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– Vaya -dijo Myron señalando el rótulo-. Ya era hora.

Ali asintió.

– Hasta ahora lo han llevado fatal.

Cuando entraron en Leather and Lust, Ali se paseó como si estuviera en el Louvre, mirando las fotos de la pared, observando los aparatos, los trajes, el material para atar. Meneó la cabeza.

– Soy una ingenua sin remedio.

– Sin remedio no -dijo Myron.

– ¿Qué es eso? -preguntó.

– No tengo ni idea.

– ¿A ti te…?

– Oh, no.

– Lástima -dijo Ali. Y después-: Es broma. Broma broma.

Su relación progresaba, pero la realidad de salir con alguien con hijos pequeños se estaba imponiendo. No habían pasado toda una noche juntos desde aquella primera. Myron sólo había podido saludar brevemente a Erin y a Jack desde la fiesta. No estaban seguros de cuán rápidos o lentos debían avanzar en su relación, pero Ali era muy firme en cuanto a que debían proceder lentamente con los chicos.

Ali tuvo que marcharse temprano. Jack tenía que hacer un trabajo para la escuela y ella le había prometido ayudarle. Myron la acompañó fuera, y decidió quedarse a pasar la noche en la ciudad.

– ¿Cuánto tiempo estarás en Miami? -preguntó Ali.

– Sólo un par de noches.

– ¿Te darían ganas de vomitar si te digo que te echaré de menos?

– No muy violentamente, no.

Ella le besó suavemente. Myron la observó alejarse, con el corazón acelerado, y después volvió a la fiesta.

Como ya había decidido quedarse, se puso a beber. No era lo que se podría decir un gran bebedor -aguantaba la bebida tan bien como una niña de catorce años- pero esa noche, en aquella maravillosa aunque rara celebración, se sentía de humor para emborracharse. Win también, aunque él necesitaba más para ponerse ciego. El coñac era como leche materna para Win. Apenas se le notaba el efecto, al menos en apariencia.

Esa noche no importaba. La limusina de Win les esperaba fuera. Les llevaría de vuelta a la ciudad.

El piso de Win en el Dakota valía mil millones de dólares y tenía una decoración que recordaba a Versalles. Cuando llegaron, Win se sirvió un oporto de un precio obsceno, Quinta do Noval Nacional 1963. La botella había sido decantada varias horas antes porque, como explicó Win, debes dar al oporto vintage tiempo para respirar antes de consumirlo. Myron normalmente se tomaba un chocolate, pero su estómago no estaba de humor. Además no le daría al chocolate tiempo de respirar.

Win puso la televisión y vieron Antiques Roadshow. Una mujer esnob con un acento arrastrado llevaba un horrible busto de bronce. Le contaba al tasador la historia de que Dean Martin, en 1950, había ofrecido a su padre diez mil dólares por aquel retorcido amasijo de metal, pero su padre, dijo ella con un dedo insistente y una mueca a juego, era demasiado astuto. Aquello podía valer una fortuna. El tasador asintió pacientemente, esperó a que la mujer acabara y después bajó el martillo:

– Vale veinte dólares.

Myron y Win chocaron los cinco en silencio.

– Disfrutamos de la desgracia de los demás -dijo Win.

– Somos penosos -dijo Myron.

– Nosotros no.

– ¿Ah, no?

– Es el programa -dijo Win-. Nos ilumina sobre todo lo malo de nuestra sociedad.

– ¿Ah, sí?

– A la gente no le basta con que su baratija valga una fortuna. No, es mejor, mucho mejor, habérselo comprado barato a un pobre palurdo. Nadie tiene en cuenta los sentimientos del pobre infeliz que vendió su casa en el jardín, al que lo perdió.

– Bien pensado.

– Ah, pero hay más.

Myron sonrió y se acomodó para escuchar.

– Olvida la codicia un momento -siguió Win-. Lo que realmente nos fastidia es que todos, absolutamente todos, mienten en Antiques Roadshow.

Myron asintió.

– ¿Te refieres a cuando el tasador pregunta: «¿Tiene idea de lo que vale?»?

– Exacto. Hace esa pregunta cada vez.

– Lo sé.

– Y el señor o la señora Córcholis se comportan como si la pregunta les pillara por sorpresa, como si nunca hubieran visto el programa.

– Es un coñazo -convino Myron.

– Y luego dicen algo como «Vaya por Dios, no lo había pensado. No tengo ni idea de lo que vale». -Win frunció el ceño-. Por favor. Arrastraste tu armario de granito de dos toneladas a no sé qué centro de convenciones impersonal e hiciste doce horas de cola, pero ¿nunca jamás, ni en tus sueños más alocados, te preguntaste cuánto podía valer?

– Mentira -convino Myron, sintiéndose colocado-. Es como lo de «Su llamada es muy importante para nosotros».

– Y por eso -dijo Win-, nos encanta que le den un buen chasco a una mujer como ésa. Las mentiras. La codicia. Por lo mismo que nos gusta el panoli de La rueda de la fortuna que sabe la solución pero siempre apuesta por el último giro y se queda sin nada.

– Es como la vida -pronunció Myron, acusando la bebida.

– Y que lo digas.

Entonces sonó el intercomunicador de la puerta.

Myron sintió que se le apretaba el estómago. Miró el reloj. Era la una y media de la madrugada. Miró a Win. Él le devolvió la mirada con placidez. Win seguía siendo guapo, demasiado guapo, pero los años, los abusos, las noches en vela por violencia o, como ésta, por sexo, empezaban a notarse un poquito.

Myron cerró los ojos.

– ¿Es una de…?

– Sí.

Suspiró y se levantó.

– Ojalá me lo hubieras dicho.

– ¿Por qué?

Ya habían pasado por eso antes. No había respuesta.

– Es de un sitio nuevo del Upper West Side -dijo Win.

– Sí, qué práctico.

Sin más palabras Myron se fue a su habitación. Win abrió la puerta. Aunque le deprimiera mucho, Myron echó un vistazo. La chica era joven y bonita. Dijo «hola» con una animación forzada en la voz. Win no contestó. Le hizo una señal para que le siguiera. Ella le siguió tambaleándose sobre los altos tacones. Desaparecieron en el pasillo.

Como había dicho Esperanza, hay cosas que no cambian, por mucho que te gustaría que cambiaran.

Myron cerró la puerta y se echó en la cama. La cabeza le daba vueltas por la bebida. El techo se movía. Lo dejó moverse. Se preguntó si vomitaría. Creía que no. Apartó de su cabeza los pensamientos sobre la chica. Lo consiguió más rápidamente de lo que solía, un cambio que estaba claro que no era para mejor. No oyó ningún ruido -la habitación que utilizaba Win (no su dormitorio, evidentemente) estaba insonorizada- y finalmente Myron cerró los ojos.

Recibió la llamada en su móvil.

Lo tenía en vibración. Vibró contra la mesita. Myron se despertó de su duermevela y lo cogió. Se dio la vuelta y la cabeza le dolió. Fue entonces cuando vio el reloj digital de la mesita.

Las 2:17.

No miró el identificador de llamadas y contestó.

– ¿Diga? -rugió.

Primero oyó el sollozo.

– Diga -repitió.

– ¿Myron? Soy Aimee.

– Aimee. -Myron se sentó-. ¿Qué pasa? ¿Dónde estás?

– Dijiste que te llamara. -Otro sollozo-. A cualquier hora.

– Claro. ¿Dónde estás, Aimee?

– Necesito ayuda.

– Vale, no hay problema. Tú dime dónde estás.

– Oh, Dios.

– ¿Aimee?

– No se lo dirás, ¿verdad?

Él vaciló. Pensó en Claire, la madre de Aimee. Recordó a Claire a esa edad y sintió una curiosa punzada.

– Lo prometiste. Prometiste no decírselo a mis padres.

– Lo sé. ¿Dónde estás?

– ¿Me prometes que no se lo dirás?