Erik se fue corriendo y dejó a Myron preguntándose si se referiría al baloncesto.
9
En el coche, el móvil de Myron volvió a sonar. Miró el identificador. De nuevo nada.
– Eres un hijo de puta, Myron.
– Sí, ya lo he pillado la primera vez. ¿Tienes algo nuevo que decir o vamos a seguir con la frase original de que pagaré por lo que he hecho?
Clic.
Myron se estremeció. En la época en que jugaba al superhéroe, había sido una persona muy bien relacionada. Ahora probaría si todavía lo era. Buscó en la agenda de teléfonos del móvil. El nombre de Gail Berruti, su antiguo contacto en la compañía de teléfonos, seguía allí. A la gente le parece poco realista que los detectives privados de la tele tengan un contacto en la compañía telefónica. La verdad es que es lo más fácil del mundo. Cualquier detective privado que se precie tiene un contacto en la compañía telefónica. Pensemos en la cantidad de gente que trabaja para ella. Pensemos en cuántas personas estarían dispuestas a ganarse unos dólares extras. La tarifa corriente había sido de quinientos dólares por factura entregada, pero Myron se imaginaba que el precio habría subido en los últimos seis años.
Berruti no estaba -probablemente estaba fuera el fin de semana-, pero le dejó un mensaje.
– Soy una voz del pasado -empezó Myron.
Le pidió a Berruti que le llamara con la identificación del número de teléfono. Probó otra vez el móvil de Aimee. Le salió el contestador. Cuando llegó a casa, encendió el ordenador e introdujo el número en Google. No encontró nada. Se dio una ducha rápida y después comprobó sus mensajes. Jeremy, su más o menos hijo, le había mandado un mensaje desde el extranjero:
Hola, Myron:
Sólo nos permiten decir que estamos en la zona del Golfo Pérsico. Estoy bien. Mamá está como loca. Llámala si puedes. Todavía no lo entiende. Papá tampoco, pero al menos hace como que sí. Gracias por el paquete. Nos encanta recibir cosas.
Tengo que dejarte. Volveré a escribir, pero puede que esté un tiempo ilocalizable. Llama a mamá, ¿vale?
Jeremy
Myron lo leyó una y otra vez, pero las palabras no cambiaron. El mensaje, como casi todos los de Jeremy, no decía nada. No le gustó la parte de «estar ilocalizable». Pensó en la paternidad, en lo mucho que se había perdido y en cómo encajaba ahora ese chico, su hijo, en su vida. Iba bien, pensó, al menos para Jeremy. Pero era difícil. El chico era su mayor lo-que-podría-haber-sido, el mayor si-lo-hubiera-sabido, y casi todo el tiempo le dolía mucho.
Todavía repasando el mensaje, Myron oyó sonar el móvil. Maldijo en voz baja, pero esta vez el identificador le dijo que era la divina señora Ali Wilder.
Myron sonrió mientras respondía.
– Servicios Semental -dijo.
– Calla, imagínate que fuera uno de mis hijos.
– Fingiría que soy un vendedor de caballos -dijo él.
– ¿Vendedor de caballos?
– ¿Cómo se les llama a los que venden caballos?
– ¿A qué hora es tu vuelo?
– A las cuatro.
– ¿Estás ocupado?
– ¿Por qué?
– Los chicos estarán fuera una hora.
– Uau -dijo él.
– Eso pensaba yo.
– ¿Estás sugiriendo un virtuoso clavo?
– Sí -dijo-. ¿Virtuoso?
– Tardaré un poco en llegar.
– Ajá.
– Y tendrá que ser rápido.
– ¿No es tu especialidad? -dijo ella.
– Eso duele.
– Era broma. Semental.
Myron relinchó.
– Eso en lenguaje equino significa «Ya voy».
– Bien -dijo.
Pero cuando él llamó a su puerta, abrió Erin.
– Hola, Myron.
– Hola -dijo él, procurando no parecer decepcionado.
Miró por detrás de él. Ali hizo un gesto de «lo siento».
Myron entró y Erin se fue arriba corriendo. Ali se acercó más.
– Ha llegado tarde y no ha querido ir al club de teatro.
– Oh.
– Lo siento.
– No te preocupes.
– Podríamos ponernos en un rincón y besarnos -dijo ella.
– ¿Se puede tocar?
– Más te vale.
Él sonrió.
– ¿Qué? -preguntó ella.
– Sólo pensaba.
– ¿Qué pensabas?
– En algo que me dijo ayer Esperanza -dijo Myron-. Men tracht und Gott lacht.
– ¿Es alemán?
– Yiddish.
– ¿Qué significa?
– El hombre propone y Dios dispone.
Ella lo repitió.
– Me gusta.
– A mí también -dijo él.
Entonces la abrazó. Por encima del hombro vio a Erin en lo alto de la escalera. No sonreía. Los ojos de Myron encontraron los de ella y de nuevo pensó en Aimee, y en cómo la noche se la había tragado y en la promesa que había jurado mantener.
10
Myron tenía tiempo antes de su vuelo.
Se tomó un café en el Starbucks del centro de la ciudad. El que le atendió tenía la actitud malhumorada marca de la casa. Mientras daba el café a Myron, dejándolo sobre la barra como si pesara una tonelada, la puerta de la calle se abrió con un bang. El del bar levantó los ojos al cielo al ver quién entraba.
Eran seis ese día, arrastrando los pies como si pisaran un metro de nieve, con la cabeza baja y temblores varios. Sorbían por la nariz y se tocaban la cara. Los cuatro hombres iban sin afeitar. Las dos mujeres olían a meados de gato.
Eran pacientes mentales. De verdad. Pasaban casi todas las noches en Essex Pines, una institución psiquiátrica de la ciudad vecina. Su cabecilla -siempre que caminaban, él iba delante- se llamaba Larry Kidwell. El grupo se pasaba casi todo el día vagando por la ciudad. Los livingstonianos se referían a ellos como los locos del pueblo. Myron pensaba poco caritativamente en ellos como un grupo de rock grotesco: Larry Litio y los Cinco Medicados.
Ese día parecían menos aletargados de lo normal, de modo que probablemente se acercaba la hora de la medicación en Pines. Larry estaba especialmente tembloroso. Se acercó a Myron y le saludó.
– Hola Myron -dijo demasiado fuerte.
– ¿Qué pasa, Larry?
– Cuatrocientos ochenta y siete planetas en el día de la creación, Myron. Cuatrocientos ochenta y siete. Y yo no he visto un penique. ¿Entiendes a qué me refiero?
Myron asintió.
– Y que lo digas.
Larry Kidwell se fue arrastrando los pies. Largos cabellos fibrosos asomaban de su sombrero Indiana Jones. Tenía cicatrices en la cara. Llevaba los vaqueros gastados tan caídos que enseñaba suficiente raja para aparcar una bici.
Myron fue hacia la puerta.
– Cuídate, Larry.
– Tú también, Myron.
Fue a estrechar la mano a Myron. Los demás del grupo se quedaron paralizados de repente, con los ojos muy abiertos, unos ojos brillantes de medicación, todos sobre Myron. Él alargó la mano y estrechó la de Larry. Larry le agarró y tiró de él. Su aliento, no era de extrañar, hedía.
– El próximo planeta -susurró Larry- podría ser tuyo. Sólo tuyo.
– Me alegro de saberlo, gracias.
– ¡No! -seguía siendo un susurro, pero ya más áspero-. El planeta. Es luna en cuarto menguante. Va a por ti, ¿me comprendes?
– Creo que sí.
– No lo olvides.
Soltó a Myron, con los ojos muy abiertos. Myron dio un paso atrás. Vio la agitación del hombre.
– Está bien, Larry.
– No lo olvides, Myron. Golpeó el cuarto menguante, ¿me entiendes? Te odia tanto que golpeó el cuarto menguante.
Los demás del grupo le eran desconocidos, pero Myron conocía la trágica historia de Larry. Iba dos cursos por delante de Myron en la escuela. Era inmensamente popular, un guitarrista increíble y tenía éxito con las chicas, incluso había salido con Beth Finkelstein, la belleza del pueblo, en su último año. Fue el portavoz de su clase en la graduación. Acudió a la Universidad de Yale, el alma máter de su padre, y según decían, fue un gran estudiante el primer semestre.