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Eran pacientes mentales. De verdad. Pasaban casi todas las noches en Essex Pines, una institución psiquiátrica de la ciudad vecina. Su cabecilla -siempre que caminaban, él iba delante- se llamaba Larry Kidwell. El grupo se pasaba casi todo el día vagando por la ciudad. Los livingstonianos se referían a ellos como los locos del pueblo. Myron pensaba poco caritativamente en ellos como un grupo de rock grotesco: Larry Litio y los Cinco Medicados.

Ese día parecían menos aletargados de lo normal, de modo que probablemente se acercaba la hora de la medicación en Pines. Larry estaba especialmente tembloroso. Se acercó a Myron y le saludó.

– Hola Myron -dijo demasiado fuerte.

– ¿Qué pasa, Larry?

– Cuatrocientos ochenta y siete planetas en el día de la creación, Myron. Cuatrocientos ochenta y siete. Y yo no he visto un penique. ¿Entiendes a qué me refiero?

Myron asintió.

– Y que lo digas.

Larry Kidwell se fue arrastrando los pies. Largos cabellos fibrosos asomaban de su sombrero Indiana Jones. Tenía cicatrices en la cara. Llevaba los vaqueros gastados tan caídos que enseñaba suficiente raja para aparcar una bici.

Myron fue hacia la puerta.

– Cuídate, Larry.

– Tú también, Myron.

Fue a estrechar la mano a Myron. Los demás del grupo se quedaron paralizados de repente, con los ojos muy abiertos, unos ojos brillantes de medicación, todos sobre Myron. Él alargó la mano y estrechó la de Larry. Larry le agarró y tiró de él. Su aliento, no era de extrañar, hedía.

– El próximo planeta -susurró Larry- podría ser tuyo. Sólo tuyo.

– Me alegro de saberlo, gracias.

– ¡No! -seguía siendo un susurro, pero ya más áspero-. El planeta. Es luna en cuarto menguante. Va a por ti, ¿me comprendes?

– Creo que sí.

– No lo olvides.

Soltó a Myron, con los ojos muy abiertos. Myron dio un paso atrás. Vio la agitación del hombre.

– Está bien, Larry.

– No lo olvides, Myron. Golpeó el cuarto menguante, ¿me entiendes? Te odia tanto que golpeó el cuarto menguante.

Los demás del grupo le eran desconocidos, pero Myron conocía la trágica historia de Larry. Iba dos cursos por delante de Myron en la escuela. Era inmensamente popular, un guitarrista increíble y tenía éxito con las chicas, incluso había salido con Beth Finkelstein, la belleza del pueblo, en su último año. Fue el portavoz de su clase en la graduación. Acudió a la Universidad de Yale, el alma máter de su padre, y según decían, fue un gran estudiante el primer semestre.

Luego todo se desmoronó.

Lo más sorprendente, lo que lo hacía más aterrador, fue la forma como pasó. No hubo ningún suceso terrorífico en la vida de Larry, ninguna tragedia familiar, drogas o alcohol ni desengaño amoroso.

El diagnóstico del médico: un desequilibrio químico.

¿Cuál es la causa del cáncer? Fue lo mismo que le pasó a Larry. Sencillamente tenía una enfermedad mental. Empezó como un ligero trastorno depresivo, después se agravó y al final, por mucho que hicieron, nadie pudo parar el declive. En su segundo año Larry ponía trampas para ratas y se las comía. Empezó a sufrir delirios. Tuvo que dejar Yale. Después hubo intentos de suicidio y grandes alucinaciones y problemas de toda clase. Larry irrumpió en una casa porque los «Clyzets del planeta trescientos veintiséis» estaban intentando hacer un nido allí. La familia estaba en casa en ese momento.

Larry Kidwell había entrado y salido de instituciones psiquiátricas desde entonces. Supuestamente, había momentos en los que Larry está totalmente lúcido, y es tan doloroso para él ver en lo que se ha convertido que se hiere la cara -de ahí las cicatrices- y grita con tal desesperación que tienen que sedarlo inmediatamente.

– Vale -dijo Myron-. Gracias por el aviso.

Myron salió y se sacudió la angustia. Pasó por Chang's Dry Cleaning, al lado de la cafetería. Maxine Chang estaba detrás del mostrador. Como siempre, parecía agotada y sobrecargada de trabajo. Había dos mujeres de la edad de Myron esperando. Hablaban de los hijos y de universidades. Eso era de lo único que hablaba la gente actualmente. Cada abril, Livingston se convertía en una bola de nieve de admisiones en universidades. Si se escuchaba a los padres, lo que había en juego no podía ser más alto. Esas semanas -esos sobres gruesos o finos que llegaban a los buzones- decidían lo felices y exitosos que serían sus vástagos el resto de su vida.

– Ted está en lista de espera para Penn pero le han aceptado en Lehigh -dijo una.

– ¿Te puedes creer que a Chip Thompson lo han aceptado en Penn?

– Su padre.

– ¿Qué? Ah, claro, es un antiguo alumno, ¿no?

– Les ha donado un cuarto de millón de dólares.

– Tendría que haberlo imaginado. Chip tenía unas notas horribles. -Dicen que contrataron a un profesional para que le escribiera los ensayos.

– Yo debería haber hecho eso con Cole.

Y así sin parar.

Myron saludó a Maxine. Maxine Chang solía tener una buena sonrisa para él. Hoy no. Sólo gritó:

– ¡Roger!

Roger Chang salió de la trastienda.

– Hola, Myron.

– ¿Qué hay, Roger?

– Esta vez querías las camisas en una caja, ¿no?

– Sí.

– Vuelvo enseguida.

– Maxine -dijo una de las mujeres-, ¿sabe algo ya Roger de las universidades?

Maxine ni siquiera levantó la cabeza.

– Le han aceptado en Rutgers -dijo-. Está en lista de espera en otras.

– Vaya, felicidades.

– Gracias.

Pero no parecía animada.

– Maxine, ¿no es el primero de la familia que va a la universidad? -dijo la otra mujer. Su tono sólo podría haber sonado más condescendiente si estuviera acariciando un perro-. Es maravilloso.

Maxine le entregó el resguardo.

– ¿Dónde está en lista de espera?

– En Princeton y en Duke.

Oír nombrar a su alma máter hizo que Myron volviera a pensar en Aimee. Se acordó de Larry y su estremecedora alusión a los planetas. Myron no tenía tendencia a pensar en malos presagios ni cosas así, pero tampoco le apetecía tentar la suerte. No sabía si volver a llamar a Aimee, aunque ¿de qué serviría? Pensó otra vez en la noche pasada, la repasó en su cabeza y se preguntó si podría haber hecho algo diferente.

Roger -Myron había olvidado que el chico estaba en el último curso del instituto- volvió y le dio la caja de camisas. Myron la recogió, le dijo a Roger que lo apuntara en su cuenta y se encaminó a la puerta. Todavía le quedaba tiempo antes del vuelo.

Así que se fue a visitar la tumba de Brenda.

El cementerio seguía dando al patio de una escuela. Eso era lo que no conseguía superar. El sol brillaba con fuerza como siempre que iba de visita, como si se burlara de su tristeza. Estaba solo. No había más visitantes. Una excavadora cercana hacía un agujero. Myron se quedó quieto. Levantó la cabeza y dejó que el sol le diera en la cara. Odiaba poder sentirlo: el sol en la cara. Brenda evidentemente no podía. Nunca más podría.

Un pensamiento simple, pero así era.

Brenda Slaughter sólo tenía veintiséis años cuando murió. De haber sobrevivido, cumpliría treinta y cuatro al cabo de dos semanas. Se preguntó dónde estaría ella si Myron hubiera mantenido su promesa, si estaría con él.

Cuando murió, Brenda estaba de residente en medicina pediátrica. Medía metro ochenta y era espectacular, afroamericana, modelo. Estaba a punto de jugar al baloncesto profesional, la cara y la imagen que lanzaría la nueva liga femenina. Hubo amenazas y el dueño de la liga contrató a Myron para protegerla.

Buen trabajo, estrella del baloncesto.

Miró al suelo con los puños cerrados. Nunca hablaba con ella cuando iba al cementerio. No se sentaba ni intentaba meditar ni nada de eso. No intentaba recordar los buenos momentos, ni su risa, ni su belleza, ni su extraordinaria presencia. Los coches pasaban zumbando. El patio de la escuela estaba silencioso. No había críos jugando. Myron no se movió.