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Luego todo se desmoronó.

Lo más sorprendente, lo que lo hacía más aterrador, fue la forma como pasó. No hubo ningún suceso terrorífico en la vida de Larry, ninguna tragedia familiar, drogas o alcohol ni desengaño amoroso.

El diagnóstico del médico: un desequilibrio químico.

¿Cuál es la causa del cáncer? Fue lo mismo que le pasó a Larry. Sencillamente tenía una enfermedad mental. Empezó como un ligero trastorno depresivo, después se agravó y al final, por mucho que hicieron, nadie pudo parar el declive. En su segundo año Larry ponía trampas para ratas y se las comía. Empezó a sufrir delirios. Tuvo que dejar Yale. Después hubo intentos de suicidio y grandes alucinaciones y problemas de toda clase. Larry irrumpió en una casa porque los «Clyzets del planeta trescientos veintiséis» estaban intentando hacer un nido allí. La familia estaba en casa en ese momento.

Larry Kidwell había entrado y salido de instituciones psiquiátricas desde entonces. Supuestamente, había momentos en los que Larry está totalmente lúcido, y es tan doloroso para él ver en lo que se ha convertido que se hiere la cara -de ahí las cicatrices- y grita con tal desesperación que tienen que sedarlo inmediatamente.

– Vale -dijo Myron-. Gracias por el aviso.

Myron salió y se sacudió la angustia. Pasó por Chang's Dry Cleaning, al lado de la cafetería. Maxine Chang estaba detrás del mostrador. Como siempre, parecía agotada y sobrecargada de trabajo. Había dos mujeres de la edad de Myron esperando. Hablaban de los hijos y de universidades. Eso era de lo único que hablaba la gente actualmente. Cada abril, Livingston se convertía en una bola de nieve de admisiones en universidades. Si se escuchaba a los padres, lo que había en juego no podía ser más alto. Esas semanas -esos sobres gruesos o finos que llegaban a los buzones- decidían lo felices y exitosos que serían sus vástagos el resto de su vida.

– Ted está en lista de espera para Penn pero le han aceptado en Lehigh -dijo una.

– ¿Te puedes creer que a Chip Thompson lo han aceptado en Penn?

– Su padre.

– ¿Qué? Ah, claro, es un antiguo alumno, ¿no?

– Les ha donado un cuarto de millón de dólares.

– Tendría que haberlo imaginado. Chip tenía unas notas horribles. -Dicen que contrataron a un profesional para que le escribiera los ensayos.

– Yo debería haber hecho eso con Cole.

Y así sin parar.

Myron saludó a Maxine. Maxine Chang solía tener una buena sonrisa para él. Hoy no. Sólo gritó:

– ¡Roger!

Roger Chang salió de la trastienda.

– Hola, Myron.

– ¿Qué hay, Roger?

– Esta vez querías las camisas en una caja, ¿no?

– Sí.

– Vuelvo enseguida.

– Maxine -dijo una de las mujeres-, ¿sabe algo ya Roger de las universidades?

Maxine ni siquiera levantó la cabeza.

– Le han aceptado en Rutgers -dijo-. Está en lista de espera en otras.

– Vaya, felicidades.

– Gracias.

Pero no parecía animada.

– Maxine, ¿no es el primero de la familia que va a la universidad? -dijo la otra mujer. Su tono sólo podría haber sonado más condescendiente si estuviera acariciando un perro-. Es maravilloso.

Maxine le entregó el resguardo.

– ¿Dónde está en lista de espera?

– En Princeton y en Duke.

Oír nombrar a su alma máter hizo que Myron volviera a pensar en Aimee. Se acordó de Larry y su estremecedora alusión a los planetas. Myron no tenía tendencia a pensar en malos presagios ni cosas así, pero tampoco le apetecía tentar la suerte. No sabía si volver a llamar a Aimee, aunque ¿de qué serviría? Pensó otra vez en la noche pasada, la repasó en su cabeza y se preguntó si podría haber hecho algo diferente.

Roger -Myron había olvidado que el chico estaba en el último curso del instituto- volvió y le dio la caja de camisas. Myron la recogió, le dijo a Roger que lo apuntara en su cuenta y se encaminó a la puerta. Todavía le quedaba tiempo antes del vuelo.

Así que se fue a visitar la tumba de Brenda.

El cementerio seguía dando al patio de una escuela. Eso era lo que no conseguía superar. El sol brillaba con fuerza como siempre que iba de visita, como si se burlara de su tristeza. Estaba solo. No había más visitantes. Una excavadora cercana hacía un agujero. Myron se quedó quieto. Levantó la cabeza y dejó que el sol le diera en la cara. Odiaba poder sentirlo: el sol en la cara. Brenda evidentemente no podía. Nunca más podría.

Un pensamiento simple, pero así era.

Brenda Slaughter sólo tenía veintiséis años cuando murió. De haber sobrevivido, cumpliría treinta y cuatro al cabo de dos semanas. Se preguntó dónde estaría ella si Myron hubiera mantenido su promesa, si estaría con él.

Cuando murió, Brenda estaba de residente en medicina pediátrica. Medía metro ochenta y era espectacular, afroamericana, modelo. Estaba a punto de jugar al baloncesto profesional, la cara y la imagen que lanzaría la nueva liga femenina. Hubo amenazas y el dueño de la liga contrató a Myron para protegerla.

Buen trabajo, estrella del baloncesto.

Miró al suelo con los puños cerrados. Nunca hablaba con ella cuando iba al cementerio. No se sentaba ni intentaba meditar ni nada de eso. No intentaba recordar los buenos momentos, ni su risa, ni su belleza, ni su extraordinaria presencia. Los coches pasaban zumbando. El patio de la escuela estaba silencioso. No había críos jugando. Myron no se movió.

No iba allí porque todavía llorara su muerte. Iba porque no lo hacía.

Apenas recordaba la cara de Brenda, el beso que se dieron… Lo evocaba más por imaginación que como recuerdo. Ése era el problema. Brenda Slaughter se le estaba escabullendo. Llegaría a ser como si no hubiera existido. Así que Myron no iba allí en busca de consuelo o para presentarle sus respetos, sino porque necesitaba sentir el dolor, que la herida se mantuviera fresca. Todavía quería sentirse indignado, porque progresar -sentirse en paz con lo que le había sucedido- era demasiado obsceno.

La vida sigue. Eso era bueno, ¿no? La indignación cede y se va diluyendo lentamente. Las heridas se curan. Pero cuando dejas que eso suceda, tu alma muere también un poco.

Por eso iba allí y apretaba los puños hasta que le temblaban. Pensaba en el día soleado que la habían enterrado y la forma horrible como la había vengado. Rememoraba la indignación. Volvía a él hecha una furia. Las rodillas le fallaron. Se tambaleó pero se mantuvo en pie.

Todo salió mal con Brenda. Había querido protegerla. Había ido demasiado lejos y había provocado que la mataran.

Myron miró la tumba. El sol seguía calentándole, pero sintió un estremecimiento en la espalda. Se preguntó por qué, entre todos los días, había decidido ir a visitarla aquél, y después pensó en Aimee, en ir demasiado lejos con el afán de proteger, y con otro escalofrío, pensó -no, temió- que quizás hubiera vuelto a suceder.

11

Claire Biel estaba junto al fregadero de la cocina y miraba al desconocido que llamaba esposo. Erik comía un bocadillo cuidadosamente, con la corbata metida en la camisa. Tenía un periódico perfectamente doblado en cuatro. Masticaba lentamente. Llevaba gemelos en los puños. Su camisa estaba almidonada. Le gustaba el almidón. Le gustaba todo planchado. En su armario los trajes estaban colgados a medio palmo de distancia uno de otro. No lo medía para hacerlo. Le salía así. Sus zapatos, siempre lustrosos, estaban alineados como en un desfile militar.

¿Quién era ese hombre?

Sus dos hijas pequeñas, Jane y Lizzie, devoraban mantequilla de cacahuete con pan blanco. Charlaban con la boca llena. Hacían ruido. Salpicaban la mesa. Erik seguía leyendo. Jane preguntó si podían levantarse. Claire dijo que sí. Las dos corrieron a la puerta.

– Alto -dijo Claire.