– No, El, tú jamás has abreviado nada -dijo su padre-. Vaya, tú conviertes una historia corta en larga. Pero jamás, jamás has abreviado una historia.
– ¿Puedo decir algo, Al?
– Como si alguien pudiera detenerte. Como si una ametralladora o un tanque del ejército pudieran detenerte.
Myron no pudo evitar sonreír. Señoras y señores, les presento a Ellen y Alan Bolitar, o, como solía decir mamá: «Somos El Al, ya sabes, como las líneas aéreas israelíes».
– Bueno, en fin, estaba hablando de Dotte de esto y aquello. Ya sabes, lo normal. Los Ruskin se mudaron. Gertie Schwartz tuvo piedras. Antonietta Vitale, que es una preciosidad, se casó con un millonario de Montclair. Ese tipo de cosas. Y entonces Dotte me dijo… Dotte me dijo, por cierto, no me lo dijiste tú, Dotte me dijo que estás saliendo con una mujer.
Myron cerró los ojos.
– ¿Es verdad?
Él no dijo nada.
– Dotte dijo que salías con una viuda con seis hijos.
– Dos hijos -dijo Myron.
Su madre se paró y sonrió.
– ¿Qué?
– Te pillé.
– ¿Eh?
– Si hubiera dicho dos hijos, tú lo habrías negado. -Su madre agitó un dedo triunfal-. Pero sabía que si decía seis, reaccionarías. Así que te he pillado.
Myron miró a su padre. Él se encogió de hombros.
– Ha visto mucho a Matlock últimamente.
– ¿Hijos, Myron? ¿Sales con una mujer con hijos?
– Mamá, voy a decir esto lo más amablemente posible: déjalo ya.
– Escúchame, listillo. Cuando hay niños por medio, no puedes ir a lo tuyo alegremente. Debes pensar en las repercusiones que puede tener para ellos. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
– ¿Entiendes tú lo que significa «déjalo ya»?
– Bien, haz lo que te dé la gana. -Y se rindió burlonamente. A tal palo, tal astilla-. ¿Qué más me da?
Siguieron caminando: Myron en medio, su padre a la derecha, su madre a la izquierda. Siempre caminaban así. Ahora caminaban más despacio. Eso no le preocupó mucho. Estaba más que dispuesto a reducir el paso para adaptarse al de ellos.
Fueron en coche al piso y aparcaron en su plaza. Su madre cogió a propósito el camino largo junto a la piscina para poder presentar a Myron a la aturdidora variedad de propietarios de pisos. Su madre no cesaba de decir: «¿Recuerdas a mi hijo?» y Myron fingía recordarles a ellos. Algunas mujeres, muchas de más de setenta años, estaban en muy buena forma. Como advertían a Dustin Hoffman en El graduado: «Plástica». Sólo que diferente. Myron no tenía nada contra la cirugía estética, pero pasada cierta edad, por discriminatorio que fuera, le daba escalofríos.
También el piso era demasiado brillante. Se diría que con la edad deseas menos luz, pero no. Sus padres, de hecho, se dejaron las gafas de soldador puestas durante cinco minutos. Su madre le preguntó si tenía hambre. Myron fue lo bastante prudente para decir que sí. Ella ya había pedido una fuente de bocadillos calientes de ternera -la cocina de su madre sería cualificada de inhumana en Guantánamo- a un local llamado Tony's, que era «igual que los de nuestra charcutería» en casa.
Comieron y charlaron, y su madre intentó limpiar los pedacitos de col que se pegaban a las comisuras de la boca de su padre, pero le temblaba demasiado la mano. Myron miró a su padre a los ojos. El Parkinson de su madre estaba empeorando, pero no querían hablar de ello con Myron. Se hacían viejos. Su padre llevaba un marcapasos. Su madre tenía Parkinson. Pero su primer deber seguía siendo proteger a su hijo de todo ello.
– ¿A qué hora tienes que irte a tu reunión? -preguntó la madre.
Myron miró su reloj.
– Ahora.
Se despidieron, besándose y abrazándose otra vez. Cuando se marchó, se sintió como si estuviera abandonándoles, como si ellos se quedaran enfrentándose solos al enemigo mientras él se iba sano y salvo. Tener padres mayores era absorbente, pero como le había dicho Esperanza, que había perdido a ambos padres joven, era mejor que la alternativa.
Una vez en el ascensor, Myron miró su móvil. Aimee todavía no le había devuelto las llamadas. Volvió a probar a llamarla y no se sorprendió de oír el contestador. Basta, pensó. La llamaría a casa. A ver qué pasaba.
Le llegó la voz de Aimee: «Lo prometiste…»
Marcó el número de la casa de sus padres. Respondió Claire.
– Diga.
– Hola, soy Myron.
– Hola.
– ¿Qué pasa?
– No mucho -dijo Claire.
– He visto a Erik esta mañana -vaya, ¿era posible que fuera esa mismo día?- y me ha dicho que habían aceptado a Aimee en Duke. Sólo quería felicitarla.
– Sí, gracias.
– ¿Está aquí?
– No, ahora mismo no.
– ¿Puedo llamarla después?
– Sí, claro.
Myron cambió de táctica.
– ¿Va todo bien? Pareces un poco distraída.
Iba a decir algo más pero las palabras de Aimee -«Me prometiste que no se lo dirías a mis padres»- flotaban en su mente.
– Estoy bien -dijo Claire-. Mira, tengo que dejarte. Gracias por escribir la carta de recomendación.
– No fue nada.
– Fue mucho. Los chicos en el cuarto y el séptimo puesto de su clase solicitaron la admisión y los han rechazado. Supuso la diferencia.
– Lo dudo. Aimee es una gran candidata.
– Puede, pero gracias igualmente.
Se oyó un gruñido de fondo. Parecía Erik.
En su mente volvió a oír decir a Aimee: «Las cosas no van muy bien en casa ahora mismo». Myron pensó en intentar algo más, otra pregunta quizá, pero Claire colgó.
A Loren Muse le había tocado otro nuevo caso de homicidio: doble homicidio, de hecho, dos hombres muertos a tiros frente a un club de East Orange. Se decía que las muertes eran por encargo de John «El fantasma» Asselta, un famoso asesino a sueldo que había nacido y crecido en la zona. Asselta había estado tranquilo los últimos años. Si había vuelto, iban a estar muy ocupados.
Repasaba el informe de balística cuando sonó su línea privada. Lo cogió y dijo:
– Muse.
– Adivina.
Ella sonrió.
– Lance Banner, viejales. ¿Eres tú?
– Soy yo.
Banner era un policía de Livingston, Nueva Jersey, el pueblo donde los dos habían crecido.
– ¿A qué debo este placer?
– ¿Sigues investigando la desaparición de Katie Rochester?
– La verdad es que no -dijo ella.
– ¿Por qué no?
– Primero, no hay indicios de violencia. Segundo, Katie Rochester tiene más de dieciocho años.
– Apenas.
– Ante la ley, dieciocho es como si fueran ochenta. Así que oficialmente no hay una investigación en marcha.
– ¿Y extraoficialmente?
– He visto a una doctora llamada Edna Skylar.
Le contó la historia de Edna, utilizando casi las mismas palabras que había utilizado cuando se lo había contado a su jefe, el fiscal del condado Ed Steinberg. Steinberg la había escuchado un buen rato hasta que concluyó como era de prever: «No tenemos recursos para investigar algo con tan baja prioridad».
Cuando terminó, Banner preguntó:
– ¿Cómo te asignaron el caso al principio?
– Como te he dicho, no había caso, en realidad. Es mayor de edad, no hay indicios de violencia, ya sabes cómo va. Así que no asignaron a nadie. También es cuestionable la jurisdicción. Pero el padre, Dominick, armó mucho jaleo con la prensa, seguramente ya lo viste, y conocía a alguien que conocía a alguien, y eso condujo a Steinberg…
– Y eso condujo hasta ti.
– Eso mismo. La palabra clave es «condujo». En pasado.
Lance Banner preguntó:
– ¿Me puedes dedicar diez minutos?