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Hayes sacó una pistola que llevaba bajo la chaqueta.

– Siéntate, Miles.

– Que te den por el culo, Taylor.

Hayes disparó. La bala atravesó el hombro derecho de Lord. Akilina profirió un grito y se precipitó hacia Lord, mientras éste se derrumbaba en el sillón.

– Te dije que te sentaras -dijo Hayes-. No me gusta nada tener que repetir las cosas.

– ¿Estás bien? -le preguntó Akilina a Lord.

Lord leyó la preocupación en su rostro. Estaba bien. Era una herida muy superficial, suficiente para que brotara sangre y para causarle un dolor de mil diablos.

– Estoy bien.

– Señorita Petrovna, siéntese -dijo Hayes.

– Siéntate -pidió Lord.

Akilina se retiró a una silla.

Hayes se acercó a la chimenea.

– Si quisiera matarte, Miles, ya estarías muerto. Es una suerte para ti que yo sea tan buen tirador.

Lord se apretó la herida con la mano y utilizó su propia camisa para restañar la sangre. Su mirada se posó en Michael Thorn. El abogado permanecía perfectamente inmóvil en su sillón. No había manifestado ninguna reacción ante el disparo de Hayes.

– Ya lo creo que sí, es usted ruso -le dijo Hayes-. Se le nota en los ojos. He visto muchas veces esa mirada. Ninguno de ustedes conoce la piedad.

– No soy ningún Stefan Baklanov.

Las palabras de Thorn fueron casi un susurro.

Hayes se rió.

– No, desde luego que no. De hecho, creo que sería usted capaz de gobernar a esa panda de idiotas. Para eso hace falta alguien con mucho temple. El que tuvieron los mejores Zares. Estoy seguro, por tanto, de que comprenderá usted bien la razón por la que no puede salir vivo de aquí.

– Mi padre me anunció que habría hombres como usted. Me lo advirtió. Y yo lo tomé por un paranoico.

– ¿Quién iba a pensar que el imperio soviético fuera tan frágil? -dijo Hayes-. Y ¿a quién iba a pasársele por la cabeza que los rusos quisieran volver al zarismo?

– A Félix Yusúpov -dijo Thorn.

– Y usted que lo diga. Pero nada de esto tiene sentido ya. Orleg. -Hayes se dirigió al inspector, indicándole la puerta delantera-. Llévate fuera a nuestro querido heredero y a esta mujer y haz lo que mejor sabes hacer.

Orleg, sonriente, dio un paso adelante para agarrar a Akilina. Lord inició el movimiento de incorporarse, pero Hayes le clavó el cañón de la pistola en el cuello.

– Siéntate -dijo.

Párpado Gacho levantó a Lord de su asiento, de un solo tirón, y le colocó el cañón de su rifle en la cabeza. Akilina ofrecía resistencia. Orleg la agarró por el cuello, pasándole el brazo, y apretó con mucha fuerza, hasta levantarla del suelo. Ella luchó por un segundo, pero en seguida se le pusieron los ojos en blanco, al quedarse sin aire.

– ¡Alto! -gritó Lord.

Hayes le hundió más aún la pistola en el cuello.

– ¡Diles que paren, Hayes!

– Dile tú a ella que sea buena chica -dijo Hayes.

Lord se preguntó cómo podía decirle a la chica que se lo tomase con calma, que sólo iban a llevarla al exterior y pegarle un tiro.

– Tranquila -le dijo.

Akilina dejó de forcejear.

– No aquí, Orleg -dijo Hayes.

El ruso aflojó su presa. A Akilina le fallaron las piernas y cayó al suelo. Lord tuvo el impulso de acudir a su lado, pero no le fue posible. Orleg, agarrándola del pelo, la obligó a ponerse en pie otra vez. El dolor pareció devolverle las fuerzas.

– Levántate -dijo Orleg en ruso.

Tambaleándose, Akilina permitió que Orleg la llevara hasta la puerta. Thorn, que ya estaba allí, salió el primero, seguido de Párpado Gacho.

La puerta se cerró tras ellos.

– Me parece a mí que esa mujer te gusta mucho -dijo Hayes, pasando al inglés.

Seguía apretando el cañón de su pistola contra el cuello de Lord.

– ¿A ti qué te importa? -le contestó Lord.

– Nada.

Hayes apartó la pistola y dio un paso atrás. Lord se dejó caer en una silla. El dolor de su hombro iba en aumento, pero la rabia que lo inundaba le permitía mantener los reflejos a punto.

– ¿Mataste a los Maks en Starodub?

– No nos dejaste elección. Ya sabes: no dejar cabos sueltos, y todo eso.

– ¿Y Baklanov no es más que un títere, en realidad?

– Rusia es como una virgen, Miles. Hay en ella tantos placeres que nadie ha gozado nunca… Pero nadie puede sobrevivir sin respetar sus reglas, que son de las más duras que hay en el mundo. Yo me he adaptado. El homicidio, para ellos, es un modo aceptado de conseguir el fin. El medio que más les gusta.

– ¿Qué ha podido pasarte, Taylor?

Hayes tomó asiento, sin dejar de apuntar a Lord.

– No me vengas ahora con chorradas. He hecho lo que había que hacer. En el bufete no ha habido nunca nadie que se quejara de las ganancias. A veces hay que correr grandes riesgos para conseguir grandes cosas. Tener bajo control al Zar de Todas las Rusias era una de esas grandes cosas. Todo era perfecto, de arriba abajo. ¿Quién iba a pensar que podía haber un heredero vivo?

Lord sentía impulsos de saltar sobre él, y Hayes pareció captar el odio.

– No va a ser posible, Miles, le dejare seco de un tiro antes de que puedas levantarte de esa silla.

– Espero que merezca la pena.

– Muchísimo más que la práctica de la abogacía.

Lord pensó que quizá pudiera ganar algo de tiempo.

– ¿Cómo piensas controlar todo esto? Thorn tiene hijos. Más herederos. Todos ellos están al corriente.

Hayes sonrió.

– Buen intento. La mujer y los hijos no saben un pimiento. Mi único problema de control está aquí.

Hayes señaló a Lord con la pistola.

– Mira, no puedes echarle la culpa a nadie, es toda tuya. Si no te hubieras metido donde no te llamaban, si te hubieras limitado a hacer lo que te dije que hicieras, ahora no tendríamos ningún problema. Pero tuviste que largarte de San Petersburgo a California y meterte en un montón de cosas que, sencillamente dicho, no son de tu incumbencia.

Lord preguntó lo que verdaderamente quería saber:

– ¿Vas a matarme, Taylor?

No hubo ni el menor atisbo de miedo en su entonación. Fue él el primero en sorprenderse.

– No. Lo harán esos dos de ahí afuera. Me hicieron prometer que no te tocaría un pelo. No les caes nada bien, Miles. Y yo, desde luego, no puedo permitirme el lujo de no darles satisfacción.

– No eres el hombre que yo conocí.

– Una mierda me has conocido tú. Eres un mero socio. No somos hermanos de sangre. No llegamos ni a amigos. Pero, si quieres saberlo, tengo clientes que confían en mí, y no me queda más remedio que cumplir. Sacándome, de paso, un buen pellizco para la vejez.

Lord miró más allá de Hayes, hacia fuera.

– ¿Te preocupa tu queridísima rusa?

No dijo nada. ¿Qué podía decir?

– Seguro que Orleg está disfrutando de ella… en este mismo momento.

49

Akilina iba tras el hombre a quien Lord llamaba Párpado Gacho, mientras se adentraban en el bosque. Un lecho de hojas amortiguaba el ruido de sus pasos, y la luz de la luna se filtraba entre las ramas, bañando el bosque en un resplandor lechoso. Un aire helado le congelaba el cuerpo, dada la poca protección que le ofrecían los vaqueros y el jersey. Thorn iba el primero, con el cañón del rifle apuntándole a la espalda. Orleg iba tras Akilina, pistola en mano.

Prosiguieron durante unos diez minutos, hasta llegar a un claro. Allí había dos palas clavadas en la tierra. Era evidente que antes de la aparición de Hayes en la casa ya habían planeado las cosas.

– Ponte a cavar -le dijo Orleg a Thorn-. Vas a ser como tus antepasados, vas a morir en el bosque y vas a ser sepultado en tierra fría. Puede que dentro de otros cien años alguien encuentre vuestros huesos.

– ¿Y si me niego? -preguntó Thorn con calma.

– Primero te pego un tiro a ti y luego disfruto de ella.