– Voy a tener que llamar a Moscú. Nuestros amigos no van a estar muy contentos.
Orleg no pareció preocuparse mucho.
– Hemos actuado según las órdenes que se nos dieron.
– ¿Qué se supone que significa eso?
– Se me dijo que hiciera todo lo necesario para que Lord, la mujer y cualquier otra persona a quien Lord considerara importante no volviesen a Rusia.
Hayes se preguntó si esa definición no lo incluiría también a él.
– Te encantaría matarme. ¿No es verdad, Orleg?
– Sería un placer.
– Entonces, ¿por qué no lo has hecho?
El inspector no dijo nada.
– Es porque ellos me siguen necesitando.
Más silencio.
– No me asustáis -dijo, acercando mucho la cara a la cara de Orleg-. Procura no olvidar eso. Yo también lo sé todo. Que se enteren tus superiores. Hay dos hijos con genes de los Romanov. De ellos también habrá que ocuparse. Quien haya enviado a Lord y a la mujer no dejará de enviar a otras personas. Comunica a tus amigos que si yo muero el mundo conocerá la verdad antes de que hayáis tenido tiempo de plantearos siquiera el problema. Lamento privarte del placer de matarme, Orleg.
– No te creas más importante de lo que eres, abogado.
– No me creas tú menos fuerte de lo que soy.
Se apartó de Orleg antes de que éste pudiera replicar. Mientras lo hacía, el altavoz cobró vida con un chasquido eléctrico.
– Central. Dillsboro Uno. El sospechoso ha huido con el prisionero. El agente fue derribado, pero se encuentra bien. Atacado por un perro que el sospechoso tenía en su posesión. Hay coches en persecución. Pero el sospechoso les lleva delantera. Lo más probable es que siga en dirección norte por la Carretera 46. Alerten a todos los efectivos de la zona.
La agente que estaba a cargo de las comunicaciones dio por recibido el informe, y Hayes exhaló un silencioso suspiro de alivio. Antes, durante unos minutos, había tenido la esperanza de que atraparan a Lord, pero ahora se daba cuenta de que ello no habría hecho sino complicar las cosas. Tenía que ser él mismo quien lo encontrara, y daba la impresión de que Lord no confiaba en la policía local. Los tontos esos creían que Lord llevaba un rehén y que estaba huyendo. Hayes era el único que estaba al corriente: no era solamente Lord quien huía, sino también Thorn y la mujer.
Y tendrían que abandonar la carretera lo antes posible.
Lord, seguramente, daría por supuesto que Orleg y Párpado Gacho actuaban en colaboración con el sheriff, de modo que no volvería a ponerse en contacto con la policía local. Buscaría un sitio donde esconderse, con los otros dos, por lo menos hasta que tuviera tiempo de analizar a fondo la situación.
Pero ¿dónde podía esconderse?
Dio por supuesto que Lord no conocía la zona. Michael Thorn, en cambio, tenía que conocerla palmo a palmo. Quizá hubiera modo de averiguar algo.
Salió del despacho y fue a donde se encontraban la señora Thorn y la secretaria del bufete, pero, en vista de que la mujer de Thorn estaba ocupada con otra agente de policía, Hayes se dirigió a la secretaria:
– Perdóneme, señora.
La mujer levantó la cabeza.
– Si no he oído mal lo que dijo usted antes al sheriff, Lord y su acompañante estuvieron hoy en el bufete del señor Thorn.
– Cierto. Vinieron ayer. Y otra vez hoy. De hecho, pasaron el día los tres juntos.
– ¿Sabe usted de qué hablaron?
Ella negó con la cabeza.
– Estuvieron con la puerta cerrada.
– Terrible. El inspector Orleg está molestísimo. Mataron a uno de sus hombres en Moscú. Y ahora, lo del agente de policía de aquí…
– Lord se presentó como abogado. Y no tenía pinta de asesino.
– Nadie tiene pinta de asesino. Lord estaba en Moscú por motivos de trabajo. Nadie sabe por qué mató al policía. Algo raro pasó. E igual de raro es lo que está pasando aquí.
Exhaló un suspiro, se pasó la mano por el cabello, luego se pellizcó el caballete de la nariz.
– Qué bonita es esta zona -prosiguió-. Especialmente en esta época del año. Es una pena que una cosa así lo eche todo a perder.
Se acercó al expendedor de café y se sirvió un café, utilizando una jarra manchada. También le ofreció a la secretaria, pero ésta dijo que no con un gesto de la mano.
– Yo vivo en Atlanta, pero vengo con mucha frecuencia por aquí, de cacería. Suelo alquilar una casa en el bosque. Siempre quise comprarme una, pero no puedo permitirme el lujo. ¿Y el señor Thorn? Aquí da la impresión de que todo el mundo tiene su cabaña.
Se volvió a acercar a la mujer.
– Tiene una cabaña preciosa -dijo ella-. Pertenecía ya a sus padres y a sus abuelos.
– ¿Está cerca? -le preguntó Hayes, fingiendo que preguntaba por preguntar.
– A una hora en dirección norte. Tiene más de ochenta hectáreas, con su montaña y todo. Siempre le tomo el pelo preguntándole qué piensa hacer con la montaña.
– Y ¿qué dice él?
– Pues sentarse a mirarla. Ver crecer los árboles.
A la secretaria se le humedecieron los ojos. Era evidente el cariño que sentía por su jefe. Hayes tomó un sorbo de café.
– ¿Tiene nombre la montaña?
– Windsong Ridge. Me encanta.
Hayes se puso en pie con mucha calma.
– La dejo a usted tranquila. La veo inquieta.
Ella le dio las gracias, y Hayes salió del puesto de policía. Junto a la puerta estaban Orleg y Párpado Gacho, tirando de sus cigarrillos.
– Vamos -dijo Hayes.
– ¿Adonde vamos? -quiso saber Orleg.
– A resolver este problema.
Tras dejar por tierra al agente de policía, Lord abandonó rápidamente la carretera principal y tomó hacia el este por un camino comarcal. Unos kilómetros más tarde volvió a girar, ahora hacia el norte, siguiendo las indicaciones de Thorn, que los llevaba a todos a la finca que su familia poseía en aquella zona desde hacía casi un siglo.
Siguieron un camino de kilómetro y medio, entre estribaciones montañosas y atravesando dos corrientes de agua encajonadas entre rocas. La cabaña era una construcción de una sola planta, hecha de troncos de pino unidos con argamasa, al estilo colonial. En el porche delantero había tres mecedoras y una hamaca de cuerda, suspendida de un extremo. Las placas de roble del techo inclinado parecían nuevas, y de ellas asomaba una chimenea de piedra.
Thorn explicó que allí tuvieron su primera residencia Alexis y Anastasia, nada más llegar a Carolina del Norte, a finales de 1919. Yusúpov hizo edificar la casa de campo en una finca de ochenta hectáreas cubiertas de bosque antiguo y con una montaña que un siglo antes había sido bautizada con el nombre de Windsong Ridge. La idea era proporcionar a los herederos un refugio solitario, lejos de cualquiera que pudiese asociarlos con la familia real rusa. Los montes Apalaches eran un paraje ideal, tanto por su localización como por su clima, no muy diferente del que los muchachos habían conocido en su tierra.
Ahora, en el interior de la cabaña, Lord casi percibía la presencia de Alexis y Anastasia. Ya se había puesto el sol y el aire se había enfriado. Thorn había encendido la chimenea, con leña de la que había amontonada contra las paredes exteriores de la casa. El interior tenía unos ciento cuarenta metros cuadrados, con espesos revestimientos, madera barnizada y olor a nogal y a pino. La cocina estaba bien provista de comida en lata, lo que les había permitido cenar un chile con judías, acompañado de Coca-Cola procedente del frigorífico.
Era Thorn quien había propuesto la cabaña. Si la policía pensaba que lo tenían retenido contra su voluntad, nunca irían a buscarlo en su propia finca. Lo más probable era que todos los caminos que llevaban a Tennessee estuvieran siendo vigilados y que hubiera orden de localizar el Jeep Cherokee, lo cual era una buena razón más para abandonar la carretera.