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Pertenecían a la familia de los galgos y su nombre en ruso, borzoi, significaba «veloz». A Lord le provocó una sonrisa que Thorn hubiera elegido esa raza de perros. Eran galgos rusos, que los nobles criaban para la caza del lobo en terreno abierto. Los Zares los empezaron a criar a partir de la sexta década del siglo xvii.

Y este Zar no era la excepción a la regla.

– Hace muchos años que me encantan estos perros -dijo Thorn mientras recorría las perreras, llenando los cuencos de agua con una manguera-. Leí algo sobre ellos hace tiempo, y acabé comprándome uno. Pero son como bombones: nadie se conforma con uno solo. Acabé criándolos yo mismo.

– Son preciosos -dijo Akilina. Estaba cerca de las perreras. Los borzois le devolvían la mirada con sus ojos oblicuos, marrones, con las pestañas negras-. Mi abuela tenía uno. Lo encontró en el bosque. Era un animal estupendo.

Thorn abrió la puerta de una de las perreras y llenó un cuenco de trocitos de comida seca. Los perros no se movieron, pero sí ladraron. Seguían con la vista los movimientos de Thorn, pero no hacían el menor intento de acercarse a la comida. A continuación, el abogado señaló con el dedo el cuenco donde se hallaba la comida.

Los perros se lanzaron hacia delante.

– Muy bien educados -dijo Akilina.

– Carece de sentido tener unos animales como éstos y que luego no te obedezcan. Esta raza es fácil de educar.

Lord observó que la escena se repetía en las demás perreras. No hubo un solo perro que desafiara a su dueño ni que desobedeciera una orden. Thorn se arrodilló frente a uno de los cubiles.

– ¿Los vendes? -le preguntó Lord.

– Cuando llegue la primavera próxima esta camada ya no estará aquí, y volveré a tener crías. Siempre educo a los mejores de cada camada. Los únicos que están aquí siempre son estos dos de allí.

Según pudo ver Lord, había una pareja de perros en la perrera más cercana al porche trasero. Macho y hembra, ambos de color rojo oscuro y con el pelo como la seda. Su cubil era el más grande de todos, y en su interior había una caseta de madera.

– Lo mejor de la camada de hace seis años -dijo Thorn, notándosele el orgullo en la entonación-. Alexis y Anastasia.

Lord sonrió.

– Una interesante elección de nombres.

– Son mis pura raza de exposición. Y amigos míos.

Thorn se acercó a la jaula, quitó el pestillo a la puerta e hizo un gesto. Los dos animales inmediatamente se abalanzaron hacia él, haciéndole toda clase de zalemas.

Lord observaba a su anfitrión. Thorn parecía un hombre equilibrado, muy respetuoso de sus deberes tradicionales. Ni comparación con Stefan Baklanov. Hayes le había hablado de su arrogancia, mencionando la temible posibilidad de que estuviera más interesado en el título que en el ejercicio de su cargo. Michael Thorn parecía completamente distinto.

Entraron de nuevo en la casa y Lord examinó la biblioteca de Thorn. Las estanterías estaban repletas de obras sobre la historia de Rusia. Había biografías de varios Romanov, firmadas, en algún caso, por estudiosos del siglo xix. Muchos de aquellos libros también los había leído él.

– Tienes una buena colección -dijo Lord.

– Te sorprendería comprobar lo que puede encontrarse en las librerías de segunda mano y en los excedentes de bibliotecas.

– ¿A nadie le extrañó nunca ese interés tuyo tan concreto?

Thorn negó con la cabeza.

– Soy miembro de nuestra sociedad de estudios históricos desde hace muchos años. Y todo el mundo conoce mi afición a la historia de Rusia.

Lord vio en un estante un libro que conocía bien. Rasputín: su maligna influencia y su asesinato, de Félix Yusúpov. Se publicó en 1927 y era un despiadado ataque a Rasputín, además de un intento de justificar su asesinato. Junto a este volumen estaban los dos tomos de memorias que Yusúpov publicó en los años cincuenta: El esplendor perdido y En el exilio. Vanos intentos de recaudar fondos, si no recordaba mal Lord lo que había leído en otras biografías. Se acercó al estante.

– Los libros de Yusúpov no trataban nada bien a la familia real, y menos aún a Rasputín. Si no recuerdo mal, con quien se ensañaba especialmente era con Alejandra.

– Todo era parte del engaño. Yusúpov sabía que Stalin no le quitaba ojo, de modo que evitó hacer nada que pudiera levantar sospechas. Fue un camuflaje que mantuvo hasta su muerte.

Lord vio varios libros sobre Anna Anderson, la mujer que murió afirmando ser Anastasia. Los señaló con un gesto y dijo:

– Seguro que con éstos te divertiste mucho.

Thorn sonrió.

– Su verdadero nombre era Franziska Schanzkowska. Nacida en Prusia. Estuvo entrando y saliendo del manicomio hasta que Yusúpov oyó hablar de su parecido con Anastasia. Él le enseñó todo lo que necesitaba saber, y ella fue una alumna muy aplicada. Me parece que murió convencida de ser la verdadera Anastasia.

– He leído algo sobre el asunto -dijo Lord-. Todo el mundo hablaba de ella con mucho cariño. Debió de ser una dama excepcional.

– Un buen doble de luces -dijo Thorn-. Nunca me llamó mucho la atención.

Un apagado ruido de puertas de coche al cerrarse les llegó por las ventanas delanteras. Thorn echó un vistazo por las ranuras de una persiana.

– Ha venido el ayudante del sheriff-dijo, en inglés-. Lo conozco.

Lord se puso en guardia y Thorn pareció comprenderlo. El abogado se encaminó hacia la doble puerta que los separaba del vestíbulo.

– Quedaos aquí. Voy a ver qué pasa.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Akilina en ruso.

– Problemas -dijo Lord.

– ¿Cuándo está previsto que llegue tu jefe? -preguntó Thorn desde la puerta.

Lord miró el reloj.

– De un minuto a otro. Tenemos que volver al hostal.

Thorn abrió la doble puerta, pero Lord cruzó la estancia y volvió a cerrarla en seguida, mientras sonaba el timbre de la calle.

– Buenas tardes, señor Thorn -dijo el policía-. El sheriff me ha pedido que venga a hablar con usted. He pasado primero por su bufete, y su secretaria me ha dicho que estaba usted en casa.

– ¿Qué ocurre, Roscoe?

– ¿Ha recibido usted, ayer u hoy, la visita de un tal Miles Lord y de una ciudadana rusa?

– ¿Quién es ese Miles Lord?

– ¿Qué tal si contesta usted a mi pregunta?

– No, no he tenido ninguna visita. Y mucho menos de Rusia.

– Me extraña que me diga usted eso. Su secretaria me acaba de decir que un abogado de raza negra, llamado Lord, en compañía de una ciudadana rusa, estuvo en su bufete ayer por la tarde, y que ambos han pasado el día con usted.

– Si ya conoce usted la respuesta, Roscoe, ¿para qué me pregunta?

– Cumplo con mi deber. ¿Puede explicarme por qué me ha mentido?

– ¿Por qué les da usted tanta importancia a esas dos personas?

– Tengo una orden de busca y captura por homicidio. Procede de Moscú. Se les busca por la muerte de un policía en la Plaza Roja.

– ¿Cómo lo sabe usted?

– Me lo han dicho los dos señores que vienen conmigo en el coche. Traían la orden en mano.

Lord corrió de la puerta a la ventana del estudio. Llegó a tiempo de ver apearse a Párpado Gacho y Feliks Orleg del coche de policía.

– Mierda -dijo, en voz baja.

Akilina se colocó inmediatamente a su lado y vio lo mismo que él.

Los dos rusos emprendieron su marcha hacia la casa. Ambos sacaron a relucir sus pistolas, que llevaban ocultas bajo la chaqueta. Los tiros sonaron como petardos lejanos. Lord se lanzó hacia la doble puerta y la abrió en el mismo momento en que el cuerpo del ayudante del sheriff caía derrumbado en el interior del vestíbulo. Evidentemente, la primera salva había sido para él.