– Busca -le dijo Thorn.
El perro salió a la carrera, por la puerta.
Lord oyó las palabras de Hayes y recordó la conversación que ambos habían tenido en el hotel Voljov nueve días antes.
Parecía haber pasado mucho más tiempo.
Su abuelo le había contado lo que sucedía cuando los blancos de clase baja descargaban su cólera en los negros. Al tío abuelo de un amigo suyo lo sacaron a rastras de su casa y lo colgaron, sólo porque alguien había sospechado de él en un caso de robo. Sin arresto legal, sin imputarle nada, sin juicio. Lord se preguntaba a veces cómo era posible tanto odio. Una cosa que su padre siempre había hecho era procurar que ni los blancos ni los negros olvidaran nunca el pasado. Había quien lo consideraba populismo. Otros pensaban que con ello no hacía más que reafirmar los prejuicios. Grover Lord solía decir que era un amistoso recordatorio del Hombre de Ahí Arriba, a través de su representante. Ahora era él, Lord, quien corría por los montes de Carolina, con un hombre siguiéndolo, dispuesto a impedir que viese la luz del nuevo día.
El paño de cocina que se había atado al hombro le servía de alguna ayuda, pero el continuo roce con ramas y arbustos le estaba haciendo daño. No tenía la menor idea de adonde iba. Según recordaba, Thorn había dicho que el vecino más próximo estaba a varios kilómetros. Con Hayes, Párpado Gacho y Orleg persiguiéndolo, no cabía suponer que tuviese muchas posibilidades. Seguía resonándole en la cabeza el disparo que Hayes había hecho antes de acercarse a él. Se le ocurrió dar media vuelta y acudir en busca de Akilina y Thorn, pero comprendió la futilidad de tal esfuerzo. Lo más probable era que ambos estuviesen muertos. Más le valía perderse en la noche, salvarse para contarle al mundo lo que sabía. Era lo menos que les debía a Semyon Pashenko y la Santa Agrupación, sobre todo a quienes habían perdido sus vidas en el empeño. Como Iosif y Vassily Maks.
Detuvo su avance. Cada vez que respiraba, era una corta entrada de aire que, luego, al exhalarla se evaporaba ante sus ojos. Tenía la garganta seca y no lograba orientarse. El sudor le cubría el rostro y el pecho. Le vinieron ganas de quitarse el jersey, pero no era pensable que su hombro pudiera tolerar semejante esfuerzo. Estaba mareado. La pérdida de sangre estaba empezando a afectarle, y la altitud tampoco contribuía a que se encontrase mejor.
Oyó ruidos a su espalda.
Apartó una rama abajera y se metió en una zona de espesos arbustos. El suelo iba endureciéndose bajo sus pies. Vio afloramientos de roca. La elevación estaba acentuándose, y tuvo que emprender una subida fuerte. El suelo pedregoso emitía crujidos al ser pisado, y el silencio los amplificaba.
Ahora tenía delante un vasto panorama.
Se detuvo al final de un precipicio que dominaba una negra garganta. Al fondo se oía un arroyo de curso rápido. Lord podía ir a la izquierda o a la derecha, y regresar al bosque, pero decidió sacar provecho de aquel sitio. Si lo encontraban, podía ser que el factor sorpresa le otorgase alguna ventaja. No podía seguir corriendo. No con tres hombres armados detrás. No quería que lo matasen como a una bestia. Les plantaría cara y lucharía. De modo que se encaramó a las rocas, hasta un saliente que dominaba el precipicio. El cielo abierto se extendía sin límites, eterno. Ahora, Lord poseía un punto de observación desde el que vería llegar a cualquiera que se acercase.
Tanteó en la oscuridad y encontró tres piedras de buen tamaño. Tensó los músculos de la mano derecha y se dio cuenta de que podría lanzarlas, pero no demasiado lejos. Sopesó las piedras y se dispuso a recibir al primero que llegase.
Hayes había rastreado muchos animales en su vida, y sabia cómo seguir unas huellas. Y Lord había recorrido el bosque sin preocuparse de las ramas rotas que iba dejando atrás. Había incluso huellas, en las zonas de terreno húmedo. A la brillante luz de la luna, el camino seguido por Lord era fácil de descifrar. Por no mencionar las manchas de sangre, que venían con predecible regularidad.
De pronto, las huellas desaparecieron.
Hayes se detuvo.
Su mirada se desplazó rápidamente a izquierda y derecha. Nada. Ni una sola rama que le indicase el camino a seguir. Examinó el follaje y tampoco encontró manchas de sangre. Extraño. Aprestó el arma para disparar, por si aquélla fuera la ocasión que Lord hubiese elegido para el enfrentamiento definitivo. Hayes estaba convencido de que el muy tonto acabaría optando por la pelea, en algún momento.
Bien podía haber elegido aquel lugar.
Avanzó un palmo. El instinto no le indicaba que lo estuviesen observando. Iba a cambiar de dirección cuando notó una mancha oscura en un helecho situado delante de él. Fue adelantando la posición, paso a paso, con la pistola por delante. El suelo pasó a ser de piedra y la vegetación quedó sustituida por afloramientos graníticos irregulares que se levantaban en torno a él, por todas partes, trazando mil sombras deformes. No le gustaba nada el cariz que tomaba la situación, pero prosiguió hacia delante.
Sus ojos buscaban pistas -acaso una huella de sangre en alguna roca-, pero resultaba difícil distinguir las manchas de las sombras. Redujo su marcha a un paso cada varios segundos, tratando de reducir al mínimo el crujido de las piedras bajo sus pies.
Se detuvo al borde del precipicio: agua en el fondo, árboles a izquierda y derecha. Más allá se expandía un vasto cielo que mil millones de estrellas tachonaban. No era el momento de entregarse a consideraciones estéticas. Se dio la vuelta y estaba a punto de entrar de nuevo en el bosque cuando oyó el silbido de algo que rasgaba el aire.
Akilina salió de la cocina en pos de Thorn. Vio la huella de una mano ensangrentada y pensó en Lord. El borzoi ya había desaparecido, pero un leve silbido de Thorn hizo que el animal regresara de entre los árboles.
– No se aventurará muy lejos. Sólo lo suficiente para encontrar el rastro -susurró Thorn.
El perro se sentó sobre los cuartos traseros, a sus pies, y Thorn lo acarició.
– Busca. Alexis. Adelante.
El animal se perdió entre, los árboles.
Thorn siguió en la misma dirección.
Akilina estaba muy preocupada por Lord. Era casi seguro que estuviese herido. La voz que antes había oído era la de Taylor Hayes. Lord, seguramente, pensaría que ella y Thorn estaban muertos, porque sus posibilidades de salir con vida frente a dos asesinos profesionales eran muy reducidas. Pero el borzoi había marcado la diferencia. Era un animal portentoso, dotado de una admirable lealtad. También había que tener en cuenta a Thorn. Por las venas de ese hombre corría sangre de reyes. Quizá fuera eso lo que le otorgaba tanta presencia de ánimo. Akilina había oído a su madre hablar de los tiempos imperiales. La gente veneraba al Zar por el vigor de su carácter y por su fuerza de voluntad, viendo en él la encarnación de Dios en la Tierra, y requiriendo su protección en los momentos de necesidad.
El Zar era Rusia.
Tal vez Michael Thorn comprendiera el alcance de su responsabilidad. Quizá se sintiera suficientemente relacionado con el pasado como para no amedrentarse ante lo que se le venía encima.
Así y todo, Akilina tenía miedo. Y no sólo por ella, sino también por Miles Lord.
Thorn se detuvo y lanzó un ligero silbido. Alexis apareció unos momentos después, jadeando fuertemente. Su dueño se puso de rodillas y lo miró a los ojos.
– Ya has encontrado la pista, ¿verdad?
A Akilina no le hubiera sorprendido que el animal contestara, pero el borzoi se limitó a sentarse sobre los cuartos traseros y recuperar el aliento.
– Busca. Adelante.
El perro salió corriendo.