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Miró a un lado, hacia abajo.

Los dos pistoleros lo habían visto saltar. Estaba a unos quince metros de altura, y seguía subiendo. Los individuos aquellos dejaron de correr y apuntaron sus armas. Lord tanteó la madera con incrustaciones de cemento que tenía bajo los pies y miró el barril de acero.

No había elección.

Se introdujo rápidamente en el barril, haciendo que el mortero rebosara por los bordes. Se encontró envuelto en lodo frío, que le hizo sentir un estremecimiento más en el ya agitado cuerpo.

Empezaron los disparos.

Las balas atravesaban el suelo de madera y hacían impacto en el barril. Se agachó más en el cemento y oyó el rebote del plomo en el acero.

De pronto, sirenas.

Acercándose.

Cesaron los disparos.

Sacó la cabeza del barril para inspeccionar el bulevar: tres coches de policía venían a toda velocidad en dirección sur, hacia donde él estaba. Aparentemente, los pistoleros también habían oído las sirenas y se retiraban a toda prisa. A continuación, Lord vio aparecer desde el norte, reduciendo la velocidad, el Volvo azul oscuro con el que todo había empezado. Los dos pistoleros recularon hacia el coche, no sin enviarle a Lord unos cuantos balazos de despedida.

Los estuvo observando hasta que se metieron en el coche y éste salió disparado.

Hasta aquel momento no se alzó sobre las rodillas y exhaló un suspiro de alivio.

2

Lord se apeó del coche de policía. Estaba de nuevo en la Nikolskaya Prospekt, donde empezaron los tiros. Antes, todavía en la obra, lo bajaron al suelo y le limpiaron el mortero y la sangre con una manguera. Había perdido la chaqueta del traje, así como la corbata. La camisa blanca y los pantalones oscuros estaban chorreando y con manchas grises. En aquella tarde helada, le producían la impresión de una compresa fría. Lo envolvieron en una manta churretosa que trajo un obrero y que apestaba a caballo. Estaba tranquilo. Sorprendente, dadas las circunstancias.

La prospekt estaba llena de coches patrulla y ambulancias, con luces destellantes y una multitud de policías de uniforme por todas partes. El tráfico estaba detenido. La policía había cerrado un tramo de la avenida, hasta el McDonald’s.

Lord fue conducido a presencia de un hombre de baja estatura, muy ancho de cuello y pecho, con unas patillas rojizas, poco pobladas, que le brotaban de los mofletes. Tenía la nariz rota, como por alguna fractura mal curada, y poseía la tez de color blanco cetrino tan común entre los rusos. Bajo el abrigo negro llevaba un traje gris, de corte ancho, y una camisa oscura. Llevaba unos zapatos sucios y raídos.

– Soy el inspector Orleg. De la militsya.

Le tendió la mano. Lord observó que tenía manchas de hígado en la muñeca y el antebrazo.

– ¿Tú aquí cuando tiros?

El inspector hablaba inglés con un acento ruso muy fuerte, y Lord se planteó la posibilidad de contestarle en ruso. Ello facilitaría considerablemente la comunicación, desde luego. Casi todos los rusos daban por supuesto que los norteamericanos eran demasiado arrogantes o demasiado perezosos para aprender su lengua. Sobre todo, los negros norteamericanos, que, según había descubierto Lord, les parecían auténticas rarezas de circo. Había visitado Moscú más de diez veces en el último decenio y había aprendido a guardar para sí mismo sus talentos lingüísticos, con lo cual se le brindaba el beneficio añadido de entender los comentarios que hacían entre sí los abogados y los hombres de negocios, convencidos de que la barrera lingüística los protegía. En ese preciso momento, todo el mundo le resultaba sospechoso. Sus anteriores contactos con la policía no habían ido más allá de alguna discusión por cuestiones de aparcamiento y un incidente en que se vio obligado a pagar cincuenta dólares para evitar una multa de tráfico falsamente motivada. No era nada raro que la policía de Moscú abusase de los extranjeros. ¿Qué puede usted esperar de una persona que gana cien rublos al mes?, le preguntó el agente, mientras se metía los cincuenta dólares en el bolsillo.

– Quienes disparaban eran policías -dijo, en inglés.

El ruso negó con la cabeza.

– Iban disfrazados de policías. La militsya no va por ahí pegándole tiros a nadie.

– Estos sí.

Miró los ensangrentados restos de Artemy Bely, que el policía tenía a su espalda. El joven ruso estaba tendido boca arriba en la acera, con los ojos abiertos y cintas de color marrón rojizo saliéndole por los orificios del pecho.

– ¿Cuántos heridos ha habido?

– Pyát.

– ¿Cinco? ¿Y muertos?

– Chetýre.

– No parece usted nada preocupado. Cuatro muertos a la luz del día y en plena calle.

Orleg se encogió de hombros:

– No puede hacerse gran cosa. El Techo es difícil de controlar.

El Techo era lo que generalmente se decía para referirse a la mafiya que infestaba tanto Moscú como la mayor parte de Rusia occidental. No había llegado a enterarse del origen del término. Puede que fuese porque así era como se pagaban las deudas -por el techo-, o quizá fuese una especie de metáfora: el techo, el pináculo de la vida rusa. Los mejores coches, las mayores dachas, la mejor ropa, eran propiedad de los mafiosos. No hacían el menor esfuerzo por ocultar su riqueza. Al contrario: la mafiya tenía propensión a presumir de su prosperidad ante el gobierno y la gente. Era una clase social aparte, surgida con una asombrosa rapidez. Los contactos que Lord tenía en el mundo de los negocios consideraban que pagar por protección no era sino una faceta más de los gastos generales, tan indispensables para la supervivencia como la buena fuerza laboral y la gestión correcta del inventario. Más de un amigo ruso le había dicho que cuando se presentaban los caballeros vestidos de Armani, diciendo Bog zaveshchaet delit’sia -Dios nos enseña a compartir nuestras riquezas-, había que tomárselos muy en serio.

– Lo que me interesa -dijo Orleg- es por qué esos hombres lo perseguían a usted.

Lord señaló a Bely:

– ¿Por qué no lo cubren?

– No creo que a él le moleste.

– A mí sí. Lo conocía.

– ¿De qué?

Localizó su cartera. La placa plastificada de seguridad que le habían dado hacía unas semanas había sobrevivido al baño de cemento. Se la tendió a Orleg.

– ¿Es usted miembro de la Comisión del Zar?

La pregunta llevaba implícita otra: ¿cómo era posible que un norteamericano estuviese envuelto en algo tan ruso? Cada vez le gustaba menos el inspector. Burlarse un poco de él le pareció el mejor modo de evidenciárselo.

– Yo miembro Comisión Zar.

– ¿Actividad?

– Eso confidencial.

– Puede ser importante en este caso.

Su sarcástica intención pasaba inadvertida.

– Arréglelo con la comisión.

Orleg señaló al cadáver:

– ¿Y éste?

Lord le explicó que Artemy Bely era un abogado del Ministerio de Justicia asignado a la comisión, y que le había facilitado el acceso a los archivos soviéticos. En lo personal, era muy poco más lo que sabía: Bely no estaba casado, vivía en un piso comunitario del norte de Moscú y le habría encantado visitar Atlanta alguna vez. Se acercó más y puso la mirada en el cadáver. Hacía mucho tiempo que no veía un cuerpo deformado de ese modo. Pero había visto cosas peores en Afganistán, durante los seis meses de trabajo compensatorio que acabaron convirtiéndose en un año. Estuvo allí como abogado, no en desempeños militares, y lo enviaron por sus conocimientos de lenguas: enlace político agregado a un contingente del Departamento de Estado, con la misión de contribuir a la transición gubernamental tras la expulsión de los talibanes. Su bufete consideró que era importante tener a alguien in situ. Bueno para su imagen. Bueno para su futuro. Pero resultó que le vinieron ganas de hacer algo más que trasladar papeles de un sitio a otro. De modo que ayudó a enterrar a los muertos. Los afganos habían sufrido muchísimas bajas. Más de las que la prensa recogió nunca. Aún recordaba aquel sol abrasador y aquel viento brutal, que contribuían, cada uno por su lado, a acelerar la descomposición de los cadáveres y a hacer aún más difícil su macabra tarea. Sencillamente dicho, la muerte no era plato de gusto. En ningún sitio.