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El interior era un rectángulo escasamente iluminado. Un vano intento de crear ambiente irradiaba de los paneles de nogal barato. Una neblina azul trazaba volutas en el aire. Dominaba el centro de la estancia un enorme laberinto de madera contrachapada. Hayes ya había visto antes esta novedad, en la zona centro, en los locales más postineros de los nuevos ricos. Allí eran monstruosidades de neón, creadas a base de losetas y mármol. Ésta era una versión para pobres, hecha a base de placas lisas y con lámparas fluorescentes que arrojaban destellos de un azul muy crudo.

Había mucha gente en torno a aquel montaje. No era el tipo de individuos que se juntan en los sitios más refinados, masticando salmón, arenques y ensalada de remolacha, con vigilantes armados a la puerta, mientras en una sala contigua se jugaban miles de dólares a la ruleta y al blackjack. Podía costar doscientos rublos sólo cruzar la puerta de aquellos locales. Para los aquí presentes -trabajadores manuales de las fábricas y fundiciones localizadas en las cercanías-, doscientos dólares eran seis meses de salario.

– Ya iba siendo hora -dijo Feliks Orleg, en ruso.

Hayes no había visto acercarse al inspector de policía. Tenía la atención puesta en el laberinto. Dio un paso hacia la pifia de gente y preguntó en ruso:

– ¿De qué va la atracción?

– Ya verás.

Se acercó más y pudo ver que lo que en principio le había parecido un laberinto eran en realidad tres distintos, conectados entre sí. Por unas trampillas del fondo salieron tres ratas. Los roedores daban la impresión de saber lo que se esperaba de ellos y se lanzaron hacia delante, mientras el público profería gritos y chillidos. Uno de los espectadores alargó un brazo para golpear el costado de la caja, y un hombre fornido, con brazos de campeón de lucha libre, surgió de no se sabía dónde y lo contuvo.

– La versión moscovita del Derby de Kentucky -dijo Orleg.

– ¿Están así todo el día?

Las ratas tomaban a plena marcha las curvas y las vueltas.

– Todo el puto día. Lo poco que ganan, aquí se lo dejan.

Una de las ratas alcanzó la línea de llegada, y varios de los asistentes prorrumpieron en gritos de alegría. Hayes se preguntó a cuánto pagarían el boleto acertado, pero decidió que era mejor no perderse en divagaciones.

– Quiero saber qué ha pasado hoy.

– El chornye era igual que una rata. Corría que se las pelaba.

– No habría debido dejársele oportunidad de correr.

Orleg echó un trago de un vaso que sostenía en la mano; era un líquido incoloro.

– Parece ser que los tiradores fallaron.

La gente empezaba a tranquilizarse, en espera de la carrera siguiente. Hayes echó a andar hacia una mesa rinconera, llevándose a Orleg en pos.

– No tengo ganas de chorradas, Orleg. La idea era matarlo. ¿Tan difícil era?

Orleg saboreó el trago siguiente, antes de echárselo al coleto.

– Como ya te he dicho, los muy gilipollas fallaron. Cuando intentaron cazarlo, tu señor Lord logró escapar. Con mucha inventiva, según me han dicho. Me costó un trabajo enorme limpiar esa zona de policía durante unos pocos minutos. Tendría que haberles sido fácil. Pero lo que hicieron fue matar a tres ciudadanos rusos.

– Estaba en la idea de que esos tipos eran profesionales.

Orleg se echó a reír.

– Unos perfectos hijos de puta, sí. ¿Profesionales? No creo. Eran gángsters. ¿Qué esperabas? -Vació el vaso-. ¿Quieres que vuelva a intentarse?

– No, joder. De hecho, no quiero que se le toque un pelo de la cabeza a Lord.

Orleg no dijo nada, pero sus ojos expresaban a las claras su disgusto ante el hecho de que un extranjero le estuviese dando órdenes.

– Dejadlo en paz. No era una buena idea, desde el principio. Lord piensa que la cosa iba contra Bely. Que lo piense. No podemos permitirnos llamar tanto la atención.

– Los pistoleros dicen que su abogado se comportó como un auténtico profesional.

– Practicó mucho el deporte en sus tiempos de universidad. Fútbol americano y atletismo. Pero con dos Kaláshnikovs tendría que haber bastado para impedirle que recurriera a sus facultades. Orleg se echó hacia atrás en su silla. -La próxima vez te ocupas tú mismo.

– Quizá. Lo haré. Pero, por ahora, asegúrate de que esos idiotas no intervengan. Ya han tenido su oportunidad. No quiero otro ataque. Y si no acatan esta orden, convéncelos de que no les va a gustar nada la gente que sus jefes les enviarán de visita.

El inspector negó con la cabeza.

– Cuando era un muchacho, perseguíamos a los ricos y los torturábamos. Ahora nos pagan por protegerlos.

Escupió en el suelo y prosiguió:

– Todo esto me pone enfermo.

– ¿Quién ha hablado de ricos?

– ¿Crees que no sé lo que está ocurriendo aquí?

Hayes se inclinó hacia delante, acercándosele.

– Ni puta idea tienes, Orleg. Hazte un favor a ti mismo y no te plantees demasiadas preguntas. Limítate a cumplir las órdenes, que va a ser mucho mejor para tu salud.

– Puñetero americano. El mundo entero está patas para arriba. Aún recuerdo los tiempos en que lo que os preocupaba era saber si os dejaríamos salir del país. Ahora os pertenecemos.

– Atente a lo programado. Los tiempos están cambiando. Es a elegir: o cumples con tu cometido, o te quitas de en medio. ¿Querías participar? Pues participa. Para eso hace falta obedecer.

– No te preocupes por mí, letrado. Pero ¿qué pasa con el problema de Lord?

– No te inquietes por eso. Ya me ocuparé yo.

5

15:35

Lord estaba de vuelta en los archivos rusos, un lóbrego edificio de granito que en tiempos había sido sede del Instituto Marxista-Leninista. Ahora era el Centro de Conservación y Estudio de Documentos Históricos Contemporáneos -una prueba más de la proclividad rusa a los títulos superfluos.

En el transcurso de su primera visita lo sorprendió encontrar imágenes de Marx, Lenin y Engels todavía en pie sobre sus correspondientes pedestales, frente a la entrada principal, junto con la invocación ADELANTE HACIA LA VICTORIA DEL COMUNISMO. Casi todo lo que pudiera recordar a la Unión Soviética había sido retirado en todas las poblaciones, calles y edificios del país, sustituido por el águila bicéfala que la dinastía Romanov desplegó durante trescientos años. Le habían contado que la estatua de granito rojo de Lenin era una de las pocas que seguían en pie en toda Rusia.

Se había tranquilizado tras la ducha caliente y, luego, más vodka. Llevaba puesto el otro traje que se había traído de Atlanta, gris marengo con una pálida rayita blanca. Iba a tener que visitar pronto algún establecimiento moscovita, para comprarse otro traje, porque con uno no le iba a bastar durante las ajetreadas semanas que le aguardaban.

Antes de la caída del comunismo, se consideraba que los archivos eran demasiado heréticos para el público en general, y sólo eran accesibles a los comunistas más incondicionales. La distinción, en parte, seguía en pie. Lord aún no había logrado entender por qué. Lo que llenaba las estanterías era, en su mayor parte, un montón de documentos personales carentes de sentido -libros, cartas, diarios, documentos oficiales y otros textos sin publicar-: datos inocuos, sin la menor relevancia histórica. Para hacer las cosas aún más difíciles, no había ni barrunto de indexación, clasificación por año, persona o región geográfica. Todo al azar, algo establecido así, sin duda, mucho más para confundir que para aclarar nada a nadie. Como sí nadie quisiera escarbar en el pasado, lo cual era, por otra parte, lo más probable.