– ¿Qué demonios te ha ocurrido?
– No aquí.
Había una docena de hombres desperdigados por la sala. Su jefe pareció hacerse cargo de la situación, inmediatamente, sin decir más, de modo que se trasladaron a uno de los numerosos salones que había en la planta baja del hotel, el que lucía una impresionante vidriera en el techo y una fuente de mármol rosa. A lo largo de las últimas semanas, sus mesas se habían convertido en lugar de reunión de Hayes y Lord.
Se metieron en un reservado.
Lord atrajo la atención de un camarero y se dio un golpecito en la garganta, para indicarle que le trajera vodka. De hecho, lo necesitaba.
– Cuéntame lo que sea, Miles -dijo Hayes.
Lord le contó lo ocurrido. Todo. Incluido el comentario que hizo uno de los pistoleros, y también la especulación del inspector Orleg en el sentido de que el ataque iba dirigido a Bely y el Ministerio de Justicia. Luego dijo:
– Yo creo que iba a por mí, Taylor.
Hayes negó con la cabeza.
– Eso no lo sabes. Puede que te quisieran eliminar porque les habías visto claramente el rostro y no querían testigos. Dio la casualidad de que tú eras el único negro a la vista.
Había cientos de personas en la calle. ¿Por qué elegirme a mí?
– Porque estabas con Bely. El inspector tiene razón. La cosa puede haber sido contra Bely Quizá llevaran todo el día al acecho, esperando el momento oportuno. Tal como lo cuentas, eso es lo que me parece a mí.
– No lo sabemos.
– Miles, hace un par de días que conociste a Bely. No sabes de qué iba. Anda que no muere gente aquí, y no precisamente de muerte natural.
Lord se miró los oscuros chafarrinones de la ropa y volvió a pensar en el sida. Llegó el camarero con la vodka. Hayes le tendió unos cuantos rublos. Lord tomó aire y echó un largo trago, con intención de que la fuerza del alcohol le calmara los nervios. Siempre le había gustado la vodka rusa. Era, ciertamente, la mejor del mundo.
– Lo que espero de verdad es que el hombre no fuera seropositivo. Aún tengo su sangre encima -depositó el vaso en la mesa-. ¿Crees que debería abandonar el país?
– ¿Tú quieres abandonarlo?
– Mierda, no. Estamos a punto de hacer historia, aquí. No quiero desentenderme y largarme. Esto es algo que les podré contar a mis nietos. Yo estaba allí cuando al Zar de Rusia le devolvieron el trono.
– Pues no te vayas.
Nuevo sorbo de vodka.
– Pero también quiero estar allí para conocer a mis nietos.
– ¿Cómo escapaste?
– Corriendo como alma que lleva el diablo. Fue extraño, pero pensé en mi abuelo y en las cacerías de mapaches para no venirme abajo.
Una extraña expresión se hizo visible en el rostro de Hayes.
– El deporte de los sureños racistas y pobres en los años cuarenta. Soltar a un negro asqueroso en el bosque, hacer que los perros lo huelan bien, y darle media hora de adelanto.
Nuevo trago de vodka.
– Los gilipollas esos jamás agarraron a mi abuelo.
– ¿Quieres que se te ponga protección? -preguntó Hayes-. ¿Un guardaespaldas?
– Pues sí, creo que no sería mala idea.
– Quiero tenerte aquí en Moscú. El asunto podría ponerse feo, y me haces falta.
Y Lord quería quedarse. De modo que trató de convencerse: Párpado Gacho y Cromañón fueron por él porque los había visto matar a Bely Un testigo, nada más. Tenía que ser eso. ¿Qué otra cosa podía ser?
– He dejado todos mis bártulos en los archivos. Salí con idea de comer algo y volver en seguida.
– Haré una llamada para que te traigan todo.
– Déjalo. Creo que voy a darme una ducha y recoger yo mis cosas. De todas formas, aún me queda trabajo por delante.
– ¿Algo en concreto?
– La verdad, no. Trataba de atar unos cuantos cabos, solamente. Ya te contaré, si saco algo en claro. El trabajo me distraerá.
– Y ¿qué pasa con mañana? ¿Podrás hacer el informe?
Volvió el camarero con un nuevo vaso de vodka.
– Por supuesto.
Hayes sonrió:
– Ésa es la actitud correcta. Ya sabía yo que eras un cabronazo duro de pelar.
14:30
Hayes se abría paso entre la multitud de personas que, de vuelta a casa tras la jornada laboral, salían del vagón del metro. En los andenes que un momento antes estaban desiertos aparecían ahora miles de moscovitas, empujándose entre sí para alcanzar alguna de las cuatro escaleras mecánicas que llevaban a la calle, doscientos metros más arriba. Un espectáculo impresionante, pero fue el silencio lo que más le llamó la atención. Como siempre. Nada más que suelas contra la superficie de piedra y frotar de abrigos con abrigos. De vez en cuando se oía hablar a alguien, pero, en conjunto, la procesión de ocho millones de personas, que cada mañana y cada tarde se trasladaban en el metro más frecuentado del mundo, resultaba bastante apagada y triste.
El metro fue el escaparate de Stalin. Un vano intento, en los años treinta, de celebrar abiertamente los logros socialistas con los túneles más largos y más anchos jamás perforados por el hombre. Las estaciones que sembraban la ciudad se convirtieron en obras de arte con floridos adornos de estuco, andenes de mármol neoclásico, muy elaboradas lámparas colgantes, oro, cristal. Nadie preguntó cuánto había costado, ni cuánto costaría mantenerlo. Y el precio de toda esa estupidez era un sistema de transporte del que no se podía prescindir, en el que había que invertir millones de rublos en mantenimiento, todos los años, y que sólo producía unos pocos kópecs por trayecto.
Tanto Yeltsin como sus sucesores internaron subir las tarifas, pero fue tal la cólera de la gente, que hubieron de echarse atrás. Ése ha sido el problema, pensó Hayes. Demasiado populismo para un país tan veleidoso como Rusia. Acierta. Equivócate. Pero no dudes. Hayes estaba firmemente convencido de que los rusos habrían respetado más a sus dirigentes si éstos hubieran subido las tarifas y luego la hubiesen emprendido a tiros con todo el que levantara la voz. Ésa era una lección que muchos Zares rusos y primeros ministros soviéticos no llegaron a aprender; y menos que nadie, Nicolás II y Mijaíl Gorbachov.
Dejó la escalera mecánica y salió, como toda aquella multitud, por las estrechas puertas, a una tarde más bien fresca. Se hallaba en la zona centro norte de Moscú, más allá de la sobrecargada autopista de cuatro carriles que rodeaba la ciudad y que llevaba el curioso nombre de Cinturón Jardín. Esta estación de metro, concretamente -un óvalo de losetas y cristal-, estaba muy deteriorada y no era, desde luego, de las mejores que hizo Stalin. De hecho, nada había en esa zona de la ciudad que pudiera incluirse en una guía turística. En la entrada de la estación se alineaba una cáfila de mendigos, hombres y mujeres, demacrados, con el pelo enmarañado y apelmazado, vestidos de harapos apestosos, pignorándolo todo -desde artículos de tocador a casetes ilegalmente importadas, pasando por pescado seco-, tratando de pillar unos pocos rublos o, mejor aún, dólares norteamericanos. Hayes solía preguntarse si de veras alguien compraría aquellas armazones de pescado reseco y apergaminado, aún más desagradables a la vista que al olfato. La única fuente de pescado que había cerca era el río Moscova, y, sabiendo todo lo que él sabía sobre la gestión de desperdicios en Rusia, como antes en la Unión Soviética, prefería no imaginar qué añadidos vendrían con el pescado.
Se abotonó el abrigo y se abrió paso por una calle atestada, tratando de encajar el cuerpo. En lugar del traje de antes, llevaba unos pantalones de pana verde oliva, una camisa de sarga oscura y unas zapatillas de deporte negras. Cualquier barrunto de moda occidental eran ganas de buscarse un lío.
Encontró el club de que le habían hablado. Estaba en mitad de una manzana venida a menos, entre una panadería, una heladería, una tienda de ultramarinos y otra de discos. No había rótulo que indicase la presencia del club: sólo un cartelito que tentaba a los visitantes, en caracteres cirílicos, con la promesa de excitantes diversiones.