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– Balas explosivas -decía Orleg, a su espalda-. Entran pequeñas y salen grandes. Y se llevan por delante todo lo que pillan.

No había piedad alguna en la voz del inspector.

Lord devolvió la mirada inexpresiva de aquellos ojos legañosos. Orleg olía un poco a alcohol y menta. A Lord no le había sentado bien la frívola respuesta a su solicitud de que cubrieran el cadáver. Se quitó la manta que tenía encima y se inclinó para tenderla sobre Bely.

– Nosotros cubrimos a nuestros muertos -le dijo a Orleg.

– Aquí hay demasiados como para ocuparse de ellos.

Era la auténtica efigie del cinismo lo que estaba viendo. Seguramente, aquel policía había visto muchas cosas. Había visto cómo su gobierno iba perdiendo el control, poco a poco; había trabajado, como tantos rusos, a cambio de la mera promesa de cobrar algún día, por el sistema de trueque, o en dólares del mercado negro. Noventa y tantos años de comunismo habían dejado su huella. Bespridel, lo llamaban los rusos. Anarquía. Más indeleble que un tatuaje. Echando abajo un país hasta arruinarlo.

– El Ministerio de Justicia es un objetivo frecuente -dijo Orleg-. Se meten en las cosas sin preocuparse del riesgo. Se les ha advertido -se acercó al cadáver-. No es el primer abogado que pierde la vida, ni será el último.

Lord no dijo nada.

– A lo mejor nuestro nuevo Zar lo resuelve todo -dijo Orleg, en tono de duda.

Lord permaneció frente al inspector: los cuerpos muy cerca, los pies en paralelo.

– Cualquier cosa será mejor que esto.

Orleg lo miró con intención, pero Lord no supo si estaba o no estaba de acuerdo con él.

– Aún no ha contestado usted a ninguna de mis preguntas. ¿Por qué lo perseguían?

Volvió a oír lo que dijo Párpado Gacho al salir del Volvo. El puñetero chornye ha sobrevivido. ¿Debía contárselo a Orleg? Había algo en el inspector que no acababa de gustarle. Pero su paranoia bien podía ser efecto de lo que acababa de ocurrir. Ahora, lo que le hacía falta era volver al hotel y hablar de todo esto con Taylor Hayes.

– No tengo ni idea. Lo único que sé es que los vi muy bien. Mire, ya ha visto usted mi permiso de seguridad, y ya sabe dónde encontrarme. Estoy calado hasta los huesos, tengo un frío del carajo y lo que queda de mi ropa está impregnado de sangre. Me gustaría cambiarme. ¿Hay alguno de sus hombres que pueda llevarme al Voljov?

El inspector no contestó en seguida. Se le quedó mirando con una expresión comedida que Lord consideró intencionada.

Orleg le devolvió la tarjeta de seguridad.

– Por supuesto, señor letrado de la comisión. Lo que usted diga. Dispongo de un coche.

3

Un coche patrulla condujo a Lord hasta la entrada del Voljov. El portero le dio paso sin decir palabra. Se le había echado a perder la tarjeta del hotel, pero no le hizo falta identificarse. Era el único huésped de raza negra y, por tanto, instantáneamente identificable, aunque no por ello dejaron de observar con cara de extrañeza los destrozos que había sufrido su ropa.

El Voljov es un hotel de antes de la revolución, construido a principios del siglo xx. Está cerca del centro, al noroeste del Kremlin y de la Plaza Roja, con el Teatro Bolshoi enfrente, al otro lado de una concurrida plaza, en diagonal. En tiempos de la Unión Soviética, la maciza mole del Museo Lenin y el monumento a Karl Marx eran plenamente visibles desde las habitaciones que daban a la calle. Ninguno de los dos existía ya. Merced a una coalición de inversores europeos y norteamericanos, durante la última década se ha devuelto el hotel a su antiguo esplendor. El vestíbulo y los opulentos salones, con sus murales y sus arañas de cristal, generan una atmósfera zarista de fausto y privilegios. Pero los cuadros de las paredes -todos de pintores rusos- eran ahora un buen reflejo del capitalismo, porque todos llevaban la indicación de estar a la venta. Asimismo, la adición de un moderno centro de negocios, un gimnasio y una piscina interior, proyectaba aún más hacia el nuevo milenio aquella venerable institución hotelera.

Fue directamente a conserjería y preguntó si Taylor Hayes estaba en su habitación. El conserje puso en su conocimiento que Taylor Hayes estaba en el centro de negocios. No sabía si cambiarse antes de ropa, pero llegó a la conclusión de que no podía esperar. Tras cruzar el vestíbulo, localizó a Hayes al otro lado de una pared de cristal, sentado delante de un terminal de ordenador.

Hayes era uno de los cuatro socios principales de Pridgen & Woodworth. La firma tenía bajo contrato a unos doscientos abogados, lo cual la convertía en una de las mayores factorías legales del sudeste de Estados Unidos. Algunos de los más importantes bancos, compañías de seguros y corporaciones mantenían igualas mensuales con el bufete. Sus oficinas de Atlanta dominaban dos plantas de un elegante rascacielos azulado.

Hayes era licenciado en Derecho y había obtenido un máster en Gestión Comercial, de modo que tenía reputación de ser un excelente practicante de la economía global y del Derecho Internacional. Gozaba de la bendición de poseer un cuerpo atlético y delgado, y su madurez se reflejaba en unas cuantas canas que le añadían toques grises al pelo castaño. Solía participar en programas de la CNN, como comentarista, y proyectaba una fuerte presencia televisiva: sus ojos entre grises y azules destellaban una personalidad que a Lord se le antojaba de showman, de matón y de profesor, todo al mismo tiempo.

Su mentor rara vez hacía aparición en los tribunales, y más infrecuente aún era que participara en las reuniones semanales de las cuatro decenas largas de abogados -Lord incluido- que llevaban la División Internacional del bufete. Lord había trabajado directamente con Hayes varias veces, acompañándolo a Europa y Canadá, ocupándose de las investigaciones necesarias y proponiendo la acción a seguir en las cuestiones que se le encomendaban. Nunca habían estado juntos durante un prolongado espacio de tiempo, salvo en las últimas semanas, en que su relación había pasado del usted al tú.

Hayes andaba siempre de viaje, un mínimo de tres semanas al mes, al servicio de los muchos y diversos clientes internacionales a quienes no les parecía mal pagar 450 dólares la hora para que el abogado los atendiese a domicilio. Lord le cayó bien a Hayes desde el primer momento, cuando se incorporó al bufete, doce años atrás. Según más tarde le contó, él mismo había solicitado específicamente que lo pasaran a Internacional. Desde luego que su licenciatura con honores por la Facultad de Derecho de Virginia, el máster en Historia de Europa por la Universidad de Emory y su dominio de las lenguas eran ya suficiente mérito. Pero Hayes empezó a enviarlo a toda Europa, especialmente al bloque Oriental. Pridgen & Woodworth representaba una considerable cartera de clientes con grandes inversiones en la República Checa, Polonia, Hungría, los estados bálticos y Rusia. Lord, poco a poco, había ido ascendiendo en el bufete, hasta su actual posición de asociado principal, para, a no mucho tardar -eso, al menos, esperaba él-, convertirse en socio principal. Bien podía ser que algún día llegara a Director de Internacional.

Suponiendo, claro, que viviese para verlo.

Abrió la puerta de cristal y entró en el centro de negocios. Hayes levantó la vista del ordenador.