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Thorn miró a Akilina. Al abogado no se le había alterado el pulso y mantenía el control de la respiración.

– Puedes verlo así -dijo Orleg-: unos pocos minutos más de preciosa vida. Cada segundo cuenta. Más de lo que tuvo tu bisabuelo, de todas formas. Afortunadamente para ti, yo no soy bolchevique.

Thorn, manteniéndose erguido, no hizo el menor ademán de ir a coger la pala. Orleg soltó el rifle y agarró del jersey a Akilina. Se acercó a la chica y ella empezó a gritar, pero él le tapaba la boca con la mano.

– ¡Ya basta! -gritó Thorn.

Orleg puso fin a su agresión, pero le colocó la mano derecha en el cuello a Akilina, sin apretar lo suficiente como para hacerle daño, pero sí como para que no se olvidara de su presencia. Thorn agarró la pala y se puso a cavar.

Orleg manoseó el pecho de Akilina con la mano libre.

– Firme y bonito -dijo. Le apestaba el aliento.

Ella levantó la mano y le clavó los dedos en el ojo izquierdo. Orleg se apartó de un salto, para en seguida recuperarse y abofetearla con todas sus fuerzas. Luego la tiró al suelo húmedo.

El inspector recuperó su rifle. Tras haberlo cargado, puso un pie en el cuello de Akilina, violentamente, aplastándole la cara contra el suelo. Luego le encajó la punta del cañón entre los labios.

Ella miró hacia donde estaba Thorn.

Tenía en la boca un sabor a óxido y arenilla. Orleg le hundió aún más el cañón, y le vinieron náuseas. El terror se adueñó de ella.

– ¿Te gusta, perra?

Del bosque surgió una sombra negra que se abalanzó contra Orleg. El policía se tambaleó ante el impacto y hubo de soltar el rifle. En cuanto notó que le apartaba el cañón de la boca, Akilina comprendió lo que acababa de suceder.

Había vuelto el borzoi.

Giró sobre sí misma mientras la culata del fusil tocaba el suelo.

– Ataca. Mata -gritó Thorn con todas sus fuerzas.

El perro movía de un lado a otro la cabeza, con los colmillos hincados en la carne.

Orleg aullaba de dolor.

Thorn blandió la pala y golpeó con ella a Párpado Gacho, que parecía momentáneamente aturdido ante la llegada del animal. El ruso exhaló un quejido cuando Thorn volvió a utilizar la pala contra él, clavándole la punta en el estómago. Tras un tercer golpe en el cráneo, Párpado Gacho se vino a tierra. Su cuerpo se agitó dos o tres veces y luego quedó inmóvil.

Orleg seguía aullando, mientras el perro lo atacaba con incesante furia.

Akilina fue a coger el rifle.

Thorn acudió corriendo.

– ¡Alto!

El perro soltó presa y se sentó sobre las patas traseras. El aliento de su jadeo formaba una especie de nube en torno a su boca. Orleg rodó sobre sí mismo, agarrándose la garganta. Inició la maniobra de levantarse, pero Akilina le disparó un tiro en la cara.

El cuerpo de Orleg se quedó inmóvil.

– ¿Te sientes mejor? -le preguntó Thorn, con toda calma.

Ella escupió de su boca el sabor a metal.

– Mucho mejor.

Thorn se acercó a Párpado Gacho y le buscó el pulso.

– Éste también ha muerto.

Akilina miró al perro. El animal acababa de salvarle la vida. Las palabras que había oído decir a Lord y a Semyon Pashenko le recorrieron la mente como un fogonazo. Algo que un supuesto hombre santo había dicho cien años antes: la inocencia de las bestias servirá de guarda y guía del camino, para ser el árbitro final del éxito.

Thorn se acercó al perro y le acarició la sedosa melena.

– Buen chico, Alexis. Buen chico.

El borzoi acogió las muestras de cariño de su amo, devolviéndole las caricias con sus aceradas garras. Tenía sangre alrededor de la boca.

– Hay que ver qué pasa con Miles -dijo Akilina.

*

Se oyó el eco de un tiro en la distancia, y Lord aprovechó el momento en que Hayes apartó la vista de él para agarrar una lámpara con su mano sana y blandir la pesada base de madera. Se dejó caer del sillón mientras Hayes se recuperaba y disparaba una vez.

El salón estaba ahora iluminado por una sola lámpara y el resplandor mortecino de la chimenea. Lord se arrastró rápidamente por el suelo e hizo caer la lámpara en dirección a Hayes, lanzándose luego hacia el sofá situado enfrente del hogar, para en seguida saltar por encima. El esfuerzo hizo que se le acrecentara el dolor del hombro derecho. Otros dos proyectiles trataron de alcanzarlo, atravesando el sofá. Se desplazó a cuatro patas, buscando la cocina, y logró refugiarse en ésta al mismo tiempo que una nueva bala se incrustaba en el cerco de la puerta. Se le volvió a abrir la herida y empezó a sangrar. Trató de contener la hemorragia con la otra mano, esperando que la transición de luz a sombra afectara la puntería de Hayes -no era cosa de recibir otro balazo-, pero sabía que los ojos de su oponente no tardarían más allá de unos segundos en adaptarse.

Una vez en la cocina, logró recuperar la vertical, pero perdió el equilibrio durante un momento, por culpa del dolor. La habitación le daba vueltas alrededor, mientras él trataba de recobrar el control de sus sensaciones. Antes de saltar al exterior, cogió un paño a cuadros de la encimera y se lo arrolló al hombro herido. Al salir cerró de un golpe la puerta, con la mano ensangrentada, y tropezó con un cubo de la basura.

Luego corrió hacia el bosque.

*

Hayes no estaba seguro de haberle dado a Lord. Trató de calcular el número de disparos que había hecho. Cuatro, si no se equivocaba, tal vez cinco. Ello quería decir que le quedaban cinco o seis balas. Sus ojos se adaptaban rápidamente a la oscuridad. Las débiles ascuas de la chimenea aportaban un mínimo de luz. Oyó un portazo y dio por supuesto que Lord había logrado salir de la casa. Con la Glock por delante, fue avanzando y entró con mucha precaución en la cocina. Su pie derecho resbaló en algo húmedo. Se inclinó y mojó los dedos en el líquido. Por el olor a cobre, era sangre. Se incorporó para acercarse a la puerta. Un cubo de la basura le cerraba el camino. Era de plástico. Lo apartó de una patada y salió al frío de la noche.

– Muy bien, Miles -gritó-. Parece que ahora me toca a mí cazar un mapache. Espero que no tengas tanta suerte como tu abuelo.

Extrajo el cargador de la Glock y lo sustituyó por uno nuevo. Disponía ahora de diez proyectiles para terminar lo que había empezado.

*

Akilina oyó los disparos y Thorn y ella echaron a correr hacia la cabaña. Llevaba consigo el rifle de Orleg. Al llegar al exterior de la cabaña, Thorn indicó que se detuvieran.

– Vamos a no hacer tonterías -dijo.

Akilina estaba impresionada por el control de sí mismo que ejercía el abogado. Estaba manejando la situación con una tranquilidad reconfortante para ella.

Thorn subió al porche y se acercó a la puerta cerrada. Desde detrás de la cabaña le llegó la voz de alguien que gritaba: «Muy bien, Miles. Parece que ahora me toca a mí cazar un mapache. Espero que no tengas tanta suerte como tu abuelo.»

Akilina se agachó junto a Thorn, con el perro al lado.

Thorn hizo girar el pomo de la puerta y abrió ésta de golpe. El interior estaba en la oscuridad. Sólo se veían las brasas de la chimenea. Thorn entró en la casa y fue directamente a un armario, de uno de cuyos cajones extrajo una pistola.

– Vamos -dijo.

Akilina lo siguió a la cocina. La puerta al exterior estaba abierta de par en par. Observó que Alexis olfateaba el suelo. Al agacharse, vio un reguero de manchas oscuras procedente del salón.

El perro estaba concentrado en ellas.

Thorn se inclinó.

– Hay alguien herido -dijo en voz muy baja-. Alexis. Huele. Adelante.

El perro olisqueó intensamente una de las manchas. Luego levantó la cabeza, como para indicar que ya estaba listo.