– No vive nadie en kilómetros a la redonda -dijo Thorn-. En los años veinte era un magnífico escondrijo.
Lord observó que nada en la decoración sugería el linaje de los dueños. Era, en cambio, sin duda alguna, la residencia de alguien que amaba la naturaleza: grabados de pájaros en el cielo y ciervos pastando decoraban las paredes. Ningún trofeo de caza, sin embargo.
– Yo no cazo -dijo Thorn-. Sólo con la cámara fotográfica.
Lord señaló un óleo enmarcado que dominaba una de las paredes y que representaba un oso negro.
– Lo pintó mi abuela -dijo Thorn-. Y los demás también. Le encantaba pintar. Vivió aquí hasta el fin de sus días. Alexis murió en ese dormitorio de allí. Mi padre nació en la misma cama.
Estaban congregados junto a la chimenea, a la luz de dos lámparas que iluminaban la amplia estancia. Akilina se había sentado en el suelo, envuelta en un edredón de lana. Thorn y Lord ocupaban sendos sillones de cuero. El perro se acurrucaba en un rincón, lejos del calor de la chimenea.
– Tengo un buen amigo en la Oficina del Fiscal de Carolina del Norte -dijo Thorn-. Lo llamaremos mañana. Seguro que puede echarnos una mano. Confío en él -permaneció un momento en silencio-. Mi mujer debe de estar hecha un manojo de nervios. Ojalá pudiese llamarla por teléfono.
– No te lo aconsejaría -dijo Lord.
– No podría aunque quisiera. Nunca llegamos a instalar un teléfono en esta casa. Tengo un móvil y me lo traigo siempre que venimos con intención de pasar la noche. La electricidad no nos la pusieron hasta la década pasada. La compañía me cobró un ojo de la cara por traer la línea hasta aquí. Decidí que el teléfono podía esperar.
– ¿Venís con frecuencia, tu mujer y tú? -le preguntó Akilina.
– Sí, con mucha frecuencia. Aquí me siento en contacto con mi pasado. Margaret nunca ha acabado de comprenderlo, lo único que sabe es que este sitio me tranquiliza. Mi rincón de soledad, le suele llamar. Si supiera…
– Pronto lo sabrá -dijo Lord.
El borzoi, de pronto, se puso en alerta, y un gruñido ahogado sonó en su garganta.
Lord clavó los ojos en el perro.
Alguien llamó. Lord se levantó de un salto. Ninguno de los tres dijo una sola palabra.
Otra llamada.
– Miles. Soy Taylor. Abre la puerta.
Lord cruzó a toda prisa la habitación y echó un vistazo por la ventana. No se veía nada, por la oscuridad: sólo la silueta de un hombre de pie frente a la puerta. Lord se aproximó a la entrada, que tenía el pestillo echado.
– ¿Taylor?
– No el mudito de Blancanieves, desde luego. Abre la puerta de una puñetera vez.
– ¿Vienes solo?
– ¿Quién va a estar conmigo?
Lord levantó el pestillo y lo corrió. Ante la puerta apareció Taylor Hayes, con unos pantalones de color caqui y una gruesa chaqueta.
– Cuánto me alegro de verte -dijo Lord.
– Ni la mitad que yo de verte a ti.
Hayes entró en la cabaña. Se estrecharon la mano.
– ¿Cómo me has encontrado? -preguntó Lord, tras cerrar la puerta y echar de nuevo el pestillo.
– Cuando llegué al pueblo me contaron lo del tiroteo. Parece ser que hay por ahí dos rusos…
– Dos de los que llevan tiempo persiguiéndome.
– Si, eso fue lo que creí entender.
Lord notó la mirada de extrañeza en los ojos de Akilina.
– Akilina no habla muy bien inglés, Taylor. Hablemos en ruso.
Hayes miró de hito en hito a Akilina.
– ¿Cómo estás? -le preguntó, en ruso.
Akilina se presentó.
– Es un placer conocerte. Tengo entendido que mi socio te ha estado llevando a rastras por el mundo entero.
– Sí, ha sido todo un viaje -dijo ella.
Hayes miró a Thorn.
– Y usted debe de ser el objeto de tanto viaje.
– Aparentemente, sí.
Lord presentó a Hayes y Thorn. Luego dijo:
– Quizá podamos hacer algo, Taylor. La policía local piensa que he matado a uno de sus agentes.
– Sí, de eso están muy convencidos.
– ¿Hablaste con el sheriff?
– Pensé que era mejor localizarte antes.
Se pasaron los tres cuartos de hora siguientes hablando. Lord le contó con todo detalle lo sucedido hasta ese momento. Incluso le enseñó a Hayes el baqueteado Fabergé y los dos mensajes escritos en hoja de oro, que fue a buscar al Jeep. Habló también de los lingotes, indicando dónde se encontraban. Y contó lo de Semyon Pashenko y la Santa Agrupación que había mantenido a salvo el secreto de Yusúpov.
– ¿De modo que es usted un Romanov? -le preguntó Hayes a Thorn.
– Aún no nos ha explicado usted cómo nos ha encontrado -dijo Thorn.
Lord percibió la sospecha en la voz del abogado. Hayes no dio señales de alterarse ante lo abrupto de la pregunta.
– Su secretaria me dio la idea. Estaba con la señora Thorn en la oficina del sheriff. Yo sabía que Miles no podía haberlo secuestrado a usted, de modo que imaginé que necesitarían un lugar donde esconderse. Y ¿quién iba a buscarlos aquí? Ningún secuestrador utilizaría la casa de la persona a quien ha secuestrado. Así que decidí arriesgarme y me vine en coche hasta aquí.
– ¿Cómo está mi mujer?
– Muy preocupada.
– ¿Por qué no le dijo usted la verdad al sheriff? -insistió Thorn en sus preguntas.
– Esta situación es muy delicada. Es un asunto de alcance internacional. Está comprometido, literalmente, el futuro de Rusia. Si de veras es usted descendiente directo de Nicolás II, el trono de Rusia le pertenece. No hará falta decir que su salida a la luz pública causará una gran conmoción. No quiero poner todo eso en manos del sheriff del condado de Dillsboro, Carolina del Norte. Sin que ello implique ningún desprecio por mi parte.
– No se lo tomo por desprecio -dijo Thorn, en cuya voz seguían percibiéndose las reservas-. ¿Qué sugiere usted que hagamos?
Hayes se puso en pie y se aproximó a las ventanas delanteras de la casa.
– Muy buena pregunta.
Miró por entre las cortinas.
El borzoi volvió a alertarse.
Hayes abrió la puerta delantera.
Orleg y Párpado Gacho hicieron su entrada. Ambos llevaban rifles. El perro se puso sobre las cuatro patas y empezó a gruñir.
A Akilina se le escapó un grito.
– Tiene usted un perro precioso, señor Thorn -dijo Hayes-. Siempre he sentido debilidad por los borzois. Me llevaría un gran disgusto si tuviera que ordenar a estos caballeros que le pegaran un par de tiros. ¿Quiere usted indicarle al perro que salga por la puerta delantera, por favor?
– Ya había yo notado algo raro en usted -dijo Thorn.
– Me di cuenta.
Hayes se acercó al perro, que seguía gruñendo.
– ¿Lo mato?
– Alexis. Fuera.
Thorn señaló la puerta y el perro desapareció rápidamente en la oscuridad.
Hayes cerró la puerta.
– Alexis. Qué nombre tan sugerente.
Lord estaba conmocionado por la sorpresa.
– ¿Era cosa tuya desde el primer momento? -le preguntó a Hayes.
Hayes hizo seña a sus dos colaboradores, que se acercaron a través de la habitación, cada uno a un lado. Orleg se situó junto a la puerta de la cocina. Párpado Gacho, junto a la del dormitorio.
– Tengo socios en Moscú a quienes has proporcionado grandes quebraderos de cabeza, Miles. Diablos, te mandé a los archivos por si encontrabas algo que pudiera perjudicar a Baklanov, y me sales con un heredero del trono ruso. ¿Qué esperabas?
– Hijo de puta. Confiaba en ti.
Lord se abalanzó contra Hayes. Orleg detuvo su avance encañonándolo con el rifle.
– Tener confianza es algo tan relativo, Miles. Y más en Rusia. Eso sí, te reconozco el mérito. Eres un tipo difícil de matar. Y con una suerte tremenda.