Pero Lord no estaba decidido a permanecer en Rusia. Pridgen & Woodworth le había propuesto un ascenso: Director de la División Internacional, en sustitución de Taylor Hayes. Con ello daría un buen salto en el escalafón, adelantándose a otros más antiguos que él, pero se había ganado con creces el privilegio y, además, su nombre era conocido en el mundo entero. Estaba pensándose la oferta, pero era Akilina quien lo detenía. No tenía el menor interés en dejarla atrás, y ella había manifestado un fuerte deseo de quedarse con Thorn y trabajar con él.
Concluida la ceremonia, los monarcas recién coronados salieron de la catedral, llevando -como Nicolás y Alejandra en 1896- sendos mantos de brocado con el águila bicéfala de los Romanov bordada.
Lord y Akilina fueron tras ellos y salieron a la fresca mañana.
Las cúpulas de oro de las cuatro iglesias circundantes resplandecían al sol. Había una fila de coches esperando al Zar y la Zarina, pero Thorn no los aceptó. Se recogió el manto y la túnica y condujo a su esposa, sobre el empedrado, hacía la muralla nororiental del Kremlin. Lord y Akilina, que los seguían, observaron la expresión que vibraba en el rostro de Thorn. También Lord respiró el aire fresco y se sintió rejuvenecer, junto a un país que rejuvenecía entero. El Kremlin volvía a ser la fortaleza del Zar, la ciudadela del pueblo, como Thorn había dado en llamarla.
Al pie de la muralla nororiental, una escalera de veinte metros llevaba a las fortificaciones. El Zar y la Zarina la subieron lentamente, y tras ellos fueron Lord y Akilina. Al otro lado de la muralla estaba la Plaza Roja. Simples adoquines cubrían ahora el lugar en que antes se alzaron la tumba de Lenin y las Tribunas de Honor. Thorn había ordenado que derribasen el mausoleo. Los inmensos abetos plateados seguían en su sitio, pero no así las tumbas soviéticas. Sverdlov, Brezhnev, Kalinin, fueron exhumados y vueltos a enterrar en algún otro sitio. El único a quien se permitió quedarse fue Yuri Gagarin. El primer hombre del espacio merecía un lugar de privilegio. Otros seguirían. Gente buena y honrada, gente cuyas vidas fueran dignas de aquel honor.
Lord vio a Thorn y su esposa acercarse a otra plataforma, justo debajo de las almenas, suficientemente alta como para situarlos a ambos por encima del muro. Thorn se alisó la vestimenta y dio media vuelta.
– Mi padre me habló de este momento. Me explicó cómo me sentiría. Espero estar a la altura.
– Lo estás -dijo Lord.
Akilina se acercó y le dio un abrazo a Thorn. Él devolvió el gesto.
– Gracias, cariño. En los viejos tiempos, a continuación serías ejecutada. ¡Mira que tocar así al Zar, en público!
Una sonrisa se instaló en su rostro. Dirigiéndose a su esposa, le preguntó:
– ¿Estás preparada?
Ella asintió, pero Lord no dejó de percibir el recelo en los ojos de aquella mujer. ¿Cómo echárselo en cara? Una felonía cometida hacía muchísimos años iba a ser reparada, haciendo las paces con la Historia. Lord también había decidido hacer las paces con su propia conciencia. Al volver a casa, iría a ver la tumba de su padre. Había llegado el momento de decirle adiós a Grover Lord. Akilina tenía razón cuando le dijo que el legado de su padre era mayor de lo que él percibía. Grover Lord había hecho de él el hombre que ahora era. No por su ejemplo, sino por sus errores. Pero su madre había querido enormemente a aquel hombre, y siempre lo querría. Podía ser que hubiera llegado el momento de cesar en su odio.
Thorn y su esposa subieron a la plataforma de madera utilizando una corta escalinata.
Lord y Akilina se situaron en un hueco entre almena y almena.
Ante la muralla del Kremlin, hasta donde alcanzaba la vista, se extendía la multitud. Las agencias de prensa acababan de calcular su número en dos millones. Habían ido llegando a Moscú durante los días previos. En tiempos de Nicolás, una coronación se habría celebrado con fiestas y bailes. Thorn no quiso nada de eso. Su país, arruinado, no podía permitirse tales lujos. Había ordenado que se levantase aquella plataforma y que se hiciera saber que a las doce en punto se mostraría en ella. Lord tomó nota de la puntualidad del Zar: en ese mismo momento, el reloj de la torre empezó a dar las doce.
Los altavoces distribuidos por toda la Plaza Roja hacían llegar a todos unas palabras que, seguramente, resonarían en el país entero. También Lord fue presa del entusiasmo. Lo emocionó aquella proclama que, durante siglos, había sido el grito al que se congregaban todos los rusos en busca de caudillo. Cuatro sencillas palabras que brotaban una y otra vez de los altavoces. También él se puso a gritarlas, con los ojos húmedos por lo que querían decir.
Larga vida al Zar.
NOTA DEL AUTOR
La idea de esta novela me vino durante una visita al Kremlin. Al igual que en mi primera novela, The Amber Room, quería que los datos fuesen exactos. El tema de Nicolás II y su familia es fascinante. En muchos aspectos, la verdad de su destino final es más fulgurante que la ficción. Desde 1991, que fue cuando se exhumaron los restos de la familia real de su anónima sepultura, viene manteniéndose un gran debate sobre cuáles de los hijos de los Zares son los dos que faltan. Según un experto ruso, que fue el primero en examinar los huesos y que llegó a sus conclusiones por medio de la superposición fotográfica, ni María ni Alexis estaban en la tumba. Luego, un experto norteamericano analizó muestras dentales y óseas para llegar a la conclusión de que quienes faltan son Alexis y Anastasia. Yo opté por Anastasia por la fascinación que en torno a ella se generó en su momento.
Unos cuantos detalles más.
Hay de hecho un movimiento monárquico en Rusia, tal como se describe en el capítulo 21, pero la Santa Agrupación no existe en la actualidad, sino que es fruto de mi imaginación. Los rusos están asimismo fascinados con el concepto de una «idea nacional» (capítulo 9) capaz de obtener el apoyo popular. La que en este relato se utiliza es mía, y muy simple: Dios, Zar y Patria. También se da el caso de que a los rusos les encantan las comisiones y suelen delegar la adopción de decisiones importantes a algún colectivo de ese tipo. Lo lógico es pensar que la elección de un nuevo Zar se plantearía así.
Las secuencias retrospectivas (capítulos 5, 26, 27, 43 y 44), en que se relata lo que ocurrió durante la ejecución de los Romanov y momentos posteriores, incluido el extraño modo en que se deshicieron de los cuerpos, están basadas en hechos reales. He tratado de recrear lo sucedido a partir de lo contado por quienes participaron en los hechos. La tarea era complicada, porque había relatos contradictorios. La fuga de Alexis y Anastasia es, por supuesto, pura invención mía.
La carta de Alejandra (capítulo 6) está inventada, salvo por el detalle de que muchas frases están tomadas al pie de la letra de otras cartas que Alejandra envió a Nicolás. La relación entre ellos era de auténtico amor y auténtica pasión.
La declaración jurada de un guardia imaginario de Ekaterimburgo que se cita en el capítulo 13 es un documento real.
Las predicciones de Rasputín están recogidas con fidelidad, con un solo añadido de mi cosecha, en lo tocante a la «resurrección de los Romanov». Sigue siendo objeto de debate que fuera realmente Rasputín, durante su vida, quien hiciese las predicciones, y no su hija, una vez muerto él. Lo que está claro, sin embargo, es que Rasputín ejercía un efecto sobre la hemofilia de Alexis. Sus esfuerzos en este sentido, tal como en esta novela se describen, están tomados de testimonios reales.