida de seis carriles, se dejó caer rodando del capó a la acera. Las balas llegaron un segundo después.
El Lada giró violentamente a la izquierda y aceleró su huida. Lord siguió rodando hasta llegar a la calzada, en la esperanza de que una ligera depresión que había junto a la acera bastase para ocultarle el ángulo de tiro a Párpado Gacho.
Las balas se clavaban en el cemento y la tierra.
Se disperso una pequeña multitud de gente que esperaba el autobús.
Miró hacia la izquierda. Había, a unos quince metros, un autobús que se le acercaba. Ruido de frenos. Chirrido de neumáticos. La pestilencia de las emanaciones sulfurosas era casi asfixiante. Lord se dio media vuelta para meterse más en la calzada, mientras el autobús se detenía con otro chirrido. El vehículo se interponía ahora entre los pistoleros y él. Gracias a Dios, no venía ningún coche por el carril más exterior de la avenida.
Se puso en pie y emprendió a todo correr el cruce de los seis carriles de la avenida. El tráfico procedía todo de la misma dirección, del norte. Mientras iba dejando atrás los carriles, procuraba mantener una posición perpendicular al autobús. A medio camino tuvo que detenerse para dejar pasar una fila de coches. En pocos instantes, los pistoleros contornearían el autobús. Aprovechó un hueco del tráfico y terminó de cruzar los dos últimos carriles, saltó el bordillo y se plantó en la acera.
Enfrente vio una obra con mucha actividad. Las vigas desnudas, hasta una altura de cuatro pisos, se recortaban contra un cielo que iba encapotándose rápidamente. Lord no había visto aún ni un solo policía, quitados los dos que lo perseguían. Al rumor del tráfico se imponía el rugido de las grúas y las hormigoneras. Aquí no era como en Atlanta, donde Lord vivía; aquí no había ninguna clase de valla que delimitase la zona de peligro.
Entró a trote ligero en el solar y echó la vista atrás: los dos pistoleros emprendían en aquel momento su propia bisección del congestionado bulevar, esquivando coches, levantando bocinazos de protesta. Los obreros se afanaban en sus tareas, prestándole poca atención a Lord, a quien le habría gustado saber cuántos negros con la ropa llena de sangre entraban corriendo en el tajo todos los días. Pero todo ello era parte del nuevo Moscú. Lo más seguro era no meterse en nada.
Detrás, los dos pistoleros alcanzaron la acera. Ya estaban a menos de cincuenta metros.
Frente a él, una hormigonera revolvía mortero gris en su barril de acero, mientras un obrero con casco controlaba la marcha de la operación. El barril estaba sobre una gruesa plataforma de madera encadenada a un cable procedente de cuatro pisos más arriba, de una grúa de techo. El obrero que cuidaba de la mezcla dio un paso atrás y todo el conjunto empezó a separarse del suelo.
Lord decidió que ir hacia arriba era una opción tan buena como cualquier otra y corrió en dirección a la plataforma ascendente, dio un salto hacia delante y se aferró al borde inferior. El cemento cuajado que había en la superficie de la plataforma dificultaba el agarre, pero le bastó con pensar en Párpado Gacho y su compinche para no permitir que se le soltaran los dedos.
Mientras la plataforma seguía elevándose, Lord logró auparse a ella.
El movimiento provocó un balanceo, en tanto que el peso añadido hacía rechinar las cadenas de sujeción, pero consiguió situarse, pegando el cuerpo contra el barril. El peso añadido y el movimiento hicieron que el conjunto se inclinara hacia él, y le cayó cemento encima.