Nunca había ido más allá de su recibidor. Ali fue a la cocina. A él se le hizo un nudo en el estómago. Había fotografías familiares en la pared. Myron echó un rápido vistazo. Vio la cara de Kevin. Estaba en al menos cuatro fotografías. Myron no quería mirarlas, pero se quedó fijo en una imagen de Erin. Estaba pescando con su padre. Su sonrisa era conmovedora. Myron intentó imaginar a la chica del sótano sonriendo de aquella manera, pero no resultó.
Miró a Ali. Algo cambió en su expresión.
Myron olió el aire.
– ¿Qué estás cocinando?
– Estoy preparando Pollo Kiev.
– Huele de maravilla.
– ¿Te importa si hablamos antes?
– No.
Fueron al salón. Myron intentó no centrarse. Buscó más fotografías. Había una foto enmarcada de la boda. Ali llevaba el pelo demasiado ahuecado, pensó, pero quizá fuera el estilo entonces. Pensó que era más guapa ahora. Eso les pasa a algunas mujeres. También había una fotografía de cinco hombres con esmoquin negro y pajarita, todos iguales. Los padrinos, pensó Myron. Ali siguió su mirada. Se acercó a la foto de grupo y la cogió.
– Éste es el hermano de Kevin -dijo, señalando al segundo hombre por la derecha.
Myron asintió.
– Los otros trabajaban en Carson Wilkie con Kevin. Eran sus mejores amigos.
– ¿Ellos también…? -empezó Myron.
– Todos muertos -dijo ella-. Todos casados, todos con hijos.
El elefante en la habitación… fue como si todas las manos y todos los dedos lo hubieran señalado de repente.
– No hay por qué hacerlo -dijo Myron.
– Sí, Myron, tengo que hacerlo.
Se sentaron.
– Cuando Claire nos preparó la cita -empezó-, le dije que tú tendrías que sacar el tema del once de septiembre. ¿Te lo dijo?
– Sí.
– Pero no lo hiciste.
Él abrió la boca, la cerró y lo intentó de nuevo.
– ¿Y cómo debía hacerlo exactamente? Hola, cómo estás, me han dicho que eres viuda por el once de septiembre, ¿te apetece un italiano o un chino?
Ali asintió.
– Te comprendo.
Había un reloj antiguo en un rincón, enorme y ornamentado. Decidió tocar las campanadas entonces. Myron se preguntó de dónde lo habría sacado Ali, de donde habría sacado todo lo demás, qué es lo que era de Kevin, en casa de Kevin.
– Kevin y yo empezamos a salir al principio del instituto. Nos tomamos un descanso durante el primer año de universidad. Yo iba a la Universidad de Nueva York. Él se iba a Wharton. Era lo más razonable. Pero cuando volvimos a casa por Acción de Gracias, y nos vimos… -Se encogió de hombros-. Nunca he estado con otro hombre. Nunca. Ya está dicho. No sé si lo hacíamos bien o mal. ¿No es raro? En cierto modo aprendimos juntos.
Myron se quedó callado. Ella no estaba a más de un metro de distancia. No estaba seguro de lo que debía hacer: la historia de su vida. Acercó la mano a la de ella. Ella la cogió y la apretó.
– No sé cuándo me di cuenta de que estaba preparada para empezar a salir con hombres. He tardado más que la mayoría de viudas. Hablé del tema, evidentemente, con otras viudas. Hablamos mucho. Pero un día simplemente me dije a mí misma, vale, puede que haya llegado la hora. Se lo dije a Claire. Y cuando me propuso que saliera contigo, ¿sabes qué pensé?
Myron negó con la cabeza.
– Está fuera de mi alcance, pero tal vez eso sea lo divertido. Pensé… te parecerá una estupidez, pero recuerda por favor que no te conocía de nada, pensé que sería una buena transición.
– ¿Transición?
– Tú ya me entiendes. Eras un atleta profesional. Probablemente habías tenido muchas mujeres. Pensé que quizá sería divertido ligar contigo. Algo físico. Y que tal vez después encontraría algo bueno. ¿Me entiendes?
– Creo que sí -dijo Myron-. Sólo me querías por mi cuerpo.
– Más o menos, sí.
– Me siento fatal -dijo él-. No, emocionado. Dejémoslo en emocionado.
Eso la hizo sonreír.
– Por favor, no te ofendas.
– No me ofendo. -Y después-: ¡Fresca!
Ella se rió. Sonó melódico.
– ¿Cómo resultó tu plan? -preguntó.
– No fuiste lo que esperaba.
– ¿Eso es bueno o malo?
– No lo sé. Salías con Jessica Culver. Lo leí en una revista People.
– Sí.
– ¿Iba en serio?
– Sí.
– Es una gran escritora.
Myron asintió.
– También es guapísima.
– Tú eres guapísima.
– No tanto como ella.
Myron iba a discutirlo, pero supuso que sonaría demasiado condescendiente.
– Cuando me invitaste a salir, pensé que buscabas algo, no sé, diferente.
– ¿Diferente cómo? -preguntó él.
– Por ser una viuda del once de septiembre -dijo ella-. La verdad es, y detesto reconocerlo, que me da una especie de halo de celebridad.
Él lo sabía. Pensó en lo que había dicho Win, sobre lo primero que se le ocurría cuando oía su nombre.
– Así que pensé…, y no te conocía, pero sabiendo que eras un atleta profesional guapo que salía con mujeres que parecen supermodelos, me imaginé que podía ser una muesca interesante en tu cinturón.
– ¿Porque eras una viuda del once de septiembre?
– Sí.
– Eso es enfermizo.
– No lo es.
– ¿Por qué?
– Ya te lo he dicho. Es como si se me hubiera pegado un halo de celebridad. Gente que no me daba ni la hora, de repente quería conocerme. Todavía me sucede. Hace un mes, empecé a jugar en el nuevo equipo de tenis del Racket Club. Una de las mujeres, esa esnob rica que no me dejaba pisar su jardín cuando se mudó al barrio, se acercó a mí poniendo morritos.
– ¿Morritos?
– Así lo llamo yo. Poner morritos. Es algo así.
Ali le hizo una demostración. Apretó los labios, frunció el ceño y pestañeó.
– Pareces Donald Trump echándose colonia.
– Ésa es la cara de morritos. Me la ponen continuamente desde que Kevin murió. No les culpo. Es normal. Pero esa mujer poniendo morritos se acercó a mí, me cogió las manos con las suyas y me miró a los ojos, y con esa formalidad que dan ganas de gritar, me dijo: «¿Eres Ali Wilder? Oh, estaba deseando conocerte. ¿Cómo estás?» Tú ya me entiendes.
– Te entiendo.
Ella le miró.
– ¿Qué?
– Has puesto la versión novio de los morritos.
– No estoy seguro de entenderte.
– No dejas de decir que soy guapa.
– Lo eres.
– Me viste tres veces estando casada.
Myron no dijo nada.
– ¿Pensaste entonces que era guapa?
– Intento no pensar esas cosas de las mujeres casadas.
– ¿Recuerdas siquiera haberme visto?
– No, la verdad es que no.
– Pero si hubiera sido como Jessica Culver, aunque estuviera casada, te acordarías de mí.
Esperó.
– ¿Qué quieres que te diga, Ali?
– Nada. Pero ya va siendo hora de que dejes de tratarme como las morritos. Da igual por qué quisiste salir conmigo. Lo que importa es por qué estás aquí ahora.
– ¿Puedo?
– ¿Qué?
– ¿Puedo decirte por qué estoy aquí ahora?
Ali tragó saliva y por primera vez no parecía muy segura de sí misma. Hizo un gesto con la mano invitándole a hablar.
Él se lanzó.
– Estoy aquí porque me gustas de verdad, porque puedo estar confundido sobre muchas cosas y puede que tengas razón con lo de los morritos, pero la verdad es que ahora estoy aquí porque no puedo dejar de pensar en ti. Pienso en ti todo el día y, cuando lo hago, se me pone una sonrisa tonta en la cara. Algo así. -Fue su turno de hacer una demostración-. Por eso estoy aquí, ¿vale?
– Ésa -dijo Ali, intentando no sonreír- es una buena respuesta.
Él estuvo a punto de decir algo ingenioso, pero se contuvo. Con la madurez viene la contención.
– Myron…
– ¿Sí?