– Coge esa salida -dijo Aimee-. Linwood Avenue West.
Hizo lo que le decía. Myron no conocía bien la zona. Nueva Jersey es una serie de pueblecitos. Sólo se llega a conocer bien el propio. Él era un chico del condado de Essex. Aquello era Bergen. Se sentía fuera de su elemento. Cuando se pararon en un semáforo, suspiró y se recostó en el asiento, y aprovechó el movimiento para mirar bien a Aimee.
Parecía joven, angustiada e indefensa. Myron pensó en lo último un momento. Indefensa. Se volvió y la miró a los ojos, y encontró un desafío en ellos. ¿Indefensa era la palabra correcta? Por estúpido que fuera pensarlo, ¿cuánto jugaba el sexismo en eso? Pongámonos chauvinistas un momento. Si Aimee fuera un chico, por ejemplo un muchachote del equipo de fútbol del instituto, ¿estaría tan preocupado?
La verdad era que la trataba de forma diferente porque era una chica.
¿Eso estaba bien o era presa de una tontería de correcciones políticas?
– Coge la siguiente a la derecha, después a la izquierda hasta el final de la calle.
Así lo hizo. Pronto se vieron metidos en un laberinto de casas. Ridgewood era un pueblo antiguo pero grande, con árboles en las calles, casas victorianas, calles serpenteantes, colinas y valles. La geografía de Jersey. Los suburbios eran piezas de rompecabezas, interconectadas, con partes metidas dentro de otras partes, pocos límites claros o ángulos rectos.
Le guió por una calle en cuesta, hacia abajo por otra, a la izquierda, después a la derecha, y después otra vez a la derecha. Myron obedeció en piloto automático, con los pensamientos en otra parte. Intentó elaborar algo correcto que decir. Aimee había estado llorando, de eso estaba seguro. Parecía en cierto modo traumatizada, pero a su edad, ¿no es todo un trauma? Probablemente se había peleado con su novio, el tal Randy que había mencionado en el sótano. Quizás el tal Randy la había dejado. Los chicos hacían esas cosas en el instituto. Se dedicaban a romper corazones. Les hacía sentirse hombres.
Se aclaró la garganta y probó algo informal.
– ¿Sigues saliendo con Randy?
Respuesta de ella:
– La siguiente a la izquierda.
La obedeció.
– La casa está allí, a la derecha.
– ¿Al final del callejón sin salida?
– Sí.
Myron paró enfrente. La casa estaba cerrada y totalmente a oscuras. No había farolas. Myron parpadeó un par de veces. Todavía estaba cansado, tenía el cerebro más nublado de lo que debería a consecuencia de la fiesta. Pensó en Esperanza un momento, en lo bonita que estaba, y, por egoísta que pareciera, volvió a pensar cómo cambiaría las cosas el matrimonio.
– No parece que haya nadie -dijo.
– Stacy estará durmiendo. -Aimee sacó una llave-. Su dormitorio está junto a la puerta trasera. Siempre entro por ahí.
Myron apagó el motor.
– Te acompaño.
– No.
– ¿Cómo sabré que estás a salvo?
– Te haré una señal.
Otro coche pasó por la calle. Los faros deslumbraron a Myron por el retrovisor. Se tapó los ojos con la mano. Qué raro, pensó, dos coches en esa calle a esas horas de la noche.
Aimee le llamó la atención.
– ¿Myron?
Él la miró.
– No les digas nada de esto a mis padres. Se pondrían como locos.
– No se lo diré.
– Las cosas… -Calló, miró por la ventana hacia la casa-. Las cosas no van demasiado bien con ellos ahora mismo.
– ¿Con tus padres?
Ella asintió.
– Sabes que eso es normal, ¿no?
Ella volvió a asentir.
Myron tenía que tratarla con guantes de seda.
– ¿Puedes contarme algo más?
– Es sólo que… no haría más que crear tensión. Que se lo cuentes, quiero decir. No se lo cuentes, ¿vale?
– Vale.
– Mantén tu promesa.
Después, Aimee bajó del coche. Fue corriendo hacia la puerta de atrás. Desapareció detrás de la casa. Myron esperó. Volvió a salir. Le sonrió y le hizo un gesto de que todo iba bien. Pero había algo en aquel gesto que no encajaba.
Myron estaba a punto de bajar del coche, pero Aimee le detuvo meneando la cabeza. Después se dirigió al jardín de atrás y la noche la engulló.
8
En los días siguientes, cuando Myron recordaba aquel momento, la forma como Aimee sonrió, le saludó y se desvaneció en la oscuridad, se preguntaba qué había sentido. ¿Había tenido una premonición, una sensación de inquietud, una punzada en la base del subconsciente, algo que le avisara, algo que no podía quitarse de encima? No lo creía. Pero era difícil acordarse.
Esperó diez minutos más en aquel callejón sin salida. No pasó nada.
Así que Myron elaboró un plan.
Tardó un rato en encontrar el camino de vuelta. Aimee le había guiado por aquel laberinto suburbano, pero tal vez Myron debería haber dejado miguitas de pan por el camino. Se abrió camino al estilo rata en un laberinto durante veinte minutos hasta que dio con Paramus Road, que le condujo por fin a una arteria principal, la Garden State Parkway.
Pero para entonces, Myron no tenía pensado volver al piso de Nueva York.
Era sábado a la noche -bueno, domingo por la mañana- y si se iba a la casa de Livingston, podría jugar al baloncesto por la mañana antes de ir al aeropuerto a coger el avión hacia Miami.
Erik, el padre de Aimee, jugaba todos los domingos sin falta.
Ese era el plan inmediato de Myron, por patético que fuera.
Así que, a primera hora de la mañana -demasiado temprano, francamente- Myron se levantó, se puso unos pantalones cortos y una camiseta, quitó el polvo a las rodilleras, y se fue al gimnasio de la Heritage Middle School. Antes de entrar, Myron llamó al móvil de Aimee. Salió inmediatamente su contestador, y su voz era alegre y al mismo tiempo muy adolescente en su «Bueno, deja un mensaje».
Estaba a punto de colgar cuando le sonó en la mano. Miró el identificador de llamadas. Nada.
– ¿Diga?
– Eres un hijo de puta. -La voz sonaba sofocada y baja. Parecía un joven, pero era difícil saberlo-. ¿Me oyes, Myron? Un hijo de puta. Y pagarás por lo que has hecho.
Se cortó la llamada. Myron marcó sesenta y nueve y esperó a oír el número. Una voz mecánica se lo dio. Prefijo local, eso sí, pero por lo demás no le sonaba de nada. Paró el coche y lo apuntó. Lo buscaría más tarde.
Cuando Myron entró en la escuela, tardó un segundo en adaptarse a la luz artificial, pero, en cuanto lo hizo, aparecieron los fantasmas familiares. El gimnasio tenía el olor rancio de todos los institutos. Alguien regateó con la pelota. Algunos chicos rieron. Los sonidos eran siempre los mismos, todos contaminados con el eco.
Myron hacía meses que no jugaba porque no le gustaban aquellos partidos de guante blanco. El baloncesto, el deporte en sí, todavía significaba mucho para él. Le encantaba. Le encantaba la sensación de la pelota en los dedos, la forma como palpaban las estrías al saltar para tirar, el arco de la pelota dirigiéndose al aro, el efecto de retroceso, el posicionamiento para el rebote, el pase perfecto. Le encantaba la decisión en un instante -pasar, rebotar, tirar- las aberturas repentinas que duraban centésimas de segundo, la forma como el tiempo se detenía para escabullirse por la rendija.
Le encantaba todo eso.
Lo que no le gustaba era el machismo típico de la mediana edad. El gimnasio estaba lleno de Amos del Universo, de varones alfa en potencia que, a pesar de su gran casa y su cartera repleta y el coche deportivo compensador del pene, seguían necesitando derrotar a alguien en algo. Myron había sido competitivo de joven. Quizá demasiado. Estaba loco por ganar. Había aprendido que ésa no era siempre una buena cualidad, aunque a menudo separara a los muy buenos de los grandes, a los casi profesionales de los profesionales: el anhelo -no, la necesidad- de ser mejor que otro hombre.