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– Déjanos solos un minuto.

– Ni hablar.

Pero Katie había recuperado algo de su aplomo.

– No pasa nada, Rufus.

Él se levantó.

– Estaré al otro lado de la puerta -dijo- con mis socios. ¿Entendido?

Myron reprimió la respuesta y esperó a que estuvieran solos. Pensó en Dominick Rochester, en cómo se esforzaba por buscar a su hija pensando si estaría en un lugar como ése con un hombre como Rufus, y en que su exagerada reacción, su deseo de encontrar a su hija, era muy comprensible.

Myron se acercó al oído de Katie y susurró:

– Te sacaré de aquí.

Ella se apartó e hizo una mueca.

– ¿De qué me habla?

– Sé que quieres huir de tu padre, pero este tipo no es la solución.

– ¿Cómo sabe usted la solución para mí?

– Regenta un burdel, por el amor de Dios. Casi te pega.

– Rufus me quiere.

– Puedo sacarte de aquí.

– No me iría -dijo ella-. Prefiero morir que vivir sin Rufus. ¿Queda suficientemente claro para usted?

– Katie…

– Márchese.

Myron se levantó.

– ¿Sabe qué? -añadió ella-. Tal vez Aimee y yo nos parezcamos más de lo que cree.

– ¿Cómo?

– Tal vez ella tampoco necesite que la rescaten.

«Ambas lo necesitáis», pensó Myron.

44

Big Cyndi se quedó y enseñó la fotografía de Aimee por el vecindario, por si acaso. Los empleados en esos ramos ilícitos no hablarían con la policía ni con Myron, pero sí con Big Cyndi. Tenía sus dones.

Myron y Win volvieron a los coches.

– ¿Vuelves al apartamento? -preguntó Win.

Myron negó con la cabeza.

– Tengo cosas que hacer.

– Sustituiré a Zorra.

– Gracias. -Después miró a la casa y añadió-: No me gusta dejarla aquí.

– Katie Rochester es mayor de edad.

– Tiene dieciocho años.

– Eso.

– ¿Qué me estás diciendo? ¿Tienes dieciocho y ya te las arreglas? ¿No rescatamos a adultos?

– No -dijo Win-. Rescatamos a quien podemos. A quien tiene problemas y pide ayuda porque la necesita. No, repito, no rescatamos a quien toma decisiones con las que no estamos de acuerdo. Las malas decisiones forman parte de la vida.

Siguieron caminando y Myron dijo:

– Sabes cuánto me gusta leer el periódico en Starbucks, ¿no?

Win asintió.

– Todos los adolescentes que van por allí fuman. Todos. Me siento y les observo, y cuando encienden un cigarrillo sin siquiera pensarlo, como si fuera lo más natural del mundo, pienso para mí: «Myron, deberías decir algo». Debería levantarme y disculparme por interrumpir y suplicarles que dejen de fumar en ese mismo momento porque luego será mucho más difícil. Quiero sacudirles y hacerles entender lo estúpidos que son. Hablarles de todas las personas que conozco, personas que vivían bien y eran felices, como Peter Jennings, un gran tipo por lo que me han dicho, y que tenía una vida estupenda y la perdió por haber empezado a fumar joven. Quiero gritarles toda la letanía de los problemas de salud a los que tendrán que enfrentarse inevitablemente por lo que hacen ahora con tanta despreocupación.

Win no dijo nada. Miró hacia adelante y mantuvo el paso.

– Pero después pienso que no debo meterme donde no me llaman. No quieren oírlo. ¿Y quién soy yo de todos modos? Un tío cualquiera. No soy lo bastante importante para hacer que lo dejen. Probablemente me mandarían a paseo. Así que, por supuesto, me callo. Miro hacia otro lado y vuelvo a mi periódico y mi café y, mientras, esos chicos están, a mi lado, matándose lentamente. Y yo les dejo.

– Cada uno elige y libra sus batallas -dijo Win-. Eso es una batalla perdida.

– Lo sé, pero la cuestión es que si les dijera algo cada vez que les viera, iría perfeccionando mi discurso antitabaco. Y a lo mejor convencería a uno. Tal vez uno dejara de fumar. Mi pesadez salvaría una vida. Y entonces me pregunto si permanecer callado es lo correcto o sólo lo más fácil.

– ¿Y luego qué? -preguntó Win.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Vas a ponerte frente a un McDonald's y avergonzar a la gente que se zampa los Big Macs? Cuando veas a una mujer animando a su hijo obeso a tragarse su segundo plato de patatas fritas gigantes, ¿le advertirás del horrible futuro que le espera al chico?

– No.

Win se encogió de hombros.

– Bueno, dejémoslo -dijo Myron-. En este caso concreto, ahora mismo, a unos metros de nosotros, hay una chica embarazada sentada en ese tugurio…

– …que ha tomado una decisión de adulta -acabó Win por él.

Siguieron caminando.

– Es lo mismo que me dijo la doctora Skylar.

– ¿Quién? -preguntó Win.

– La mujer que reconoció a Katie cerca del metro. Edna Skylar.

Me dijo que prefería a los pacientes inocentes. Que había hecho el juramento hipocrático y lo sigue, pero si puede elegir, prefiere trabajar con personas que lo merezcan.

– La naturaleza humana -dijo Win-. Deduzco que no te sentiste cómodo con eso.

– No estoy cómodo con nada de esto.

– Pero no es sólo la doctora Skylar. Tú también lo haces, Myron. Dejemos a un lado la culpabilidad que sientes con Claire por un momento. Has decidido ayudar a Aimee porque la percibes como una inocente. Si fuera un adolescente con un historial de problemas con las drogas, ¿estarías tan dispuesto a buscarla? Por supuesto que no. Todos elegimos, nos guste o no.

– Es más que eso.

– ¿Cómo?

– Lo importante es la universidad adónde vas.

– ¿A qué viene eso ahora?

– Tuvimos suerte -dijo Myron-. Fuimos a Duke.

– ¿Adónde quieres ir a parar?

– A Aimee la han aceptado gracias a mí. Le escribí una carta, hice una llamada. Dudo que la hubieran aceptado si no.

– ¿Y qué?

– ¿Dónde quedo yo? Como observó Maxine Chang, cuando un chico es admitido, otro se queda fuera.

Win hizo una mueca.

– El mundo funciona así.

– Pero no es correcto.

– Se toma una decisión basándose en una serie de criterios muy subjetivos. -Win se encogió de hombros-. ¿Por qué no ibas a ser tú?

Myron meneó la cabeza.

– No puedo evitar pensar que se relaciona con la desaparición de Aimee.

– ¿La admisión en la universidad?

Myron asintió.

– ¿Cómo?

– Todavía no lo sé.

Se separaron. Myron subió a su coche y miró su móvil. Un nuevo mensaje. Lo escuchó.

«Myron, soy Gail Berruti. La llamada que me pediste procedente de la casa de Erik Biel. -Había ruido de fondo-. ¿Qué? Maldita sea, espera un momento.»

Myron esperó. Era la llamada que Claire había recibido con la voz robótica diciéndole que Aimee «estaba bien». Unos segundos después, volvió Berruti.

«Perdona. ¿Por dónde iba? A ver, aquí está. La llamada se hizo desde una cabina de Nueva York. Más concretamente, de una hilera de teléfonos del metro de la Calle 33. Espero que te sirva de algo.»

Clic.

Myron lo pensó. Justo donde habían visto a Katie Rochester. Tenía sentido. O quizá, con todo lo que sabía, no tuviera ninguno.

Su móvil sonó de nuevo. Era Wheat Manson, que llamaba desde Duke. No parecía contento.

– ¿Qué diablos pasa? -preguntó Wheat.

– ¿Qué?

– Lo que me dijiste de Chang. Concuerda.

– El cuarto de la clase ¿y no fue admitido?

– ¿Vamos a entrar ahí, Myron?

– No, Wheat. No. ¿Qué hay de Aimee?

– Ése es el problema.

Myron le hizo algunas preguntas más.

Empezaba a encajar.

Media hora después, Myron llegó a la casa de Ali Wilder, la primera mujer en siete años a quien decía que amaba. Aparcó y se quedó un momento en el coche. Miró la casa. Le pasaban demasiados pensamientos por la cabeza. Pensó en su difunto esposo, Kevin. Ésa era la casa que habían comprado. Myron imaginó el día en que Kevin y Ali irían allí con un agente inmobiliario y elegirían la nave como el lugar donde vivir y tener a sus hijos. ¿Se cogían de la mano mientras apreciaban su futura morada? ¿Qué le gustó a Kevin? ¿O fue tal vez el entusiasmo de su amada lo que le hizo aceptar? ¿Y por qué demonios estaba pensando esas cosas Myron?