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Junto a él estaba su esposa Margaret, en un trono de marfil traído a Rusia en 1472, para Sofía, la novia bizantina de Iván el Grande. Fue Iván quien proclamó Dos Romas han caído, pero la tercera prevalecerá, y la cuarta no será. Y, sin embargo, hoy, en una espléndida mañana de abril, la cuarta Roma estaba a punto de nacer. Lo secular y lo sagrado se unían en una sola entidad: el Zar.

Rusia, de nuevo, gobernada por los Romanov.

Lord pensaba de vez en cuando en Taylor Hayes. Aún ahora, transcurridos seis meses de la muerte de Hayes, el pleno alcance de la conspiración seguía sin conocerse. Se decía que el propio Patriarca de la Iglesia Ortodoxa Rusa, Adriano, había participado en ella. Pero él se había apresurado a negar toda colaboración en el asunto, y, por el momento, nadie había podido demostrar lo contrario. El único cómplice seguro era Maxim Zubarev, el hombre que torturó a Lord en San Francisco. Pero antes de que las autoridades pudieran someterlo a interrogatorio, su cuerpo apareció en una fosa poco profunda, en los alrededores de Moscú, con dos tiros en la cabeza. El gobierno sospechaba que la conspiración había sido muy extensa, hasta incluir a la mafiya, pero aún no había surgido ningún testigo que permitiera demostrar nada.

La amenaza que estas personas desconocidas representaban para la monarquía emergente era muy real, y Lord estaba bastante preocupado por Michael Thorn. Pero el abogado de Carolina del Norte había dado muestras de un coraje notable. Había fascinado al pueblo ruso con una sinceridad que a todos encantó, hasta el punto de que incluso llegaron a considerar positivo su origen norteamericano. Los líderes del mundo entero hallaron reconfortante que una potencia con capacidad nuclear fuese gobernada por alguien con perspectiva internacional. Pero Thorn había dejado muy claro que él era un Romanov -la sangre rusa corría por sus venas- y que iba a reafirmar el control de los Romanov sobre una nación que su familia había gobernado durante trescientos años.

Thorn había anunciado con anterioridad que nombraría un gabinete ministerial. Tras otorgar el cargo de asesor a Semyon Pashenko, encargó al jefe de la Santa Agrupación que formara gobierno. También habría una Duma por elección, con el suficiente poder como para garantizar que ningún monarca incurriese en el absolutismo. Se cumpliría la ley. Rusia tenía que entrar, aunque fuera por la fuerza, en el nuevo siglo. El aislacionismo se había hecho imposible.

Ahora, este hombre sencillo ocupaba el Trono de Diamantes, con su esposa al lado. Ambos daban la impresión de haberse hecho cargo de sus responsabilidades.

El templo estaba lleno de dignatarios de todo el mundo. Allí estaba Su Majestad Británica, con el Presidente de Estados Unidos y los Presidentes y Primeros Ministros de todas las principales naciones del mundo.

Había habido un fuerte debate sobre si el nuevo Zar debía designarse II o III. El hermano de Nicolás II se llamaba Mijaíl y, supuestamente, gobernó por un día, antes de abdicar. Pero la Comisión del Zar acalló todas las disputas al resolver que la renuncia al trono de Nicolás II sólo tenía validez para el propio Nicolás, no para su hijo Alexis. Tras su abdicación, el trono del Zar había pasado a Alexis, no a su hermano Mijaíl. Lo cual significaba que los únicos herederos legítimos del trono eran los descendientes directos de Nicolás. Michael Thorn, primer varón en la línea dinástica, sería llamado Mijaíl II.

Fue el amigo que Thorn tenía en la Oficina del Fiscal de Carolina del Norte quien hizo lo necesario para que al día siguiente de la muerte de Taylor Hayes acudiese a Génesis un enviado del Departamento de Estado. También fue convocado el embajador de Estados Unidos en Rusia, que se presentó inmediatamente ante la Comisión del Zar para revelar a sus miembros lo ocurrido a once mil kilómetros de distancia. La votación final fue objeto de aplazamiento, para dar tiempo a que el heredero compareciese ante la comisión, lo cual ocurrió tres días después, con gran aparato y acaparando la atención del mundo entero.

Las pruebas de ADN confirmaron que Michael Thorn era descendiente directo de Nicolás y Alejandra. Su estructura genética mitocondrial concordaba exactamente con la de Nicolás, incluidas las mismas mutaciones que los científicos detectaron al identificar los huesos del Zar en 1994. La probabilidad de error era menor de una milésima de uno por ciento.

Una vez más, Rasputín había acertado: Dios proveerá el modo de asegurarnos la justicia.

Rasputín también había acertado en otra predicción: Doce deben morir para que la resurrección sea completa. Los cuatro primeros en Moscú, incluyendo a Artemy Bely; luego el guardia de la Plaza Roja, el colega de Pashenko de la Santa Agrupación y Iosif y Vassily Maks; y, por último, Feliks Orleg, Párpado Gacho y Taylor Hayes. Una procesión de once cadáveres, de Rusia a Estados Unidos.

Pero faltaba uno en la lista de bajas para alcanzar los doce.

Alexis, un borzoi de seis anos.

Lo enterraron en el cementerio, a sólo unos pasos de su tocayo imperial. Thorn consideró que el perro se había ganado el derecho a descansar eternamente con los Romanov.

Lord fijó su atención en el altar cuando Thorn se alzó del trono. Todos los demás asistentes estaban ya en pie. Thorn llevaba una túnica de seda que le habían colocado en los hombros dos horas antes, en el primer acto de la ceremonia de coronación. Ajustó los pliegues y se puso de rodillas, lentamente, mientras todos los demás seguían en pie.

El Patriarca Adriano se acercó a él.

En el silencio que siguió, Thorn rezaba.

Adriano, luego, le ungió la frente con el santo óleo y pronunció un juramento. En una edificación levantada por los Romanov, protegida por los Romanov y, en última instancia, perdida por los Romanov, un nuevo Romanov recogía el manto del poder, usurpado por la muerte y la ambición.

El patriarca, lentamente, colocó una corona de oro en la cabeza de Thorn. Tras un momento de plegaria, el nuevo Zar se puso en pie y se acercó a su mujer, que también llevaba una hermosa túnica de seda y que se postró de rodillas ante él. Thorn le colocó la misma corona y a continuación volvió a colocársela él. Luego acompañó a su esposa hasta su trono de marfil, la ayudó a sentarse y tomó asiento junto a ella.

Los dignatarios rusos, en ininterrumpida procesión, se acercaron a jurar su lealtad al nuevo Zar: generales, ministros del gobierno, los dos hijos de Thorn, muchos sobrevivientes de la familia Romanov, incluido Stefan Baklanov.

El aspirante al trono se había librado del escándalo negando toda implicación suya y desafiando al mundo entero a demostrar lo contrario. Afirmó solemnemente no conocer la existencia de conspiración alguna y proclamó que habría sido un buen gobernante, si lo hubiesen elegido. A Lord le pareció inteligente su actitud. ¿Quién iba a dar el primer paso para acusar a Baklanov de traición? Sólo sus cómplices, que jamás abrirían la boca. El pueblo ruso valoró positivamente su franqueza, y Baklanov no perdió popularidad. Lord sabía muy bien que el aspirante había participado a fondo en la conspiración, se lo había dicho Maxim Zubarev, con estas palabras: un títere consentidor. Se planteó la posibilidad de ir contra Baklanov, pero Thorn vetó la idea. Bastantes disensiones se habían producido ya. Dejémoslo estar. Lord, al final, estuvo de acuerdo. Pero no podía dejar de preguntarse si no se habrían equivocado.

Miró a Akilina. Seguía la ceremonia con los ojos húmedos. Lord la asió de la mano, con ternura. Estaba radiante, con su vestido azul perla bordado en oro. El propio Thorn se había ocupado de que llevara este ornamento, y ella le había agradecido el detalle.

Se miraron. Ella también le apretó la mano, con la misma suavidad. Lord vio el afecto y la admiración reflejados en los ojos de una mujer de quien quizá se había enamorado. Ninguno de los dos estaba seguro de lo que sucedería luego. Lord no había abandonado Rusia porque Thorn quería tenerlos cerca a Akilina y a él. De hecho, Lord había sido invitado a quedarse en calidad de asesor personal. Era norteamericano, pero llevaba puesto el sello del pasado. Era el Cuervo. Era quien había contribuido a la resurrección de la sangre de los Romanov. Teniendo en cuenta esa circunstancia, su presencia en un escenario que no podía ser sino radicalmente ruso tenía justificación.