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La explicación parecía tener sentido, y no hubo más preguntas. El sheriff volvió a poner toda su atención en la señora Thorn, para garantizarle que harían todo lo posible por encontrar cuanto antes a su marido.

– Tengo que llamar a nuestros hijos -dijo ella.

A Hayes no le gustó la idea. Si esa mujer era en realidad la Zarina de Todas las Rusias, en modo alguno sería buena idea complicar aún más las cosas metiendo al zarevich y a un gran duque en el asunto. No se podía permitir que la acción de Lord extendiera sus efectos más allá de Michael Thorn. De modo que dio un paso adelante y se presentó:

– Señora Thorn, creo que sería mejor que dejáramos pasar unas horas, a ver cómo se desarrolla este asunto. Lo más probable es que se resuelva por sí mismo, sin necesidad de preocupar a sus hijos.

– ¿Quién es usted y qué hace aquí? -preguntó ella en tono categórico.

– Colaboro con el gobierno ruso en la localización de un fugitivo.

– Y ¿cómo ha podido meterse en mi casa un fugitivo ruso?

– No tengo la menor idea. Ha sido pura suerte que hayamos podido seguirlo hasta aquí.

– De hecho -dijo el sheriff-, no ha llegado usted a explicarnos cómo se las han apañado para localizar a Lord aquí.

No se percibía sospecha en su tono, pero antes de que Hayes pudiera contestar irrumpió en la habitación una agente de policía.

– Sheriff, tenemos situado el jeep. Los muy puñeteros pasaron junto a Larry por la Carretera 46, a unos cincuenta kilómetros al norte de la ciudad.

*

Lord pasó junto a un puesto ambulante donde vendían manzanas de la tierra y vio el coche patrulla. El automóvil de color marrón y blanco estaba aparcado en el arcén y de él se había apeado un policía, que hablaba con un hombre vestido con ropa de trabajo, ambos de pie junto a una camioneta. Pudo ver, por el retrovisor, que el policía se precipitaba hacia su coche y arrancaba a toda velocidad.

– Tenemos compañía -dijo Lord.

Akilina miró hacia atrás. También Thorn volvió la cabeza, y el perro, que iba en el asiento trasero, no sabía si mirar hacia delante o hacia atrás. Thorn emitió una orden y el animal se quitó de la vista, agazapándose en el suelo del coche.

Lord pisó el acelerador, pero el vehículo era sólo de seis cilindros, y el trazado ondulante de la carretera restaba poderío a sus caballos. Aun así, iban a más de ciento diez kilómetros por hora por una carretera estrecha, entre taludes arbolados. La parte trasera del coche que los precedía se les acercaba rápidamente. Lord dio un volantazo a la izquierda y se puso a adelantar al vehículo más lento en el preciso instante en que aparecía otro por el carril contrario, a la salida de una curva. Por un momento tuvo la esperanza de que el trazado no le permitiera al policía hacer lo mismo, pero en seguida vio aparecer en el retrovisor la luz azul del coche patrulla, que persistía en la persecución.

– Es un coche más potente que el nuestro -dijo-. Sólo tardará unos segundos en cogernos. Y además tiene radio.

– ¿Por qué corremos? -preguntó Akilina.

Tenía razón. No había motivo alguno para escapar de la policía. Orleg y Párpado Gacho estaban a sesenta kilómetros al sur, allá en Génesis. Lo que tenían que hacer era detenerse y explicar la situación. La búsqueda había terminado. Ya no hacía falta guardar el secreto. La policía, seguramente, podría serles de ayuda.

Redujo la velocidad, frenó y se metió en el arcén. Un segundo más tarde hizo lo mismo el coche patrulla. Lord abrió la puerta. El policía ya se había bajado y utilizaba la puerta del coche a modo de escudo, mientras los apuntaba con la pistola.

– Al suelo. Ya -gritó el policía.

Otros coches pasaban junto a ellos, como trombas.

– He dicho que al suelo.

– Mire, tengo que hablar con usted.

– Si no se pone usted con el culo mirando al cielo en tres segundos, le pego un tiro.

Akilina se había bajado del coche.

– Al suelo, señora -gritó el policía.

– No entiende lo que usted le dice -gritó Lord-. Necesitamos su ayuda, agente.

– ¿Dónde está Thorn?

Se abrió la puerta trasera y Thorn bajó del coche.

– Venga usted hacia mí, señor Thorn -vociferó el policía, superando el ruido del tráfico, y sin bajar la pistola.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Thorn en voz baja.

– No lo sé -dijo Lord-. ¿Conoce usted a ese policía?

– La cara no me resulta familiar.

– Señor Thorn, por favor, acérquese.

Fue Lord quien se acercó un paso. El policía estiró aún más el brazo con la pistola. Thorn se situó delante de Lord.

– ¡Agáchese, señor Thorn, agáchese! Ese hijo de puta ha matado a un compañero mío.

Lord se preguntó si no lo estarían engañando sus oídos: ¿él había matado a un policía?

Lord no se movió. La pistola seguía desplazándose, mientras su dueño buscaba un buen ángulo de tiro.

– ¡Échense al suelo!

– Alexis. Sal del coche -dijo Thorn sin levantar la voz.

El galgo se puso inmediatamente en marcha y salió del Jeep. El policía había abandonado la protección de la puerta y se iba acercando, sin dejar de apuntarles con la pistola.

– Ve -le dijo Thorn al animal-. Adelante. Salta.

El animal asentó las patas y a continuación se lanzó con las manos por delante. Su musculoso cuerpo chocó contra el del policía, y ambos rodaron por el suelo de grava; al policía se le disparó dos veces la pistola. Lord se acercó corriendo y logró que el hombre soltara el arma.

El perro gruñía, tembloroso.

En la distancia se oían sirenas, aproximándose.

– Más vale que nos quitemos de en medio -dijo Thorn-. Aquí hay algo que no funciona. Este agente piensa que has matado a un policía.

Lord no hizo que se lo repitiera.

– De acuerdo. Vámonos.

Thorn condujo al perro hasta el coche. Pudieron subirse todos antes de que el policía lograra incorporarse.

– No le pasará nada -dijo Thorn-. No le ha mordido. No le dije que lo hiciera.

Lord, de un golpe, puso la transmisión en posición de marcha.

*

Hayes seguía esperando en el puesto de policía, con Orleg y Párpado Gacho. Había estado a punto de ir con el sheriff y sus hombres cuando salieron a toda prisa en dirección norte. La llamada por radio había llegado veinte minutos antes. Acababan de localizar un Jeep Cherokee de color gris que iba en dirección norte, por la Carretera 46, la cual, atravesando el condado adyacente, llegaba a Tennessee. Iba en su persecución un coche patrulla, y, según la última comunicación, el Jeep estaba frenando para detenerse. El agente había solicitado apoyo, pero dijo estar preparado para resolver el asunto por sí solo.

Para Hayes, lo mejor que podía suceder era que entre los perseguidores hubiera alguno de gatillo fácil. Él ya había dejado perfectamente claro que los rusos querían un cuerpo, no necesariamente vivo, y bien podía ser que algún agente pusiera fin a la pesadilla con un tiro bien dado. Pero aun en el supuesto de que murieran Lord y la mujer, o sólo Lord, seguía en pie el problema de Michael Thorn. La policía haría todo lo posible por salvarlo, y no sería Lord quien le hiciese daño alguno. Si de veras descendía en línea directa de Nicolás II, como Lord afirmaba con tanta rotundidad, las pruebas de ADN despejarían todas las dudas.

Y eso sí que sería un problema.

Estaba en un despacho, con todo un panel de comunicaciones delante de él. Una agente de policía se ocupaba de su manejo. Del altavoz colocado en lo alto emanaba un ruido de estática.

– Central. Dillsboro Uno. Estamos en el lugar de los hechos.

Era la voz del sheriff. Hayes esperó a que diese su informe. Mientras lo hacía, se acercó a Orleg, que ocupaba el rincón más cercano a la salida. Párpado Gacho se hallaba en el exterior, fumando. Hayes susurró, en ruso: