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Y había muy poca colaboración.

Los empleados del archivo eran sobrevivientes del régimen soviético, de la jerarquía del Partido, y en tiempos habían gozado de privilegios fuera del alcance de los moscovitas de a pie. Ya no estaba el Partido, pero ahí permanecía un cuadro de mujeres de avanzada edad, muchas de las cuales, pensaba Lord, lo que deseaban con todas sus fuerzas era el regreso del totalitarismo. La falta de colaboración fue la razón de que solicitara a Artemy Bely como ayudante: gracias a él, había adelantado más en los últimos días que en todas las semanas previas.

Sólo unos cuantos ociosos remoloneaban por entre las estanterías metálicas. Casi todas las carpetas, en especial si en ellas se hacía mención de Lenin, estuvieron una vez encerradas, tras barrotes de acero, en bóvedas subterráneas. Yeltsin puso fin al secreto, dando orden de que todo saliera a la luz, abriendo el edificio a estudiosos y periodistas.

Pero no por completo.

Una amplia sección seguía cerrada: los denominados Documentos Protegidos, con el mismo resultado que el sello TOP SECRET tiene en la Libertad de Información, en el país de Lord. Pero él tenía credenciales de la Comisión del Zar que le permitían eludir todo secretismo en el acceso a antiguos documentos de Estado. Su pase, que le había conseguido Hayes, suponía una autorización del gobierno para mirar donde quisiera, incluidos los Documentos Protegidos. Tomó asiento ante su mesa reservada y se obligó a concentrarse en las páginas que tenía delante. Su tarea consistía en hallar fundamento a las aspiraciones al trono ruso de Stefan Baklanov.

Éste, Romanov de nacimiento, era el candidato con más posibilidades de salir elegido por la Comisión del Zar, pero también mantenía muy estrechas relaciones con compañías occidentales, muchas de las cuales eran clientes de Pridgen & Woodworth, de modo que Hayes había enviado a Lord a los archivos para asegurarse de que no hubiera nada en ellos que pudiera poner en peligro la candidatura de Baklanov al poder. Lo último que le convenía a nadie era que apareciese allí alguna investigación estatal, o datos que pudieran interpretarse en el sentido de que la familia Baklanov hubiera simpatizado con los alemanes durante la segunda guerra mundiaclass="underline" cualquier cosa que llevara al pueblo a poner en duda su compromiso con los rusos o con Rusia.

El cometido de Lord lo había llevado hasta el último Romanov que ocupara el trono ruso -Nicolás II-, y a lo ocurrido en Siberia el 16 de julio de 1918. En el transcurso de las últimas semanas ya había leído muchos relatos publicados y otros tantos sin publicar. Todos ellos eran, en el mejor de los supuestos, contradictorios. Había que proceder al minucioso estudio de cada relato, eliminando las falsedades más obvias y combinando los hechos, para entresacar alguna información útil. Sus notas, cada vez más voluminosas, eran ya una crónica acumulada de aquella aciaga noche rusa.

*

Nicolás volvió de un profundo sueño. Un soldado se alzaba sobre él. No le había ocurrido con frecuencia, durante los últimos meses, que llegara a conciliar el sueño, y le molestó la intrusión. Pero tampoco había mucho que pudiera hacer. Hubo un tiempo en que había sido el Zar de Todas las Rusias, Nicolás II, encarnación de Dios Todopoderoso en la Tierra. Pero ya había pasado un año, en marzo, desde el momento en que lo forzaron a algo impensable para un monarca por derecho divino: abdicar ante la violencia. El gobierno provisional que vino tras él estaba integrado, sobre todo, por liberales de la Duma y una coalición de socialistas radicales. Iba a ser un gobierno de transición, mientras se elegía una asamblea constituyente; pero los alemanes habían permitido a Lenin que cruzara su territorio y regresara a Rusia, en la esperanza de que desencadenara el caos político.

Y lo desencadenó

Había derribado el débil gobierno provisional, hacía ya diez meses, mediante lo que los guardias denominaban, con orgullo, la Revolución de Octubre.

¿Por qué le hacía eso su primo el Káiser? ¿Tanto lo detestaba? ¿Era la guerra mundial tan importante como para sacrificarle una monarquía reinante?

Sí, al parecer.

Cuando apenas llevaba dos meses en el poder, y sin sorprender a nadie, Lenin firmó el alto el fuego con los alemanes, y los rusos abandonaron la Gran Guerra, dejando a los aliados sin frente oriental que distrajera en su avance a los alemanes. Gran Bretaña, Francia y Estados Unidos no podían estar contentos. Nicolás comprendía el peligroso juego en que se había embarcado Lenin. Prometer paz al pueblo, para granjearse su confianza, pero viéndose obligado a aplazar el cumplimiento de su promesa, para tranquilizar a los aliados, mientras trataba, al mismo tiempo, de no ofender a su verdadero aliado, es decir el Káiser. El tratado de Brest-Litovsk, firmado cinco meses atrás, era poco menos que demoledor. Alemania obtenía una cuarta parte del territorio de Rusia y un tercio de su población. La acción, según le habían contado, había generado un gran resentimiento. Lo que se decía entre los guardias era que todos los enemigos de los bolcheviques habían acabado unificándose bajo la bandera Blanca, elegida para mayor contraste con la bandera Roja comunista. Una gran masa de nuevos soldados se había pasado ya a la Rusia Blanca. A ello se vieron impulsados especialmente los campesinos, porque seguía negándoseles la tierra. Hacía estragos, ahora, la guerra civil. Los Blancos contra los Rojos.

Y él no era sino el ciudadano Romanov, cautivo de los bolcheviques rojos.

Soberano de nadie.

Su familia y él se vieron retenidos, al principio, en el Palacio Alejandro de Tsarskoe Selo, no lejos de Petrogrado. Luego los trasladaron a Tobolsk, en Rusia central, una ciudad fluvial llena de iglesias enjalbegadas y de casas de madera. La gente de Tobolsk se comportó lealmente, manifestando un gran respeto por el Zar caído y su familia. Todos los días se congregaban en torno a la casa de confinamiento, con la cabeza descubierta y santiguándose. Casi nunca pasaba un día sin que alguien se presentase con pasteles, velas o algún icono. Los propios guardias, que pertenecían al muy honorable Regimiento de Fusileros, se comportaban amablemente e incluso se tomaban la molestia de hablar con los prisioneros y de jugar a las cartas con ellos. Se les permitía el acceso a libros y periódicos, incluso recibir correspondencia. La comida era excelente y se les ofrecían todas las comodidades.

En conjunto, no era una mala cárcel.

Luego, setenta y ocho días atrás, un nuevo traslado.

Aquí, esta vez, a Ekaterimburgo, en la ladera oriental de los Urales, en lo más profundo del corazón de la Madre Rusia, bajo control de los bolcheviques. Diez mil soldados del Ejército Rojo vagaban por las calles. La población local se oponía amargamente a todo lo zarista. Tras requisarla, convirtieron en prisión provisional la casa de un rico mercader llamado Ipatiev. Casa para Usos Especiales, la había oído llamar Nicolás. Levantaron una cerca alta, de madera, embadurnaron todos los cristales y pusieron barrotes en las ventanas, prohibiendo que se abriera ninguna de ellas, so pena de recibir un tiro. Eliminaron las puertas de todos los dormitorios y lavabos. Nicolás se vio obligado a escuchar mientras cubrían de insultos a su familia, y tuvo que soportar a que clavasen en las paredes unos retratos obscenos de su mujer con Rasputín. Ayer había estado a punto de llegar a las manos con uno de aquellos impertinentes hijos de puta. El guardia que había escrito em la pared del dormitorio de su hija: AL ZAR DE LAS RUSIAS LLAMADO COLÁS / LE QUITARON EL TRONO POR TANTO FOLLAR.

Ya está bien, pensó.

¿Qué hora es? -le preguntó al guardia que esperaba junto a su cama.