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– Supongo que depende de lo que signifique para ti rebelde.

Pero Erik no lo dejó pasar.

– ¿A qué te referías tú?

– Nada. Es algo bueno. En Claire había tensión.

– ¿Tensión?

Calla, Myron.

– Ya sabes a qué me refiero. Tensión. Buena tensión. Cuando viste a Claire la primera vez, ese segundo, ¿qué te atrajo de ella?

– Muchas cosas -dijo él-. Pero la tensión no fue una de ellas. Había conocido a muchas chicas, Myron. Hay unas con las que quieres casarte y otras con las que sólo quieres… ya sabes.

Myron asintió.

– Claire era de las que quieres para casarte. Eso fue lo primero que pensé cuando la vi. Y sí, sé como suena. Pero tú eras amigo suyo. Ya sabes a qué me refiero.

Myron intentó parecer despreocupado.

– La quería mucho.

La quería, pensó Myron, sin decir palabra esta vez. Había dicho «la quería», no «la quiero».

Como si le leyera el pensamiento, Erik añadió:

– Aún la quiero. Tal vez más que antes.

Myron esperó el «pero».

Erik sonrió.

– Supongo que ya sabes la buena noticia.

– ¿Cuál?

– Aimee. De hecho te estamos muy agradecidos.

– ¿Eso por qué?

– La han aceptado en Duke.

– Eh, es estupendo.

– Nos enteramos hace dos días.

– Felicidades.

– Tu carta de recomendación -dijo-. Creo que ha sido el empujón definitivo.

– No -dijo Myron, aunque probablemente Erik tenía bastante más razón de la que creía. No sólo había escrito la carta, sino que había llamado a uno de sus antiguos compañeros, que ahora trabajaba en admisiones.

– No, en serio -siguió Erik-. Hay tanta competencia para entrar en buenas universidades. Tu recomendación tuvo mucho peso, estoy seguro. O sea que gracias.

– Es una buena chica. Fue un placer.

Se acabó el partido y Erik se levantó.

– ¿Listo?

– Creo que ya tengo suficiente -dijo Myron.

– ¿Te duele?

– Un poco.

– Nos hacemos mayores, Myron.

– Lo sé.

– Tenemos más dolores y achaques ahora.

Myron asintió.

– A mí me parece que, cuando duele, tienes dos posibilidades -dijo Erik-. O te sientas, o sigues jugando con dolor.

Erik se fue corriendo y dejó a Myron preguntándose si se referiría al baloncesto.

9

En el coche, el móvil de Myron volvió a sonar. Miró el identificador. De nuevo nada.

– Eres un hijo de puta, Myron.

– Sí, ya lo he pillado la primera vez. ¿Tienes algo nuevo que decir o vamos a seguir con la frase original de que pagaré por lo que he hecho?

Clic.

Myron se estremeció. En la época en que jugaba al superhéroe, había sido una persona muy bien relacionada. Ahora probaría si todavía lo era. Buscó en la agenda de teléfonos del móvil. El nombre de Gail Berruti, su antiguo contacto en la compañía de teléfonos, seguía allí. A la gente le parece poco realista que los detectives privados de la tele tengan un contacto en la compañía telefónica. La verdad es que es lo más fácil del mundo. Cualquier detective privado que se precie tiene un contacto en la compañía telefónica. Pensemos en la cantidad de gente que trabaja para ella. Pensemos en cuántas personas estarían dispuestas a ganarse unos dólares extras. La tarifa corriente había sido de quinientos dólares por factura entregada, pero Myron se imaginaba que el precio habría subido en los últimos seis años.

Berruti no estaba -probablemente estaba fuera el fin de semana-, pero le dejó un mensaje.

– Soy una voz del pasado -empezó Myron.

Le pidió a Berruti que le llamara con la identificación del número de teléfono. Probó otra vez el móvil de Aimee. Le salió el contestador. Cuando llegó a casa, encendió el ordenador e introdujo el número en Google. No encontró nada. Se dio una ducha rápida y después comprobó sus mensajes. Jeremy, su más o menos hijo, le había mandado un mensaje desde el extranjero:

Hola, Myron:

Sólo nos permiten decir que estamos en la zona del Golfo Pérsico. Estoy bien. Mamá está como loca. Llámala si puedes. Todavía no lo entiende. Papá tampoco, pero al menos hace como que sí. Gracias por el paquete. Nos encanta recibir cosas.

Tengo que dejarte. Volveré a escribir, pero puede que esté un tiempo ilocalizable. Llama a mamá, ¿vale?

Jeremy

Myron lo leyó una y otra vez, pero las palabras no cambiaron. El mensaje, como casi todos los de Jeremy, no decía nada. No le gustó la parte de «estar ilocalizable». Pensó en la paternidad, en lo mucho que se había perdido y en cómo encajaba ahora ese chico, su hijo, en su vida. Iba bien, pensó, al menos para Jeremy. Pero era difícil. El chico era su mayor lo-que-podría-haber-sido, el mayor si-lo-hubiera-sabido, y casi todo el tiempo le dolía mucho.

Todavía repasando el mensaje, Myron oyó sonar el móvil. Maldijo en voz baja, pero esta vez el identificador le dijo que era la divina señora Ali Wilder.

Myron sonrió mientras respondía.

– Servicios Semental -dijo.

– Calla, imagínate que fuera uno de mis hijos.

– Fingiría que soy un vendedor de caballos -dijo él.

– ¿Vendedor de caballos?

– ¿Cómo se les llama a los que venden caballos?

– ¿A qué hora es tu vuelo?

– A las cuatro.

– ¿Estás ocupado?

– ¿Por qué?

– Los chicos estarán fuera una hora.

– Uau -dijo él.

– Eso pensaba yo.

– ¿Estás sugiriendo un virtuoso clavo?

– Sí -dijo-. ¿Virtuoso?

– Tardaré un poco en llegar.

– Ajá.

– Y tendrá que ser rápido.

– ¿No es tu especialidad? -dijo ella.

– Eso duele.

– Era broma. Semental.

Myron relinchó.

– Eso en lenguaje equino significa «Ya voy».

– Bien -dijo.

Pero cuando él llamó a su puerta, abrió Erin.

– Hola, Myron.

– Hola -dijo él, procurando no parecer decepcionado.

Miró por detrás de él. Ali hizo un gesto de «lo siento».

Myron entró y Erin se fue arriba corriendo. Ali se acercó más.

– Ha llegado tarde y no ha querido ir al club de teatro.

– Oh.

– Lo siento.

– No te preocupes.

– Podríamos ponernos en un rincón y besarnos -dijo ella.

– ¿Se puede tocar?

– Más te vale.

Él sonrió.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– Sólo pensaba.

– ¿Qué pensabas?

– En algo que me dijo ayer Esperanza -dijo Myron-. Men tracht und Gott lacht.

– ¿Es alemán?

– Yiddish.

– ¿Qué significa?

– El hombre propone y Dios dispone.

Ella lo repitió.

– Me gusta.

– A mí también -dijo él.

Entonces la abrazó. Por encima del hombro vio a Erin en lo alto de la escalera. No sonreía. Los ojos de Myron encontraron los de ella y de nuevo pensó en Aimee, y en cómo la noche se la había tragado y en la promesa que había jurado mantener.

10

Myron tenía tiempo antes de su vuelo.

Se tomó un café en el Starbucks del centro de la ciudad. El que le atendió tenía la actitud malhumorada marca de la casa. Mientras daba el café a Myron, dejándolo sobre la barra como si pesara una tonelada, la puerta de la calle se abrió con un bang. El del bar levantó los ojos al cielo al ver quién entraba.

Eran seis ese día, arrastrando los pies como si pisaran un metro de nieve, con la cabeza baja y temblores varios. Sorbían por la nariz y se tocaban la cara. Los cuatro hombres iban sin afeitar. Las dos mujeres olían a meados de gato.